Yo atribuyo a que las elecciones para Presidente en un país son fiestas cívicas por los momentos de esperanza que ofrecen. Son celebraciones, incluso aquí en Guatemala donde elegir es elegirse y condenarse a la vez. Son un festival de ilusión donde el alma se autoengaña con el afán de buscar en lo absurdo lo que en el fondo se sabe inexistente.
Pero así es la vida. Uno necesita de los domingos (del sábado o del viernes, según la religión que se profese) para respirar.
Las elecciones son los carnavales paganos, cada cuatro años en nuestro caso, para sentirse parte de una comunidad. Son el momento para experimentar la dicha de ser miembro de una nación y recobrar la valía, perdida, a través de eso que llaman “el poder del voto”.
El día de las elecciones fantaseamos, nos sentimos omnipotentes y salvadores de los males del país. Tenemos la convicción de que nuestro voto castigará al candidato perverso y dará el poder a nuestro favorito. Nos sentimos importantes, creemos que a los competidores los tenemos de rodillas, suplicantes, aclamando nuestra bendición. Y ese día, cuando votamos, vamos orondos a celebrar el rito milagroso.
Es bonito, como cualquier fantasía idílica. Lo duro es despertar y sabernos idiotas, utilizados y reincidentes. Entonces sufrimos, lloramos, pataleamos. Algunos continúan con su mentira y gritan al mundo entero que ellos no participaron en el juego, que siempre han sospechado de las elecciones y que son demasiado inteligentes para concurrir a la liturgia cívica. Pero saben en el fondo que también ellos fueron parte de la fiesta, lo sabe la familia y a veces los vecinos.
No hay opción, es el juego que nos toca jugar. Renunciar es aceptar ser paria, un perro sarnoso desubicado y perdido. Ahora no sé qué duele más, asistir a las fiestas mintiéndonos y tomándonos el pelo o ser una ovejita perdida, rebelde y díscola. Cada uno tiene que elegir en el juego cruel en el que el buen Dios nos puso. Por suerte, las elecciones para Presidente no son el peor juego de la vida, hay otros peores.
Lo cierto es que si elegir cada cuatro años es un evento de trascendencia limitada y rayano con lo absurdo, es aún peor que no nos dejen jugar. Es más horroroso cuando el tirano se entroniza y prohíbe el juego democrático “civilizatorio” y “posmoderno”. Tanto o peor como cuando los políticos dan a entender que el evento es solo un juego porque ya se sabe cómo termina. Es el caso de la frustración que viven los nicaragüenses, por ejemplo, que no quieren jugar porque saben que el juego no es un juego.
Como puede ver, la vida puede presentarnos escenarios más perversos. Nosotros todavía estamos en esa etapa juguetona, como los gringos ahora.