En la víspera de la visita a Francia del papa Benedicto XVI, el secretario de Estado del Vaticano, cardenal Tarcisio Bertone, declaró a la AFP que el «laicismo positivo niega la intolerancia o la hostilidad».
«Nadie debe ser obligado a creer y nadie debe ser impedido de creer», escribió el número dos del Vaticano en reacción al concepto de «laicismo positivo» planteado por el presidente francés, el conservador Nicolas Sarkozy en un discurso ofrecido a fines de 2007 en Roma.
Estos son los principales pasajes de esta declaración, originalmente en francés, consagrada en lo esencial a las relaciones entre Iglesia y Estado y a los lazos particulares entre Francia y la Santa Sede.
Sobre la Iglesia y el laicismo positivo, el cardenal Bertone dice que «la Iglesia (…) puede hacer conocer su opinión sobre tal o cual aspecto de la legislación de un país, si se evidencia que se aleja de la ley natural o del bien común. Al mismo tiempo debe respetar y ser respetado. Respetar no significa hacer pactos o ser indiferente, sino mirar con atención e incluso admiración, al mismo tiempo que se conserva la libertad de hacer saber lo que debe ser rectificado o modificado».
Agrega que «la laicidad positiva rechaza la intolerancia o la hostilidad; respeta, anima y busca engrandecer al otro para llevarlo a superarse y a dar lo mejor de sí. Nadie debe estar obligado a creer, pues Dios quiere la adhesión de un hombre libre; nadie debe ser impedido de creer, pues la profesión y el ejercicio de la fe hacen parte de los derechos imprescriptibles del hombre».
Sobre las relaciones entre la Iglesia y el Estado, Bertone indica que «me parece que se debe tener en cuenta la enseñanza del evangelio «dar al Cesar lo que es del César y a Dios lo que es de Dios». Las competencias propias de la Iglesia y del Estado no deben confundirse ni ignorarse, pero deben actuar de manera armoniosa y complementaria, cada quien en su campo específico, para trabajar por la felicidad del hombre (…).
«El Estado asegura, por las leyes y la regulación de la vida social, una felicidad terrestre legítima y necesaria. La Iglesia explica, por la presentación de la ley divina, el anuncio del Evangelio y la vida de los sacramentos, las condiciones de felicidad eterna (…). Las leyes del Estado valen para todos, el llamado de Dios vale para todos (…) la Iglesia y el Estado trabajan por el bien de la misma persona humana. Por eso, como lo dice el Concilio Vaticano II, una «sana colaboración» es siempre preferible».
Sobre la Iglesia en Francia y sus relaciones con Roma, Bertone escribe que «se sabe que la Iglesia se implantó desde hace tiempo en el territorio de su país (Francia). Algunas tradiciones dignas de fe hablan de la llegada de contemporáneos de Jesús desde el primer siglo a la región de Provenza (sur)».
«La difusión del cristianismo continúa a lo largo de los siglos y (…) los reyes francos, como Pipino el Breve, socorrieron a la Iglesia romana a mediados del siglo VIII y apoyaron la fundación de los «Estados de la Iglesia». La historia nos enseña entonces que esta colaboración -¡caracterizada por las vicisitudes inherentes a toda colaboración! – es secular y benéfica tanto para la Iglesia como para el Estado, en el respeto de las competencias propias a cada uno. (…) El poder es ejercido por hombres y para hombres. Es un principio que debe regir cualquier ejercicio del «laicismo»».