Mario Roberto Morales
La articulación de la diferencia es lo que marca la diferencia. Por eso Guatemala es diferente a México, Perú, Ecuador, Bolivia, Paraguay y Brasil, que también son países cuyo eje cultural es interétnico. Estudiemos, pues, la específica manera como las diferencias se articulan en nuestro país, y no perdamos el tiempo ahondando la brecha de supuestas diferencias polares, opuestas, enemigas. Lo cual no implica negar las diferencias. Implica, sí, no esencializarlas.
Esto es lo que entendemos por mestizaje intercultural: la toma de conciencia de que no existe pureza cultural alguna sin diferencias articuladas en un marco de discriminación colonial. Y es con este criterio que proponemos repensar el país para contribuir a su democratización étnica, la cual debemos alcanzar por medio de una negociación interétnica. Para lograrlo, tenemos que superar el síndrome de Maximón, es decir, la renuencia a aceptar lo que del «otro» hay en nosotros, lo cual implica remontar la estructura ideológica colonial que todavía anima nuestras relaciones interétnicas
La negación del «otro» como mecanismo de autoafirmación constituye el mecanismo-eje del conflictivo mestizaje guatemalteco: la negación del indio que todo ladino lleva dentro (por razones originarias, coloniales, de mestizaje), y la negación del ladino que todo indio aborrece pero que tiene de modelo impuesto por la colonización y la opresión, es una negación inútil. Ni los indios ni los ladinos quieren asumir que el «otro» está y habita en ellos mismos, y que el malestar de la cultura mestiza (indioladina) radica en la infructuosa negación de su incorporada otredad.
Luis de Lión planteó muy bien ese conflicto, en la literatura, desde una perspectiva del indio. Falta que lo hagan los mayistas. Los ladinos deben hacerlo también, asumiendo que si aborrecen al indio es porque quieren negar que, como en el cuento de Francisco Méndez, hay un «indito» que suena su sonaja en su corazón y lo anima. Se evitaría así otra reacción ladina que es cara de la misma medalla: la de la autonegación expiatoria y el autodenigramiento culposo para ensalzar artificiosamente al indio, especialmente visible entre intelectuales y artistas ladinos.
La ladinidad primero y la «occidentalidad» después han sido los espejismos que los indígenas han ansiado y han odiado porque a la vez se les ofrecen y se les niegan. Y la identificación que la explotación ha hecho del indio con el atraso y la miseria, es lo que rechaza el ladino porque amenaza su sentido de bienestar. Sin llegar a proponer el absurdo ideal del melting pot, asumamos que el «otro» habita en nosotros y que es parte constitutiva nuestra. A partir de allí, podemos establecer diferencias y crear una normativa para que las mismas sean respetadas por unos y por otros. Pero la fórmula inversa, es decir, establecer diferencias para profundizar más la negación infructuosa del «otro», eso solamente expresa que se está actualizando un viejo problema: el del mestizaje conflictivo. Y no se trata de poner al día y a la moda los viejos problemas, sino más bien de superarlos para enfrentar otros. Por eso, es hora de pasar ya a un mestizaje democrático, asumido por unos y por otros, y comprometido con la garantía de la práctica igualitaria de todas sus variantes y también, ahora sí, con el respeto igualitario a las diferencias existentes entre esas variantes de esta cultura nuestra, compartida y, hasta ahora, escindida.
Como la negociación de la democratización étnica debe tener como eje ideológico el mestizaje intercultural, repensar y replantear la noción de mestizaje debiera ser la tarea académica de indígenas, mayistas y ladinos. El mestizaje intercultural no evade las especificidades culturales ni las diferencias, pero tampoco impulsa diferenciaciones esencialistas y fundamentalistas, como es el caso de la ideología mayista o del ladinismo etnocéntrico (que son dos caras de la misma moneda). Con el esencialismo y el fundamentalismo la negociación es imposible. Por eso, la reflexión sobre la negociación interétnica según los criterios que proponemos, puede constituir una manera expedita para contribuir a la democratización general del país.
Finalmente, el discurso de la autovictimización constante y de la acusación de racismo en contra de la ladinidad, se ha agotado en sí mismo como táctica ideologizadora, después de la fase de construcción de la identidad política «maya» y luego de la fase de la lucha por el reconocimiento de las diferencias culturales, concluida con el «Acuerdo sobre identidad y derechos de los pueblos indígenas». Actualmente, el movimiento mayista transita una fase antiladina, en la que se le niega a la ladinidad el derecho a la identidad, al territorio y a la existencia porque «el ladino es un ser ficticio» (como postuló el ladino antiladino Guzmán Bí¶kler, cuyo libro inspira al mayismo), es decir, un ser sin identidad (como si eso fuera del todo posible). La acción y la reacción ladinas ya están a la vista y están cobrando cada vez más fuerza. Por ello, los mayistas debieran pasar ya al espacio de la negociación realista y dejar a un lado el discurso ideologizador que le gusta escuchar a la burocracia de la cooperación internacional. La negociación interétnica es un asunto interno de Guatemala, y por ello es deseable y conveniente que lo resolvamos los guatemaltecos sin acudir a tutelajes paternalistas, lo cual no quiere decir que debamos aislarnos de la comunidad internacional pero sí que reclamemos nuestro derecho a la autonomía en las decisiones políticas.
Indios y ladinos, «mayas» y mestizos son abstracciones a las cuales remitimos nuestras identidades híbridas y mestizas. No existe el indio o el «maya» ni el ladino o el mestizo químicamente puros. Situémonos en los espacios de la hibridación y no en las polaridades arquetípicas para inventar una nación democrática y superemos ya toda suerte de esencialismos, fundamentalismos y puestas en escena para la cooperación internacional. El país necesita crearse una ideología nacional lo más integrada posible para enfrentar la globalización cultural con alguna dignidad. Dejemos ya de atrincherarnos detrás de identidades esencialistas como las de indios y ladinos, «mayas» y mestizos, y lleguemos a sentirnos todos chapines. Así, el construccionismo identitario ladino será del todo innecesario pues no tendrá contrapartida a la cual oponerse, y el discurso del debate interétnico podrá buscar solucionar los problemas comunes del pueblo y diseñar un interés nacional que nos lleve a estadios de desarrollo largamente añorados y sistemáticamente negados. He aquí la porción de utopía que nos corresponde alcanzar en lo inmediato y que requiere la fuerza de todos.