Ayer, 27 de abril, se cumplieron 70 años de la muerte del filósofo italiano Antonio Gramsci. Seis días antes había adquirido la plena libertad, luego de ser encarcelado en 1926. El gobierno de Mussolini temía sus ideas. Lo acusó de actividad conspirativa y que «por veinte años debían impedir a ese cerebro funcionar». Gramsci reaccionó a la detención por medio del estudio y la elaboración de reflexiones políticas, filosóficas e históricas
Como un homenaje a su memoria, bien podemos preguntarnos con él sobre la labor que deben cumplir los intelectuales. En el caso de quienes nos atrevemos a escribir en un diario, tenemos la obligación de cuestionarnos por qué tendemos a creernos investidos de autoridad. Es más, ¿por qué un grupo de columnistas nos auto asignamos la misión de resguardar los valores de la sociedad o señalar sus faltas?
Para Gramsci, todos los hombres son intelectuales, al considerar que «no hay actividad humana de la cual se pueda excluir de toda intervención intelectual». De ahí que «no se puede separar al homo faber del homo sapiens», pues, con independencia de su profesión específica, cada quien es a su modo «un filosofo, un artista, un hombre de gusto, participa de una concepción del mundo, tiene una consciente línea moral», pero no todos los hombres tienen en la sociedad la función de intelectuales. El «intelectual tradicional» es el literato, el filósofo, el artista, si bien advierte Gramsci, «los periodistas, que retienen ser literatos, filósofos, artistas, retienen también ser los verdaderos intelectuales».
En la actualidad, los medios masivos de comunicación son utilizados más para operaciones alienantes, por lo que es difícil que se conviertan en tribunas para ejercer la crítica. El intelectual se convierte en un francotirador si logra resistirse a las presiones del poder y la verdad de su palabra no depende del medio en que se exprese. Un intelectual crítico, nos enseña Gramsci, puede transformar un espacio de difusión pública, aunque parezca muy limitado.
Si se logra cuestionar al sistema, la función del intelectual es poner al descubierto la necesidad de emancipación mental del pueblo, apartándose de la complicidad de profesionales y aventureros que opinan con desenfado para lograr la conformidad con el estado de cosas. Ese es el desafío y el compromiso de atreverse a opinar públicamente: no ser cómplices de las cotidianas imposiciones del discurso hegemónico.