«El novelista puede ser una especie de investigador de las emociones»


Cultural6_7_4a

Todos los años se anuncia un ganador y el juego de la expectativa empieza. El Premio Alfaguara de Novela aparece como referente de eso que algunos consideran simple estrategia de mercado y otros como la gloria de la literatura. Se trata, para variar, de posturas contrapuestas que al parecer se repelen, porque se supone que así­ de extremistas somos. Sin embargo, en esta ocasión no es así­. Con “El ruido de las cosas al caer”, el colombiano Juan Gabriel Vásquez no solo se alzó con el premio de ciento setenta mil dólares, sino que elevó la categorí­a y la calidad del Alfaguara a una altura en la que el vértigo se convierte en la primera experiencia de lectura que se debe vivir antes de caer.

Cultural6_7_4b

POR EDUARDO VARAS

“Caer” ese es el tema de esta novela impresionante, donde sus protagonistas soportan caí­das, razones y puntos de aclaración que permitan comprender qué fue lo que vivieron en su pasado, en medio de esa violencia atroz que doblegó al paí­s vecino, real y ficcional en el trabajo de Vásquez. “Cuando me fui de Bogotá sentí­ algo muy parecido al odio por la ciudad. Después de eso fueron muchos años en los que yo pensaba que no tení­a derecho de pensar en un paí­s que no entendí­a, del que me habí­a ido, y me costó todo ese tiempo descubrir que precisamente ‘no entender’ es la mejor razón para escribir algo. Escribir es un intento de entender”, dijo en su reciente visita a Ecuador.
 
– El tí­tulo de la novela va marcando el camino de los personajes y de Colombia, con mucha fuerza… ¿Siempre viste en él cierta trascendencia?
– El primer significado del tí­tulo es literal. “El ruido de las cosas al caer” es el ruido que hace el avión, con el que arranca la novela, al caer y cuya caja negra sus protagonistas oyen. Pero después, a medida de que avanzaba con la escritura, el tí­tulo fue admitiendo más significados, se volvió metafórico y entonces ya no fue solo la caí­da literal de ese avión la que causaba el ruido, también estaba el ruido del narrador y su vida, y en últimas, el ruido de Colombia en esos años. Cuando el tí­tulo empieza a ganar más significados y deja de ser una bonita frase es fantástico.
 
– Colombia y el miedo son los elementos que se conjugan en “El ruido…”. ¿Cómo te enfrentaste al tema de la violencia, que es casi otro producto de exportación de tu paí­s?
– He tratado de encender el microscopio para enfrentarme a estas cosas, para no contarte lo que te puede contar un libro de historia, de periodismo o un noticiero de TV, porque la violencia es una inquietud que nos viene atormentando a los colombianos desde hace años. Garcí­a Márquez tiene artí­culos interesantes, cuando recién empezaba a escribir, en los que se queja del tratamiento que le han dado los novelistas colombianos a la violencia de esa época, al que llama: “inventario de muertos”. Y de eso es lo que hay que huir, de hacer ese recuento de cadáveres. Lo que hay que hacer es escribir sobre los vivos y sobre lo que les pasa a los vivos emocionalmente y moralmente, ahí­ está el método. No vale hacer novelas cuando te quedas en la parte de afuera, contando los cadáveres.
 
“El ruido de las cosas al caer” es una novela sobre el miedo, pero sobre todo es acerca de la búsqueda de lo que hay detrás de ese temor y de la construcción del pasado por parte de Antonio Yammara, quien en retrospectiva recuerda a Ricardo Laverde, sus vidas cruzadas y cómo se puede configurar así­ la historia de un paí­s, quizás para desvanecer el ‘hechizo del narcotráfico’.
 
– ¿Por qué la imagen del hipopótamo que se habí­a escapado del zoológico de Pablo Escobar (con la que inicia la novela) te permitió encontrar el tono de “El ruido…”?
– Yo llevaba un año entero hablando de Ricardo Laverde, investigando en la ficción quién era, pero sentí­a que la historia me quedaba lejos, que la estaba haciendo de una manera muy aséptica, que no estaba contando algo mí­o. Y cuando vi al hipopótamo muerto llegó a mi memoria mi propia visita al zoológico, donde estuve, como el narrador de la novela, a los 12 años, a escondidas de mis padres. Y bueno, pensar en eso fue también pensar en la vida de la gente de mi generación en Bogotá, que corre muy separada del narcotráfico como mundo, pero con el que hay puntos de contactos, y de alguna manera nuestras vidas se pueden contar a través de esto. Descubrí­ que contar la historia de este Ricardo Laverde era también la posibilidad de contar la historia de alguien y al hacerlo, entender la propia. Y ese es un método que me gusta mucho, sobre todo como lector. Es el método de las novelas de Conrad, por ejemplo.
 
– ¿El método también fue salir de tu paí­s?
– Sí­. Eso es lo que yo digo y sostengo, pero no como prueba cientí­fica. Yo salí­ de Colombia el 96 y tardé seis años en comenzar a escribir sobre mi paí­s, por lo que mi primer libro sobre Colombia es del 2004. Esa distancia temporal y geográfica fue necesaria para entenderlo. Me fui por razones literarias, pero mis últimos años en Bogotá fueron de mucho de acuerdo con la ciudad. La sentí­a como un lugar hostil.
 
– La novela es un género que encierra, permite y resiste mucho. ¿Contar la historia de Yammara y Laverde ayuda a expiar ese pasado para gente de tu generación o para entender algo que se escapa?
– Creo que una de las cosas que nos define como especie es la comprensión de nuestras vidas a través de las historias. Los seres humanos nos seguimos contando historias por las mismas razones de siempre: para entender mejor lo que nos pasa. Y la novela, como género, como práctica, está especialmente bien dotada para algunas cosas que a mí­ me importan mucho, como explorar ese lugar en el que se cruzan las pequeñas vidas de la gente, sus vidas í­ntimas, y las vidas sociales de los paí­ses, de los pueblos. Creo que ningún otro género lo hace como la novela. Ni el cine, la histereografí­a, ni el periodismo lo hacen. En ningún lugar del mundo podemos encontrar exactamente lo que nos cuenta Tolstoi en “La guerra y la paz”, eso solo existe ahí­. En ningún libro sobre las guerras napoleónicas encontramos eso; en ningún documental o pelí­cula.
 
– El novelista trabaja en la mezcla precisa de estas historias, las personales y las colectivas…
– De alguna forma. Ricardo Piglia dice que las verdaderas experiencias son siempre sociales y yo creo que la pregunta de si eso es verdad está en todas mis novelas. Desde luego, muchas de mis novelas favoritas son una contradicción de esto. “En busca del tiempo perdido” podrí­a llamarse una novela social, pero de una sociedad muy reducida. Ese cruce de caminos entre los grandes acontecimientos y vidas í­ntimas es una de las cosas que más me interesa como novelista. Y con esta novela he encontrado que hay mucha información sobre estos años en los medios, hemerotecas y archivos de video; pero en ninguna parte constaba el lado emocional de esto, solo datos externos, imágenes y el novelista puede ser una especie de investigador de las emociones, un “notario de las emociones”. Hay una frase de Kundera que dice que la razón de ser de la novela es decir solo lo que la novela puede decir. Es que de nada vale escribir una novela si le vas a dar al lector la misma información que va a encontrar en un noticiero o en un libro de historia.
 
– El capí­tulo dos de “El ruido de las cosas al caer” no solo es poderoso (porque leemos las consecuencias de un balazo, con firma de sicario, que lleva a Yammara a su infierno personal); también tiene varios guiños para comprender el dolor en medio de esa caí­da y la convalecencia…
– En ese capí­tulo hay una mezcla de muchas cosas. Hay cierto exorcismo, en buena parte, de mis miedos y hay una utilización caní­bal de las experiencias de mis amigos y conocidos. Tuve un amigo de la época de mi universidad que recibió un balazo de esos y la experiencia de Antonio Yammara en el hospital está basada en lo que me decí­a cuando lo visitaba y me contaba. Hay un amigo español que hizo una interpretación muy interesante de esa parte. Me hizo notar que al narrador le disparan a comienzos del 96 y ese fue el año en que me fui de Colombia. Entonces me dijo que esa parte era todo lo que me hubiera pasado de haberme quedado en Colombia. “Has escrito tu destino posible en Colombia”, me contó.
 
– Pero también hay redención y ese quizás sea el contrapeso a la caí­da. Las mujeres embarazadas en la novela vencen la gravedad al bañarse en una tina y eso se vuelve un respiro, sin duda.
– Toda la novela está construida por opuestos. La tensión entre ruido y el silencio, entre el peso y la liviandad, etc. Como lector de ficción no me gusta que los escritores me tiren los sí­mbolos a la cara. Porque lo que distingue al género es que se construye con datos sensoriales, y a mí­ me gusta hacer esto. Me gusta que el mundo fí­sico, el tangible, adapte un lado simbólico, que signifique más de lo que significa. Que una mujer flotando en el agua signifique más que una mujer flotando en el agua, pero no me gusta subrayar eso.
 
– Hay un par de párrafos muy graciosos sobre la experiencia de lectura de “Cien años de soledad” de una gringa. No se la puede leer como un reclamo, sino más bien como un apunte acerca de las decisiones personales sobre la idea de la “tradición”.
– Bueno, la lectura de “Cien años de soledad” a mis 17 años, fue el primer momento en que pensé que yo querí­a escribir libros. Lo que sucede es que en este tema del realismo mágico, y en general de la obra de Garcí­a Márquez, hay un malentendido: pensar que la influencia literaria tiene carácter territorial, es decir que si tú naces en las fronteras de Colombia tienes que responder al gran escritor de esas fronteras. Y resulta que no es así­. Si aceptamos que la literatura es una cuestión de método, que el escritor tiene una visión o una obsesión, y lo que tiene que hacer es encontrar el método para ponerla en las páginas… para mí­ el método “realismo mágico”, el método garcí­amarqueano, no me sirve de nada. La caja de herramienta para armar mi aparato me la da un escritor de Estados Unidos como Philip Roth… aunque en cada novela cambia. En “El ruido de las cosas al caer” están muy presentes “El gran Gatsby” de Fitzgerald y la novelí­stica de Juan Carlos Onetti. Mientras tanto puedo seguir leyendo a Garcí­a Márquez, pero como clásico remoto que no me amenaza de ninguna manera. Considero que él y toda su generación nos abrieron puertas y nos dieron la lección de que los escritores podemos ir a buscar nuestras influencias en otras tradiciones y lenguas. Por eso nunca me he sentido amenazado, ni con esas ganas de “matar al padre”.