En todos los tiempos, los humanos hemos buscado la armonía social y seguiremos luchando por alcanzarla porque su ausencia nos hace vivir en la incertidumbre.
De acuerdo con Daniel Dana (en su obra Cómo pasar del conflicto al acuerdo), el deseo de tener paz es una experiencia puramente emocional, una necesidad sentida. En el plano estrictamente racional y carente de emociones, el interés en lograr las soluciones que preferimos, en hacer nuestra voluntad, también está presente durante las discusiones. Pero, como rara vez podemos conseguir la paz y la solución que preferimos, es necesario transigir y sacrificar parte de nuestros intereses racionales y emocionales (en función del bien común).
Con tal de alcanzar la armonía social hemos sido capaces, como especie, de hacer cualquier cosa: la guerra, la paz, los pactos, las amnistías, las elecciones, los partidos, las promesas, los juramentos, las oraciones, incluso, nos adherimos a ideologías eclécticas, extremistas e incoloras, pero aun así la armonía social se escurre de nuestras manos.
Cuando se examina la historia, se cae en la cuenta que los humanos de centro son los que más han acercado a sus congéneres la armonía social. No es que las extremas no contribuyan a la armonía social, al contrario, su aporte hace andar la rueda de la historia, para luego volverse a establecer un equilibrio dinámico entre el pasado que se aleja y el futuro que se vislumbra. Es ahí donde el hombre y la mujer de centro entran a jugar su papel, el cual consiste en aprovechar los aportes revolucionarios y conciliarlos con los frenos reaccionarios para que la espiral de la historia no retroceda.
Es por ello refrescante deleitarse con los siguientes consejos de Confucio: Si hubiera quien prometiese al pueblo grandes favores y únicamente le preocupase conseguir la felicidad de todos los hombres, ¿qué opinión podría merecernos? ¿Le consideraríamos bueno? Creo que sería injusto llamarle bueno, ya que resultaría divino. El hombre bueno se robustece y después robustece a los demás; explora con sus propios medios la razón de las cosas, y, en su momento, se las hace saber a todos los hombres. Estimar que todos los hombres son iguales, no hacer a los demás lo que no quisiéramos que nos hicieran a nosotros mismos, esta es la regla primera para obtener la virtud, cuyo objeto es seguir sin desánimo en el centro, siendo esa la máxima virtud y resumen de todas las demás. La conducta del hombre de centro es como el agua; carece de sabor, pero a todos complace; carece de color, pero es bella y cautivadora; carece de forma, pero se adapta con sencillez y orden a las más variadas figuras.
Como diría Confucio, pocos son los humanos que consiguen mantenerse en el centro, sin embargo, dado que la humanidad se encuentra encallejonada y desgarrada por milenios de confrontación causados por una inmadura canalización de la competencia y la cooperación, valdría la pena intentar un equilibrio racional y moral que atenúe la ira flotante o irritabilidad que permanece oculta bajo la superficie de las aguas compartidas (por la humanidad a nivel global), como una mina (esperando) el paso de una embarcación enemiga.