EL MISTERIO DE NAVIDAD Y LOS PADRES DE LA IGLESIA


San Agustí­n

Eduardo Dí­az Reyna

Universidad de San Carlos de Guatemala

Los padres de la iglesia son testigos de la fe de los primeros siglos. Ellos se hallan injertados en lo más profundo de la tradición que deriva de los apóstoles. Los padres de la iglesia, además de teólogos iluminados que defendieron el dogma católico, fueron también pastores celosos que predicaron el mensaje de Jesús. Los padres de la iglesia representaron en su momento el crecimiento de la misma, igual que los apóstoles la representaron desde sus primeros tiempos. Son muchos los padres de la iglesia registrados en la historia del cristianismo y por eso en esta ocasión, sólo citaremos algunos de ellos en la interpretación muy especial que hicieron del nacimiento de Jesús. En los padres residí­a toda la autoridad de los primeros tiempos. Fueron hombres excepcionales que transmitieron la doctrina de Cristo y grandes maestros de la Sagrada Escritura, como sus primeros comentadores.


Hoy trasladamos a nuestros lectores mensajes de algunos padres de la iglesia acerca del nacimiento de Jesús y de su madre santí­sima, la Virgen Marí­a.

San Agustí­n, obispo de Hipona, ífrica, y doctor de la iglesia en los siglos IV y V. Su fiesta se celebra el 28 de agosto y acerca del nacimiento de Jesús expresó:

LA VERDAD HA BROTADO DE LA TIERRA Y LA JUSTICIA MIRA DESDE EL CIELO

«Â¡Despierta, hombre! por ti Dios se hizo hombre. «Despierta, tú que duermes, levántate de entre los muertos y Cristo te iluminará». Por ti, repito, Dios se hizo hombre. Estarí­as muerto para siempre, si él no hubiera nacido en el tiempo. Nunca hubieras sido librado de la carne del pecado, si él no hubiera asumido una carne semejante a la del pecado. Estarí­as condenado a una miseria eterna si no hubieras recibido tan gran misericordia. Nunca hubieras vuelto a la vida, si él no se hubiera sometido voluntariamente a tu muerte. Hubieras perecido, si él no te hubiera auxiliado. Estarí­as perdido sin remedio, si él no hubiera venido a salvarte. Celebremos con alegrí­a la venida de nuestra salvación y redención. Celebremos este dí­a de fiesta en que el dí­a, grande y eterno, engendrado por el dí­a grande y eterno, vino a este dí­a tan breve de nuestra vida presente. í‰l se convirtió para nosotros en «justicia, santificación y redención, a fin de que como está escrito: el que se gloria, que se glorí­e en el Señor».

«La verdad ha brotado de la tierra»: Cristo que dijo: «Yo soy la verdad», nació de la Virgen. «Y la justicia mira desde el cielo» porque el hombre creyendo en aquel que nació, no es justificado por sí­ mismo sino por Dios.

«La verdad ha brotado de la tierra», porque «el Verbo se hizo carne». «Y la justicia mira desde el cielo», porque todo lo que es bueno y perfecto viene del cielo.

«La verdad ha brotado de la tierra», es decir, la carne de Cristo fue engendrada en el seno de Marí­a. «Y la justicia mira desde el cielo», porque «nadie puede atribuirse nada que no haya recibido del cielo».

Justificados por la fe, estamos en paz con Dios, porque la justicia y la paz se han abrazado por medio de nuestro Señor Jesucristo, porque la verdad ha brotado de la tierra. «Por él hemos alcanzado la gracia que ahora tenemos, y por él nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios». No dice: de ’nuestra gloria’ sino, «de la gloria de Dios», porque «la Justicia» no procede de nosotros sino que «mira desde el cielo». Por lo tanto «el que se gloria que se glorí­e» no en sí­ mismo sino «en el Señor».

Por eso cuando el Señor nació de la Virgen, los ángeles entonaron este himno: Gloria a Dios en el cielo y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad. ¿Cómo vino la paz a la tierra? Porque «la verdad ha brotado de la tierra», es decir, Cristo nació de la Virgen. Porque «Cristo es nuestra paz y él ha unido a los dos pueblos» ?en uno solo a fin de que seamos hombres de buena voluntad unidos por el suave ví­nculo de la unidad.

Alegrémonos pues, por esta gracia, para que nuestra gloria sea el testimonio que nos da nuestra conciencia, y así­ nos gloriaremos no en nosotros sino en el Señor. Por eso dice el Salmista: «Tú eres mi gloria, tú mantienes erguida mi cabeza».

¿Qué mayor gracia pudo hacernos Dios? Teniendo un Hijo íšnico lo hizo Hijo del hombre para que el hijo del hombre se volviera hijo de Dios.»

San Efrén, diácono y doctor de la iglesia del siglo IV, fundó la famosa escuela de teologí­a. Se le llamó «arpa del espí­ritu santo». Su fiesta es el 9 de junio y del nacimiento de Cristo dijo:

¿DE Dí“NDE A Mí ESTE HONOR?

San Efrén trata de expresar los sentimientos que embargan el alma de Marí­a al estrechar en sus brazos al Niño recién nacido:

«Â¿De dónde a mí­ este favor de haber dado a luz a Quien siendo simple se multiplica por doquier, a Quien siendo inmenso tengo pequeñito entre mis brazos, es enteramente mí­o, y está también enteramente en todas partes? El dí­a en que Gabriel bajó del cielo hasta mi pequeñez, me convertí­ de esclava en princesa. Tú, Hijo del Rey, hiciste de mí­ en un instante la hija del Rey eterno. Humilde esclava de tu divinidad, me convertí­ en la madre de tu humanidad, ¡Señor mí­o e hijo mí­o! De toda la descendencia de David viniste a elegir a esta pobre doncella y la has llevado hasta las alturas del cielo donde reinas. ¡Oh! ¿Qué es lo que veo? ¡Un niño más antiguo que el mundo cuya mirada está buscando el cielo! Sus labios no se abren, pero en su silencio ¡está conversando con Dios! Esa mirada tan firme ¿no está indicando acaso a Aquél cuya providencia gobierna el mundo? ¿Y cómo me atrevo a brindar mi leche al que es la fuente de todos los seres? ¿Cómo me atreveré a alimentar a Quien alimenta al mundo entero? ¿Cómo podré envolver en pañales a Quien está vestido de luz?

También San José besa al recién nacido, lo acaricia, y al considerar que ese Niño es Dios, exclama fuera de sí­: «Â¿De dónde a mí­ este honor que el Hijo del Altí­simo me sea dado así­ por hijo? ¡Ah! Niñito: me alarmé, lo confieso, respecto de tu madre; hasta llegué a pensar en dejarla. Mi ignorancia del misterio era para mí­ una trampa. Y sin embargo, en tu madre residí­a el tesoro escondido que harí­a de mí­ el más rico de los hombres. David, mi antepasado, se ciñó la corona real, yo habí­a descendido hasta ser un simple artesano; pero la corona que habí­a perdido vuelve a mí­ cuando tú, Rey de los reyes, te dignas reposar sobre mi pecho».»

San Cirilo de Jerusalén, obispo de Jerusalén y doctor de la iglesia en el siglo IV. Defendió y escribió acerca del Concilio de Nicea en el año 325. Su fiesta el 18 de marzo. De la navidad puntualizó:

CRISTO ES DIOS Y HOMBRE

«Cree también que este Unigénito Hijo de Dios descendió del cielo a la tierra por nuestros pecados, se hizo hombre, no según una simple opinión o falsa apariencia, sino verdaderamente. Y no es que pasó por la Virgen como por un canal, sino que verdaderamente se encarnó en ella y comió y bebió como nosotros. Porque si el tomar la naturaleza humana fue sólo apariencia, nuestra salvación también es apariencia. Así­ es que Cristo era doble: Hombre visiblemente y Dios invisiblemente. Como hombre comí­a igualmente que nosotros porque tení­a una carne semejante a la nuestra, como Dios alimentó a cinco mil hombres con cinco panes. Como hombre murió realmente; como Dios resucitó al que estuvo muerto cuatro dí­as. Como hombre durmió en la barca, y como Dios anduvo sobre las aguas.»

San Gregorio Magno, papa y doctor de la iglesia en el siglo IV. Escribió obras importantes como tratados morales, homilí­as y oraciones litúrgicas. Compositor fecundo, fomentó el canto que fue llamado gregoriano en su honor. Su fiesta se celebra el 3 de septiembre y del nacimiento de Jesús apuntó:

HOY NOS HA NACIDO EN BELí‰N

«Â¿Qué significa que cuando ha de nacer el Señor, se haga el empadronamiento del mundo sino esto que claramente resalta: que aparecí­a en la carne el que inscribirí­a en la eternidad a sus elegidos?

Y nace en Belén porque Belén significa casa del pan; y precisamente él mismo dice: «Yo soy el pan vivo que ha descendido del cielo». Por tanto el lugar en que nace el Salvador ya antes es llamado casa del pan, porque, en efecto, habí­a de verificarse que quien saciarí­a interiormente a las almas aparecerí­a allí­ en la sustancia de la carne.

Y no nace en la casa de sus padres, sino en el camino, para mostrar que nací­a como de prestado en la humanidad suya que habí­a tomado. De prestado, digo, refiriéndome no a su potestad sino a la naturaleza; porque de su potestad está escrito: «Vino a su propia casa» y por lo que hace a su naturaleza, en la suya nació antes de los tiempos, en la nuestra vino en el tiempo; por tanto, el que permaneciendo eterno apareció en el tiempo, es ajeno a donde descendió.

Y como por el profeta se dice: «Toda carne es heno», hecho hombre convirtió nuestro heno en grano el que dice de sí­ mismo: «Si el grano de trigo, después de arrojado en tierra, no muere, queda infecundo». De ahí­ que cuando hubo nacido se lo acostó en el pesebre para que con el trigo de su carne se alimentasen todos los fieles, y no permaneciesen ayunos del sustento de la sabidurí­a eterna.»

San Juan Damasceno, doctor de la iglesia del siglo VIII. Es uno de los grandes teólogos marianos. Fue famoso por sus homilí­as sobre la natividad y la Virgen Marí­a. Fiesta el 4 de diciembre. Uno de sus mensajes dice:

LOS COROS CELESTIALES CANTAN LAS MARAVILLAS DE LA ENCARNACION

«Regocí­jense los cielos y aplaudan los ángeles. Exulte la tierra y salten los hombres de alegrí­a, porque la ciudad viviente del Señor Dios de los ejércitos es elevada a lo más alto de los cielos.

Los Apóstoles, establecidos por Cristo como jefes de toda la tierra, escoltan a la siempre Virgen Madre de Dios, y con ellos los principales de entre los antiguos justos y los profetas, que habí­an anunciado por adelantado que el Verbo de Dios nacerí­a de esta mujer. Tampoco quedaba excluida la asamblea de los ángeles. Una vez más, palabras divinamente inspiradas e himnos dignos de Dios celebraron la bondad más que infinita, la grandeza que supera toda grandeza, el poder que sobrepasa inmensamente todo poder y la sabidurí­a de Dios para con nosotros, que desafí­a toda magnitud, la riqueza infinita de la benevolencia incomprensible y el abismo insondable del amor. Habí­a que expresar de qué manera, sin abandonar su propia majestad, el Verbo, con el consentimiento del Padre y del Espí­ritu, descendió hasta el despojamiento del que saldrí­a su elevación; de qué manera el Supraesencial tomó sustancia del seno de una mujer, según un modo supraesencial; cómo es Dios y se hizo hombre y sigue siendo al mismo tiempo lo uno y lo otro; cómo sin abandonar la sustancia de la divinidad participó de «la carne y de la sangre» en condición semejante a la nuestra; cómo Aquél que todo lo llena y que sostiene el universo con la palabra de su boca ha venido a habitar en una estrecha morada; cómo el cuerpo de esta mujer admirable, materia frágil y semejante a la paja, recibió el «Fuego devorador» de la divinidad y permaneció, como el oro puro, sin consumirse. Estos misterios se han cumplido por la voluntad de Dios. Cuando Dios lo quiere todo se torna posible; nada se realiza si su voluntad se opone.»

San León Magno, papa, siglos IV y V. Durante su pontificado se celebró el Concilio de Calcedonia que proclamó la unidad de persona y las dos naturalezas de Cristo. Su fiesta se celebra el 10 de noviembre y del nacimiento de Jesús manifestó:

HOY HA NACIDO NUESTRO SALVADOR, ALEGRí‰MONOS

«Amadí­simos, hoy ha nacido nuestro Salvador, alegrémonos. Porque no cabe la tristeza en el dí­a en que nace la vida, dí­a que disipa el temor de la muerte y nos llena de gozo con la promesa de la eternidad.

Nadie se considere excluido de la participación de este regocijo. Todos tienen un mismo motivo de alegrí­a, ya que nuestro Señor, destructor del pecado y de la muerte, por lo mismo que a nadie encontró libre de culpa, vino a liberar a todos. Alégrese el justo, porque se acerca a la recompensa; regocí­jese el pecador, porque se le brinda el perdón; aní­mese el pagano, porque se lo llama a la vida.

Al llegar la plenitud de los tiempos, señalada por los impenetrables designios divinos, el Hijo de Dios asumió la naturaleza humana para reconciliarla con su Creador, y para que el demonio, autor de la muerte, fuese vencido mediante la misma naturaleza, a la que éste habí­a dominado.

Por eso, al nacer el Señor, los ángeles cantan llenos de gozo: «Gloria a Dios en el cielo» y proclaman, «En la tierra, paz a los hombres de buena voluntad».

Ellos ven, en efecto, que todas las naciones del mundo son incorporadas a la Jerusalén celestial. ¿Cómo no habrá alegrí­a en el humilde mundo de los hombres ante esta obra inefable de la bondad divina, si causa tanto gozo en la esfera sublime de los ángeles?

Por lo tanto, amadí­simos, demos gracias a Dios Padre por medio de su Hijo en el Espí­ritu Santo, que, por la inmensa misericordia con que nos amó, se compadeció de nosotros y «cuando estábamos muertos a causa de nuestros pecados, nos hizo revivir con Cristo» para que fuésemos con él una nueva creatura, una nueva obra de sus manos. Despojémonos, entonces, del hombre viejo con sus actos, y habiendo sido admitidos a participar del nacimiento de Cristo, renunciemos a las obras de la carne. Cristiano, reconoce tu dignidad y ya que ahora participas de la naturaleza divina, no vuelvas a tu antigua perversidad por una vida depravada. Recuerda de qué cabeza y de qué cuerpo eres miembro. Ten presente que, después de haber sido arrancado del poder de las tinieblas, fuiste trasladado a la luz y al reino de Dios.

Por el sacramento del bautismo te has convertido en templo del Espí­ritu Santo. No ahuyentes con tus acciones pecaminosas a tan excelente huésped; no te entregues otra vez como esclavo al demonio, pues has costado la sangre de Cristo, quien te redimió según su misericordia y te juzgará conforme a la verdad.»