Juan B. Juárez
El 2007 fue para Rafael Ortiz un magnífico año: expuso en una galería de La Antigua Guatemala y obtuvo premios en los certámenes de La Paz y Arturo Martínez, ambos de nivel nacional. Esta aceptación y estos reconocimientos vinieron a confirmar un logro aún más importante y significativo: el encuentro con su propio estilo y su propio universo pictórico.
Rafa no es un artista joven. Lleva ya casi 30 años de luchar con el oficio y con unas ideas que parecían dispersarse al contacto con su pincel, como evadiendo sus intentos de volverlas temas artísticos. Por eso me alegré cuando, hace pocos años, percibí que sus ambiciones cósmicas por fin se asentaban en la tierra y le señalaban un camino bordeado de sugerencias temáticas, cromáticas y formales, pero que tenía que recorrer sin prisas ni ansiedades, trabajosamente, con disciplina y humildad.
Desde entonces, hace unos cinco años, y en esa dirección, la pintura de Rafa Ortiz no ha dejado de avanzar, consolidando sus indudables habilidades técnicas y defniendo las formas que le dan sentido a su producción pictórica, ahora sí decididamente artística, y que aparecen rubricadas con la originalidad de un estilo propio, maduro y seguro de sí mismo.
La lenta y hasta cierto punto tardía maduración artística de Rafa Ortiz nos permite ver, por otro lado, el sutil proceso de la «formación» de un estilo propio. En su caso ?y quizá en general? la propiedad del estilo deviene del despojamiento y la eliminación de lo que en uno es ajeno, hasta el punto que lo que se haga o se diga surga con naturalidad desde el fondo de una soledad existencial como potente expresión del ser uno, como un gesto libre y autónomo que se agrega o se opone al movimiento del mundo real. Como el arte es un lenguaje que se vive como tradición, el problema de la propiedad del estilo no tiene nada que ver con el papel que juegan las influencias sino, en todo caso, con la manera de absorber y apropiarse del lenguaje artístico de la tradición y de responder deliberadamente conjuntamente con él a las solicitudes que plantea un mundo en proceso de cambio y (trans)formación.
En el prolongado inicio de Rafa Ortiz, el aparente obstáculo era la disgregación de las ideas y las formas que no encontraban en su imaginación ninguna estabilidad y continuidad que le permitiera aprehenderlas y, por así decirlo, fijarlas definitivamente en el lienzo. Su madurez estilística aconteció precisamente con el reconocimiento de la naturaleza disgregada y discontinua de las formas que intuía. En este punto habría que declarar que su orientación ?o desorientación? como artista y como ser humano no es realista, sino imaginativa, intelectual, de análisis y síntesis. Su pintura, en efecto, es de estirpe filosófica y poética, hecha de intuiciones fragmentarias con las que «compone» un extraño paisaje imaginario, con algo de poema y de visión metafísica.
El tema de fondo de su pintura, como ya quedó dicho, lo constituye la disgregación y discontinuidad de las formas, lo que involucra como trasfondo de sus cuadros a la misteriosa dimensión temporal en la que precisamente acontece la fugaz unidad formal y la permanente disociación del mundo y de la conciencia. Hay en sus misteriosos paisajes vestigios y rastros de un pasado histórico que pasan lentos como los sueños profundos que transcurren en el inconscientes o como las nubes densas que, en esencia, no alteran el vacío azul y permanente del cielo, pero que en los cuadros de Rafa Ortiz se duelen del olvido y exigen en la realidad presente.