Ayer en el Congreso la diputada Nineth Montenegro hizo un ejercicio para cuantificar el costo que para el país ha tenido la corrupción en el transcurso de estos cuatro años, y ella sostiene que pasa de los 25 mil millones de quetzales. Su estimación es que anualmente el Estado pierde más de 6 mil millones por contratos onerosos que no se fiscalizan y que se manejan de manera irregular mediante fideicomisos, contratos con ONG, con entidades internacionales o simplemente mediante sobrevaloración de obras, bienes y servicios.
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Yo recuerdo cuando, tras el terremoto de 1976, fuimos con el ingeniero Roberto Mosquera a la ciudad de New Orleans, en Estados Unidos, porque la Municipalidad de allá quería ayudar a la de Guatemala y nos topamos con que en el fondo todo era un negocio organizado por un comerciante de allá que pretendía vender equipo pesado. Y después de la rabia que nos dio haber caído de pendejos perdiendo valioso tiempo en la etapa más dura de la reconstrucción, nos reíamos de recordar el cinismo del tipo cuando nos hacía sus ofrecimientos y siempre agregaba “más el módico diez por ciento que es mi comisiónâ€.
Pensando en ese concepto, de un “módico diez por cientoâ€, la cifra de Nineth no debe andar lejos, porque aquí cobran hasta por nombrar a un empleado o funcionario, no digamos para contratos más jugosos. Pero hay que agregar que la corrupción en Guatemala no se produce únicamente por las mordidas que se dan a funcionarios, sino también debe incluirse la evasión del contrabando y el robo del IVA, actos que se tienen que sumar por fuerza a la hora de hacer un estado de cuentas de lo que significa la corrupción como freno para el desarrollo del país.
Ciertamente los funcionarios públicos incurren en una grave responsabilidad porque se les paga para que sirvan al pueblo y además de cobrar, se huevean los recursos para volverse millonarios y reparten el dinero del erario entre los financistas que les ayudaron a llegar al poder. El caso es que a un Estado como el de Guatemala, al que le cuesta tanto recaudar dinero para atender las necesidades, le significa mucho el drenaje de la corrupción en cifras que realmente cuesta mucho afinar, pero que indudablemente son escandalosas. No conozco la existencia de algún instrumento efectivo para medir el monto de la corrupción porque por su misma naturaleza siempre se borran huellas y se oculta la información de precios reales y ningún pendejo dirá nunca cuánto de un contrato se va en mordidas. Pero no cabe la menor duda que es un catizumbal de pisto y que uno de los temas fundamentales del debate político tendría que ser qué jocotes van a hacer los candidatos en caso de resultar electos en el combate a ese flagelo obvio y evidente.
Es importante saber qué harán para contener el saqueo y para castigar a los pícaros, tanto de su propia gestión como de gobiernos anteriores porque no se puede asumir una postura de borrón y cuenta nueva ya que ello es como otorgar licencia para robar. Si no hay drásticos precedentes, si no se asumen posturas enérgicas de intransigencia ante la corrupción, olvidémonos de la idea de que se pueda emprender un cambio serio e importante en el país.
No olvidemos que la corrupción no se da únicamente en la inversión del Estado sino también en los gastos de funcionamiento, por lo que el concepto del “módico diez por cientoâ€, que del terremoto del 76 para acá ha quedado muy trasnochado, puede considerarse como un fiel reflejo de lo que se dilapida de los recursos públicos en contratos y negocios sucios que se hacen a la sombra del Estado. Y a eso súmele otra “módica†suma por lo que se peinan en evasión los otros y así es como entendemos por qué hemos hecho de nuestros trabajadores nuestro principal producto de exportación.