La noticia de la presunta traición del mayordomo al papa Benedicto XVI ha llenado de estupefacción a muchas personas dentro y fuera de la Iglesia. Se trata de una puñalada que sorprende porque parece ser más el modus operandi de instituciones profanas que de una Iglesia Santa, bendecida y protegida por la Providencia. ¿Cómo se puede interpretar semejante hecho? ¿Qué lectura se puede hacer de esos acontecimientos?
Me parece, en primer lugar, que no debemos sobredimensionar la realidad. Es cierto que la Iglesia es “Santa”, al menos así se proclama en el Credo, pero también está conformada por personas de carne y hueso, expuestas a los vaivenes de la vida y al mal. Las personas viven circunstancias concretas y no debemos olvidar, desde esta óptica, que en nuestros días se privilegia mucho la fama, el poder y el dinero. Esa es la tentación nuestra de cada día.
Así, no es difícil imaginar que el buen mayordomo se haya dejado llevar por ofrecimientos que le hicieran soñar y sacrificar el nombre y la confianza que Su Santidad un día depositara sobre él. No quiero exculparlo, pero no es muy difícil dejarse arrastrar por las propuestas diarias que la vida concreta ofrece. Se necesita, como diría nuestro flamante Presidente, carácter para mantenerse fiel y quizá, como dicen los cristianos, mucha oración para estar firme sin tropezar.
Eso lo entiende bien don Benedicto que, según quienes lo rodean, se encuentra triste por la suerte del amigo. Y vaya que era íntimo del Papa, las noticias manifiestan que era el primero en verlo al salir de la cama, en el desayuno, y el último, luego de la cena, antes de dormir. Supongo que eso no se le permite a cualquier hijo de Dios, sino a quienes se siente respeto y devoción, amistad filial.
La noticia ha provocado, por lo demás, una serie de rumores que son típicos de espíritus proclives a la imaginación exacerbada. Indican que se ha desatado una guerra de proporciones inimaginables dentro del Vaticano, que el mayordomo es solo un alfil dentro la maquinaria malévola de curas, obispos y cardenales ambiciosos en llegar al poder y que muestra, una vez más, la suciedad de una institución corrupta. No es de extrañar que todo esto de pie a mucha literatura, pero un espíritu sano no puede sino obviar y mantenerse al margen de tanta fantasía (a menos que haya voluntad en solazarse en ese tipo de ficciones).
No quiero defender a la Iglesia a ultranza. Ya se ha dicho que es una institución tan pecadora como cualquiera, pero también hay muchas cosas buenas que hay que reconocer. Seguirán habiendo mayordomos, curas, obispos, cardenales (y ha habido hasta Papas) hijos del averno, pero también la Iglesia ha cobijado a mucha gente de buena voluntad, trabajadora y empeñadas en hacer el bien. ¿Qué tanto cuesta reconocer la santidad y la maldad? Debemos ser más abiertos y no simplificar la realidad. Por lo demás, yo también siento cierta pena por el mayordomo y su familia.