El proyecto literario que compartí con Luis
Fui testigo de la hechura de la única novela de Luis de Lión, El tiempo principia en Xibalbá, de la misma manera en que él atestiguó cómo escribía yo Obraje, la primera de las mías.
Ambos habíamos decidido hacer dos narraciones circulares o esféricas, una que expresara las problemáticas indígenas y otra que hurgara en las ladinas, según ambas nos concernían a Luis y a mí. (1) Las escribimos al mismo tiempo. La mía ganó el primer lugar en el Premio Centroamericano y del Caribe de Novela de 1971, en Quetzaltenango, y la de Luis obtuvo el segundo lugar en 1972 (el primero fue declarado desierto). Ambos desechamos nuestras novelas porque creímos en las descalificadoras críticas que nos hicieron algunos “amigos” de entonces. Una versión primeriza de la de Luis se publicó en Guatemala en 1985, un año después de su secuestro y desaparición forzada por parte del Ejército Nacional, y luego, en 1997, apareció la versión que recogía su última corrección del original. Mi novela -cuyo manuscrito estuvo perdido durante 23 años debido a las vicisitudes de la lucha armada- vio la luz en México en el 2010.
De Luis fue la feliz idea de “matar a Miguel Ángel Asturias” leyéndolo más y de mejor manera, a fin de comprender su inmenso aporte -ya aplastante e inmovilizador para entonces (1972)-, a fin de no imitarlo sino, por el contrario, partir de lo que había logrado para hacer algo distinto y honrarlo así de manera consecuente. De él fue la idea, pero a mí me tocó escribir la especie de manifiesto generacional que se tituló precisamente “Matemos a Miguel Ángel Asturias” y que causó un revuelo tal, que todavía sigue provocando controversias.
A Luis le interesaba hallar una expresión personal que diera cuenta del mundo indígena que él conocía por experiencia vital, sin caer en los hipnóticos artificios vanguardistas de Asturias. Una clave la encontró en José María Arguedas, otra en el Agustín Yáñez de Al filo del agua y otra en Rulfo. Con estas armas pudo asumir la influencia de Asturias sin pena ni culpa, aunque cuando terminó su novela me confesó sonriendo con picardía: “No pude, vos. El viejo (Asturias) se me coló por todos lados, junto con el Popol Vuh.”
Las frases de Luis eran hondas en medio de su aparente superficialidad jocosa. Una vez me dijo: “Yo supe que era indio hasta que bajé a la Antigua; antes era persona”. Y cuando le mostré unos relatos míos, escritos según las estéticas del realismo mágico y con personajes indígenas, se me quedó viendo con su sonrisa de siempre y murmuró: “Están bonitos, vos, pero mejor dedicate a tus ladinos y dejame los indios a mí”. Otra vez, le cité una frase de Cardoza según la cual “El perro es el indio del indio”, y Luis, como impulsado por un resorte, exclamó: “No es el chucho, vos. Es la mujer”. (2) ¿Cómo no hacerle caso en cuanto a aquello de “dejarle los indios a él”, si su experiencia vital lo autorizaba a escribir sobre ese mundo lacerado por la explotación económica y la opresión cultural? Sin embargo, el problema que enfrentábamos los dos era que ni los indios ni los ladinos constituían mundos aparte sino, muy por el contrario, universos interconectados y articulados de miles de maneras híbridas y mestizas que, a pesar de no borrar las diferencias ni las discriminaciones, nos hacían compartir realidades económicas, culturales y políticas, las cuales, tanto en su caso como en el mío, convergieron en la juvenil militancia idealista de izquierda para cambiar el país y solucionar sus problemas.
Fue en este marco cultural y político que Luis y yo quisimos pintar la ruralidad guatemalteca ya tocada de lleno por la modernidad, pero que retenía las mentalidades premodernas con las que la población asumía las novedades de una nueva era que no acababa de desplazar el pasado a pesar de sus insistentes prédicas futuristas. Él lo quiso hacer reinventando su pueblo desde la perspectiva de un indio. Y yo, reinventando el mío desde la de un ladino. Ambos tratamos de escribir lo que entonces entendíamos como “antinovelas”, es decir, narraciones estructuralmente dislocadas y enunciadas “desde dentro” del entorno social que abordaban y con las voces mismas de los protagonistas. Los dos intentamos hacer narraciones “esféricas” y no lineales, porque concebíamos que lo concreto no empieza ni termina, sino sólo se mueve. La plena modernización de la novela guatemalteca culminaría en la segunda mitad de los setenta, pero el proceso empezó con estas dos obritas.
Cuando pienso en la monumentalidad de Al filo del agua y en el corto aliento de las novelitas que hicimos Luis y yo bajo su influjo, y en que Carlos Fuentes había publicado La región más transparente en 1958 pero que no fue sino hasta la segunda mitad de los años setenta que pudimos asimilar el aporte del Boom y escribir novelas estéticamente independizadas de la influencia de Asturias y contemporáneas de la literatura del resto del mundo, me doy cuenta de las frustrantes consecuencias del aplastante peso del aislacionismo cultural que los regímenes oligárquico-militares han impuesto en mi país y de la ingrata cuanto necesaria tarea que tuvimos que asumir: poner al día una literatura rezagada.
LAS CLAVES DE SU NOVELA
Luis repitió muchas veces que él había descubierto que era indio cuando bajo a la Antigua desde su aldea San Juan del Obispo. Decía que mientras vivió su niñez en la aldea, esa pertenencia étnica, tanto más dolorosa cuanto más incursionaba en el mundo ladino, no existió para él como diferenciada, pues el polo de comparación tampoco existía en su imaginario. En su novela, Luis expresa el trauma de la ladinización como un dejar de ser indio ante los indios y un no poder dejar de ser indio ante los ladinos. Se trata de un limbo, una tierra de nadie parecida a la del ladino colonial la que pisa el indio ladinizado: una crisis de identidad que se disuelve en el alcoholismo y la violencia. Con este tema, se lanzó a construir una novela que le debe a la tradición literaria latinoamericana mucho de su originalidad: de Rulfo interiorizó cierta visión fragmentaria de la intemporalidad ficcional; de Yáñez, el muestreo en estampas; de García Márquez los tonos nostálgicos al describir la vida rural; de Flavio Herrera, el tremendismo sexual; de Asturias, los momentos mágicos; y de Arguedas, la posición de mestizo conflictuado, escindido desde la que narra su historia.
El libro alcanza su clímax cuando un indio que se ha robado la estatua de la Virgen de Concepción, se desnuda y empieza a violarla. En el acto mismo, en las tribulaciones del violador y en la llegada de todos los demás a su casa, así como en la actitud cínica y desenfadada de la Virgen -quien, luego de condescender de buen grado a hacer el amor y ser calificada de puta por el autor y por los personajes, les advierte a los indios que no esperen similares favores para todos-, se expresa el conflicto de la aculturación: el sentimiento de inferioridad ante al conquistador y ante el criollo y el ladino: ante sus deidades y sus símbolos de poder, ante el ideal de belleza eurocéntrico que el indio no percibe como criollo sino como ladino. Pero a pesar de todo, es un indio el que logra poseer a la Virgen -la única ladina del pueblo, según el autor-; es uno el indio que logra cumplir el sueño colectivo de hacer suya la otredad ansiada, el espejismo del esclavo ante el amo (ser como éste para oprimir a otros como el amo lo oprime a él). Ciegos, no son los hombres quienes perciben el problema, sino las mujeres. (3)
La obtención de la ladina es el ideal imposible cumplido con dolor. Pues la ladina (o criolla) representa para el indio un ideal opresivo, humillante, destructivo, autonegatorio y sin embargo deseable. Aquí, en la denuncia de esta mentalidad acomplejada brota la crítica y la autocrítica indias (no “mayas”) de Luis de Lión, quien asumió la indianidad trastocando su sentido despectivo y dotándola de una dignidad y un orgullo rebeldes que fueron desconstructivos tanto de la ladinidad como de sí misma. En sus últimos años, Luis escribió poemas en los que el mismo problema quedó plasmado en un lenguaje menos desgarrado y más conciliado con su transculturación, su mestizaje y su hibridación cultural. Por ejemplo, el dedicado a Brigitte Bardot. (4)
El acto de asumir la “occidentalidad” inevitable, así como la indianidad conflictiva, es lo que Luis elabora literariamente. Su expresión es anterior a los planteos posmodernos de un ingreso de los indígenas en la modernidad conservando una recién construida identidad “maya.” Su obra constituye la expresión del desgarramiento que algunos indígenas han suturado ilusoriamente con su incursión en el mercado de la solidaridad internacional, promovida por las potencias colonizadoras que él combatió sistemáticamente desde su militancia de izquierda.
La negación del “otro” como recurso de autoafirmación constituye el mecanismo-eje del conflictivo mestizaje guatemalteco: la negación del indio que todo ladino lleva dentro (por razones originarias, coloniales, de mestizaje) y la negación del ladino que todo indio aborrece pero que tiene de modelo impuesto por la colonización, la explotación capitalista y la opresión cultural moderna, es una negación inútil. Ni los indios ni los ladinos quieren asumir que el “otro” habita en ellos mismos, y que el malestar de la cultura mestiza (indioladina) radica en la infructuosa negación de su incorporada “otredad”.
Luis planteó ese conflicto desde una perspectiva del indio. Los ladinos deben hacerlo también, asumiendo que si aborrecen al indio es porque quieren negar que, como en el cuento de Francisco Méndez, un “indito” hace sonar una sonaja en su corazón y lo anima.(5) Se evitaría así otra reacción ladina que es cara de la misma medalla: la de la autonegación expiatoria y el autodenigramiento culposo para ensalzar artificiosamente al indígena, especialmente visible en la progresía políticamente correcta de intelectuales y artistas criollos y ladinos. He aquí, para su pesar, una novela que corre de adelante hacia atrás, como metáfora de la involución que su autor percibía en nuestra modernidad colonizada. No hay en ella nada de folclorismos idealizadores ni de ofrecimientos de “buen salvaje”, sino una visión de primera mano -y desde la indianidad- de nuestro mestizaje conflictivo.
La ladinidad primero y la “occidentalidad” después han sido los espejismos que los indígenas han ansiado y han odiado porque a la vez se les ofrecen y se les niegan. Y la identificación que la explotación ha hecho del indio con el atraso y la miseria, es lo que rechaza el ladino porque amenaza su sentido de bienestar. Sin llegar a proponer el absurdo ideal del melting pot, asumamos que el “otro” habita en nosotros y que es parte constitutiva nuestra, dado el intenso mestizaje biológico y cultural de los últimos cinco siglos. A partir de allí, podemos establecer diferencias mestizadas y crear una normativa para que las mismas sean respetadas por unos y por otros. Pero la fórmula inversa, es decir, establecer diferencias esencializadas para profundizar más la negación infructuosa del “otro”, eso solamente expresa que se está actualizando un viejo problema: el del mestizaje conflictivo de origen colonial. Lo que necesitamos comprender todos a estas alturas es que el hecho de ser mestizos no nos hace iguales, sino individuos con diferencias mestizadas y articuladas de innumerables maneras, y que la tarea política que tenemos por delante es democratizar nuestra interculturalidad racista e interdiscriminatoria.(6)
El título de estas líneas es el mismo que Luis le dio a un artículo periodístico suyo en una conocida revista de los años setenta en la que escribíamos semanalmente varios amigos sobre un mismo tema. Esa vez el tema fue “El indio”, y Luis lo abordó desde esa condición, negada por los propios indígenas ladinizados y, ahora, también por los que se autodenominan “mayas”, con una dignidad que alcanza sus mejores cumbres cuando critica y autocritica las actitudes vergonzantes de quienes cobardemente intentan escamotear la propia condición étnica para identificarse y equipararse a los “otros”, sus alteregos, a la vez apetecidos y odiados. Luis siempre se autoidentificó como indio, y lo hacía sonriendo, sin la más mínima sumisión, orgulloso de no avergonzarse de sí mismo y sabiendo que era tan humano como cualquiera otro, a pesar de las desventajas económicas que su etnicidad le había deparado, al igual que a todos los suyos.
Es desde esta trinchera que se relaciona con el mundo y que escribe su novela, sus cuentos y poemas. Y es por esto que se labró un lugar indiscutido en la historia de la literatura hispanoamericana. Es también por esto que quienes lo conocimos y fuimos sus amigos, lo reconocemos como un hombre cabal y un escritor sincero.
LA IMPORTANCIA LITERARIA Y ANTROPOLÓGICA DE SU NOVELA
El tiempo principia en Xibalbá es un libro primerizo en el género novelesco y no una obra de madurez ni mucho menos. Esto lo entendía Luis, y por eso nunca publicó la novela. No quería que fuera leída como una obra primitivista, al estilo de las pinturas decorativas que para turistas y antropólogos enamorados de su objeto de estudio hacen los masificados artistas “étnicos”. Él quería madurar su expresión y expandirla, tanto en hondura de contenido como en rigor formal. Pero en el camino dejó de interesarle la novela como género porque descubrió la poesía. La última vez que lo vi, a principios de 1982, así me lo dijo: “Todos queríamos ser novelistas porque soñábamos con ser como Asturias y como el Boom, y nos olvidamos de que con la poesía podemos expresarlo todo sin tener que contárselo a nadie”. Luis echaba así por la borda toda la preocupación técnica que implicaba la novela en aquellos años (cuando se recurría a la experimentación posvanguardista para expresar la diversidad cultural), y se entregaba a su propia subjetividad mediante versos que lo han inmortalizado como el hombre maduro que era cuando los asesinos le tocaron el hombro en 1984.
Las razones por las que su novela ha captado la atención de tanta gente, dentro y fuera de Guatemala, se debe a varias razones. Las menos importantes tienen que ver con la moda “maya” instaurada por la cooperación internacional y por lingüistas y antropólogos estadounidenses imbuidos de acción afirmativa, Identity Politics, ansias de intermediación y corrección política. Esta última es resultado de la mezcla del conductismo y el puritanismo que animan la cultura de la mayoría silenciosa de la que suele provenir gran parte del profesorado que culposamente se acerca al “subalterno” como objeto de estudio, a favor del cual se siente compelido a interceder para aplacar su insoportable mala conciencia.
Las razones importantes por las cuales El tiempo principia en Xibalbá interesa a tanta gente, tienen que ver con la definida posición identitaria de su autor a la hora de fijar su punto de vista para escribir una alegoría autodesconstructiva de la condición colonial del indio en la modernidad hispanoamericana. Me parece que éste es el núcleo crítico que ubica a esta novela como imprescindible en nuestra historia literaria, a pesar de su naturaleza primeriza y juvenil. Es un diamante insuficientemente pulido pero primorosamente cortado hasta el hueso, con todo el dolor que eso implicaba. Luis no idealiza al indio. Al contrario, lo ve como un sujeto insuficiente, estático en el tiempo e incluso involutivo. Y se rebela contra eso siendo duro con los suyos y consigo mismo; riéndose amargamente de la propia condición para despertar la conciencia colectiva, no para victimizarse ni provocar empatías paternalistas ni para escalar en un mundo que él puede ver claramente como lo que es: el mundo del poder que se le ofrece y a la vez se le niega (como la Virgen de Concepción, quien era una puta ladina parecida a una imagen criolla de la Madre de Dios, siempre coqueta, perturbando a la indiada desde un altar de la iglesia en la aldea).
Luis era demasiado digno como para incurrir en el victimismo o algo parecido. Doy plena fe de ello. Por eso es que resulta insufrible que se lo tilde de “maya” o que se diga que escribió en español porque no pudo escribir en cachiquel, y otras tonterías políticamente correctas por el estilo. Luis amaba el idioma castellano, lo estudiaba, lo pulía, se lo enseñaba a sus alumnos. Y conocía la tradición literaria escrita en ese idioma, que era el suyo porque no hablaba ni una palabra de cachiquel. “Mi mamá nunca me lo quiso enseñar”, me dijo una vez, “porque quería que yo me defendiera en el mundo ladino”. Y vaya si se defendió.
Lejos de intentar una interpretación exhaustiva de la novela y de su autor, estas líneas han querido sólo enfatizar en puntos que resultan imprescindibles para comprenderlos a ambos. Puntos que a menudo se soslayan idealizando la condición étnica del autor y su obra como partes de una otredad esencial que él habría repudiado. Lejos de esto, El tiempo principia en Xibalbá es una interpretación del mestizaje guatemalteco desde la condición étnica de un indio ladinizado que desmitifica estereotipos de un lado y del otro, y que por ello se funda como una voz de autoridad crítica que les habla a los mestizos, no importa si son criollos, indios, negros, mulatos, “mayas” o ladinos.
NOTAS
(1) “Ladino” es una deformación de “latino”. Se usó en España para nombrar a los judíos conversos después de la Reconquista porque se consideró que la conversión implicaba asumir la religión de la latinidad y un idioma latino: el castellano. De aquí que los primero indios convertidos al cristianismos fueran llamados “indios ladinos” (o latinizados) por los españoles. Para el siglo XVIII, en Guatemala, ladina era toda persona que no se identificara como indio, y esto incluía a los negros. Es decir, se volvió un término genérico para nombrar a cualquiera que no quisiera ser identificado como siervo ligado a la tierra (indio) aunque étnica y fenotípicamente lo fuera. En la actualidad, la palabra se sigue usando en Guatemala y el sur de México para identificar a quienes no son indígenas.
(2) Luis hablaba de los indígenas en general, pues cualquiera que lo conoció puede dar fe de que esta fórmula no se le podía aplicar a él en lo personal.
(3) “Yo me he fijado en eso: en la ciudá los hombres de aquí buscan en las ladinas la cara de la Virgen, aquí buscan en la Virgen la cara de las ladinas. Por eso la Virgen es la Reina y ellas la Niña tal y la Seño tal. En cambio, nosotros somos la Juana, la Concha, la Venancia. ¡Las gallinas del patio!”
(4) “Brigitte Bardot / yo venía de un pueblo donde no había cine / y sus mujeres eran catedrales. / Mis ojos sólo conocían los troncos de los árboles / y nunca habían visto un muslo. / Los senos no tenía nada de erotismo, / eran frutas llenas de jugo para los labios de los niños. / (…) Los vientres eran surcos para reproducir la vida (…) / Pero Dios / creó en París una mujer / y la exportó envuelta en celuloide. / Eras Nuestra Señora. Mi Señora. / Pero sobre todo, eras la Revolución Francesa. / Tus piernas eran dos cañones de amor / que disparaban a mis ojos y sacudían mis tímpanos. / Brigitte Bardot, / yo intenté resistencia, / pero tu fuego era demasiado. / La aldea que yo traía en la cabeza / fue tomada por asalto y arrasada. / Y tuve que abrirte mi corazón / y luego alzar los brazos.”
(5) En la tradición oral indígena de Guatemala, existe una leyenda según la cual el Tzitzimite o Sombrerón es un duende que habita en el corazón de las personas y que agita perenemente una sonaja o chinchín para hacer latir al órgano que nos mantiene vivos. En su libro Transmundo, el cuentista guatemalteco Francisco Méndez (1907-1962 ) recrea esta leyenda poniendo en boca de un narrador indígena la idea de que así como todo indio tiene su tzitzimite, igualmente todo ladino tiene su indio acurrucado en el corazón. Este “indito” agita su chinchín para hacer palpitar el corazón ladino. Es inútil, pues, para éste, negar al indio que lleva dentro, pues es él quien le da la vida. A su vez, cada tzitzimite tiene otro tzitzimite , más pequeño, en su corazón. Y así, hasta el infinito. Esta quizá sea la más lograda metáfora del mestizaje guatemalteco.
(6) Para una teoría del mestizaje diferenciado, ver mi libro La articulación de las diferencias o El síndrome de Maximón. Guatemala: Consucultura, 2008. Tercera edición aumentada.
Heredia (Costa Rica), 20 de abril del 2011.