Mario Gilberto González R.
Este 31 de julio, la Biblioteca Infantil de la Biblioteca Nacional cumple sus bodas de oro. Fue un anhelo delicadamente acariciado. En agosto 1955, siendo director de la Biblioteca Nacional don Benjamín Godoy Castro, se reorganizó esta institución para ofrecer un mejor servicio. Entre otras innovaciones, nació el Departamento de Bibliotecas Escolares e Infantiles.
Se me confió la jefatura y la profesora Olga Hernández Andrade (q.e.p.d.) fue mi asistente. La Biblioteca Nacional ocupaba, entonces, a lo largo, el Salón General Mayor de la Universidad de San Carlos (Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales), en la 10a. calle de la zona 1. A la entrada funcionaba la Sala de Lectura. Tenía dos niveles de anaqueles a los lados. En lo alto estaban los libros antiguos de los conventos con los que se fundó y abajo la Bibliografía General. En medio estaba la Hemeroteca y varios anaqueles con la Bibliografía Guatemalteca. Hasta entonces, sólo tenía dos oficinas: la del Director al fondo, rodeada de anaqueles llenos de libros, y al medio la del Subdirector, la Secretaria y la Asistente. Para los Departamentos de Bibliotecas Departamentales y el de Bibliotecas Escolares Infantiles, se habilitaron sendos espacios entre los anaqueles del centro.
Tres mesitas y sendas sillas formaban el mobiliario. Junto a nosotros, laboró don Enrique Polonsky Célcer, a quien se le encomendó procurar, ordenar y mantener envueltos en papel kraft los periódicos, mientras se mandaban a empastar porque el presupuesto de entonces era magro y apenas alcanzaba para satisfacer las necesidades de oficina. El señor Polonsky hizo su trabajo con delicado cuidado de que al consultar los números sueltos no fueran dañados en lo más mínimo y menos que faltara uno de ellos. El periódico tiene la particularidad que su edición es de miles de ejemplares, pero al día siguiente no se encuentra un ejemplar. Para mantener actualizada la Sección de Hemeroteca, el subdirector don Francisco Alfredo de León Turcios, la secretaria señorita María Albertina Gálvez García y yo, acordamos comprar cada día determinado periódico y así fue posible ese objetivo. De preferencia, ese periódico no lo leíamos para que en nada se alterara, acción que completaba con celo el señor Polonsky Célcer.
Desde esa sencilla oficina se elaboraron los proyectos que poco a poco se fueron realizando en Escuelas Primarias e Institutos de Segunda Enseñanza.
El ambiente de la oficina se hizo muy acogedor. Los estudiantes universitarios Amílcar Echeverría (Humanidades) y Oswaldo Batres (Derecho) completaban su trabajo de tesis. Fue refugio para la consulta bibliográfica del licenciado David Vela, quien siempre llegó acompañado de una bolsita de manías. Literatos, historiadores, periodistas y profesionales que fueron asiduos lectores de la Biblioteca Nacional hicieron uso de la oficina, que por estar al final de los anaqueles, ofrecía tranquilidad y silencio. Otras veces fue centro de tertulia enriquecedora. Pepe Hernández Cobos, tío de Olguita, hizo gala de su lenguaje poético y derrochó metáforas que flotaban en el ambiente. En cambio, Efraín de los Ríos hizo referencias escalofriantes de la vida penitenciaria, que él vivió junto a otros presos políticos que lucharon contra la tiranía ubiquista de los 14 años.
Cuando la Biblioteca Nacional pasó a ocupar sus propias instalaciones en la 5a. avenida entre 7a. y 8a. calles de la zona 1, exactamente en el predio donde estuvo el Cuartel «La Rápida» y que comparte con el Archivo General de la Nación (hoy de Centro América) se le asignó a la Biblioteca Infantil las tres salas del sótano norte, con puerta de acceso en la 7a. calle.
El acondicionamiento y pintura del local, así como del mobiliario y la bibliografía, fue aporte de una institución internacional el 31 de julio de 1958, después de un acto solemne de inauguración; de inmediato inició sus labores.
Los niños aprovecharon los recursos, unos para realizar sus tareas escolares y otros para deleitarse con la lectura fascinante de libros novedosos.
En mi caso, era la realización de una imagen conservada desde la niñez. El niño y el libro. Mi deseo era que en mi ciudad natal, funcionara una biblioteca grande con numerosos libros, que pudiéramos leer los niños de entonces. Nuestra escuelita primaria carecía de biblioteca, y la pública no tenía libros infantiles y sólo permitían la entrada a personas mayores. Yo era un niño lleno de sueños que leyó con enorme ilusión -a la sombra de un naranjal frondoso- unos libritos pequeños que contenían un cuento y que llamábamos «Callejas». Eran cuentos clásicos que lo envolvían a uno en una fantasía encantadora y lo transportaban a otras regiones, sin medición del tiempo. Cada Calleja costaba un centavo de quetzal, o centavo y medio.
Si con el centavo que nos daban cada tarde, comprábamos una Calleja, nos privábamos de beber una taza de atol de ceniza con sus frijolitos negros que, bien calientito, vendía la señora íngela y degustar un humeante chuchito de Anita Núñez, o dejar de beber un vaso de leche tibia y espumeante ordeñado al pie de la vaca y acompañarlo con un hermoso banano que comprábamos en la tienda de doña Meches Marín. Medio centavo costaba cada cosa.
Era un esfuerzo supremo para quien tenía grandes limitaciones económicas, saber decidir, si preferíamos la Calleja o disfrutar de la deliciosa refacción de la tarde. Los niños también inventábamos nuestros propios cuentos, producto de nuestra fantasía y del ambiente misterioso de la ciudad en ruinas, de casas deshabitadas, de callejones estrechos, de alamedas y calles con recodos embrujados. Los habitantes de antaño y los espantos, fueron personajes especiales para darle vida a ese mundo infantil de cuentos y leyendas.
La Biblioteca Infantil ofreció cada mañana, un vaso de leche. Roberto Rosales, en nombre de CARE, colaboró con la leche en polvo. Los hermanos Echeverría Soto fueron dos lectores que llevaron a sus amiguitos a beber su leche y a que se hicieran lectores. Se mantuvo La Hora del Cuento. Unas veces fue un relato verbal y otras veces, grabaciones especiales. Su cultivó la lectura -tanto oral como en silencio- con orientaciones para un mejor aprovechamiento. Se brindó ayuda para la elaboración de las tareas escolares. El aniversario de nuestra Independencia se festejó con un acto especial.
Para enriquecimiento educativo y cultural, se ofrecieron charlas y exposiciones, enseñanza y concursos de ajedrez. Al final del ciclo escolar, los niños presentaban en una exposición las manualidades que hicieron durante sus estudios. Muchos padres de familia y niños disfrutaron de esos logros. Durante los meses de noviembre y diciembre, se elaboraron adornos navideños y para mantener viva una lejana tradición guatemalteca, se preparó con entusiasmo y participación, una pastorela. Escribí el libreto y a ese proyecto se sumaron muchas voluntades. El subdirector de la Biblioteca Nacional, don Francisco de León Turcios, mandó hacer un escenario desarmable. El maestro de música Raúl Silva se encargó de preparar los coros y seleccionar los villancicos tradicionales. Don Víctor Ovalle Quiroa, electricista, puso todo su conocimiento y entusiasmo en la iluminación para resaltar cada escena. Y la participación de los niños lectores, fue algo que vivieron intensamente y que recuerdan siempre.
Finalizaban las labores con el Día del Niño. La Sala de Lectura la adornaban los propios niños y desde muy temprano la sala estaba a rebozar. Cada quien contagiaba su alegría. Primeramente, se elegía a la Niña Sección Infantil. La primera fue Lourdes Estela de León Conedera; al año siguiente, Zoila Romelia Bran Quintana.
Los niños participaban según sus aptitudes: cantaban, recitaban, bailaban o contaban cuentos. Se repartían caramelos y se rifaban juguetes. Inolvidable fue cuando un niño fue agraciado con un radio portátil. Fue tal su emoción que se hincó y besó el suelo.
Don César Brañas, con su particular discreción, siempre colaboró con un juguete. Tinita Gálvez y Nequita Campos fueron las encargadas de comprar los juguetes caramelos con dinero que voluntariamente aportaron periodistas e intelectuales.
La Biblioteca Infantil también ofreció otros aportes importantes. Los estudiantes de secundaria que habían dejado materias pendientes, hacían uso cada día de las salas de lectura de la Biblioteca Nacional. Muchos de ellos carecían de recursos económicos para pagar clases particulares de recuperación. La Biblioteca Nacional contaba con estudios y para estar en mejor capacidad para los exámenes de recuperación, Jorge Juárez García, Enrique Polonsky Célcer, Guillermo Blanco, Reginaldo Cabrera y quien escribe, nos dimos a esta tarea con resultados excelentes. Reginaldo Cabrera dominaba las matemáticas y su apoyo fue decisivo para evitar que un alumno truncara sus estudios.
Una sala de la Sección Infantil se transformó en aula y se habilitó con pupitres y pizarrón. Muchos jóvenes de ambos sexos fueron beneficiados y pudieron continuar sus estudios hasta culminarlos con éxito.
La Biblioteca no es sólo un depósito de libros, sino un centro bibliográfico con proyección docente y cultural. La labor del bibliotecario no debe limitarse a buscar un libro entre los anaqueles y simplemente entregarlo al lector. Sería una labor fría e intrascendente. Su función va más lejos. Debe tener una noción general de los fondos bibliográficos y una disposición amplia para orientar al lector en la búsqueda de cualquier tema.
El libro en manos de un bibliotecario-maestro cumple su misión formadora, educadora y recreativa, y un buen referencista no deja dormir los libros en los anaqueles sino que le ofrece al lector la solución de cualquier consulta, sea cual fuere la categoría y función específica de la Biblioteca.
Hay otro logro importantísimo de la Sección Infantil de la Biblioteca Nacional. En su misión de apoyar al niño en todas sus manifestaciones, ofreció sus instalaciones para presentar una exposición de la actividad creadora y artística de dos niños: Carlos Barrios y Ligia Marcela Valdeavellano Valle. Marcela es hoy una artista consagrada.
Se le dio toda la importancia al dibujo infantil, porque como lo reconocen calificados mentores y psicólogos, es «el primer gran tesoro expresivo del niño». Por medio del dibujo y del color, expresan sus sentimientos y cómo ven las cosas que les rodean. Es una manera muy linda de decir lo que piensan, lo que sienten, lo que quieren o no quieren.
Con esa apreciación, la exposición no fue una simple puesta a la vista de las personas, lo que el sentimiento artístico de estos niños expresaban con sus dibujos. Se quiso ir más allá. Que los mismos niños aprendieran a valorar lo que dos artistas, querían decirnos.
Previo a la inauguración, los profesores Carlos Figueroa y su esposa, ofrecieron una charla a los niños sobre la importancia e interpretación del dibujo infantil y para que ellos también siguieran los pasos de los niños pintores.
La sala de lectura de la Biblioteca Infantil estuvo ornamentada con fotografías de un lugar representativo de cada cabecera departamental y con las fotografías de las niñas Sección Infantil.
Para ayudar a los maestros en la organización de sus bibliotecas escolares, escribí un manual y con ocasión de celebrarse el tercer centenario de la introducción de la imprenta en el Reino de Guatemala, escribí una corta historia delicadamente ilustrada por José Antonio Campos Quintana. Ambos libros fueron publicados por Editorial José de Pineda Ibarra del Ministerio de Educación.
Al ser nombrada la señorita María Albertina Gálvez García, como directora de la Biblioteca Nacional, ocupé su puesto de Secretario. La jefatura del Departamento de Bibliotecas Escolares e Infantiles quedó a cargo de la profesora Olga Hernández Andrade de Alvarado, cuya labor continuó con logros muy significativos.