El hombre que doblegó a un imperio


El 31 de enero de 1948 en las cercaní­as de Delhi una multitud se congregaba frente a una pira funeraria enriquecida con leños de madera de sándalo y regada con incienso. Con la cabeza viendo hacia el norte como murió Budha estaba el cuerpo de Mohandas Karamchand Gandhi, el Mahatma, todaví­a recubierto con guirnaldas y emanando aroma de flores.

Doctor Mario Castejón

El dí­a 30 de enero, la ví­spera, un joven extremista desenfundando un arma habí­a matado al lí­der de la India frente a sus discí­pulos y ante la consternación del mundo. A las 4:45 de la tarde su hijo Ramdas encendió la pira funeraria y entre las llamas y el humo que se levantaba la multitud prorrumpió en llanto, millones de hombres, mujeres y niños que habí­an acompañado su cuerpo a lo largo del Rí­o Jumna. Unas horas antes el Secretario de Estado George Marshall dijo que habí­a muerto la conciencia de la humanidad.

Habí­a nacido en Porbandar una provincia del occidente de India hací­a 79 años. Su padre era Ministro del Rajá del pequeño dominio de Rajcot. Su madre una mujer sin educación era ferviente devota del hinduismo y durante el «chaturnas» anual – una especie de cuaresma -comí­a frugalmente una sola vez por dí­a. Como era costumbre Mohandas Karamchand se casó a los 13 años con su novia Kasturbai una joven de su misma edad. Se lanzaron a la aventura del matrimonio sin saber nada de su consumación y su significado contando con las experiencias que pudieran tener de una reencarnación anterior.

Gandhi cayó en el ateí­smo ante su falta de respuesta a la existencia de un Ser Supremo. Luego adoptó el jainismo una Iglesia hindú reformada que proscribí­a matar cualquier ser viviente y hacia suyas las creencias del budismo. En la idea de hacerse abogado para heredar las tareas de su padre viajó a Inglaterra, en septiembre de 1888. Viviendo en Londres conoció el Antiguo y el Nuevo Testamento. El Sermón de la Montaña le influenció como decí­a «llegándole al corazón»: no resistir al mal ofreciendo la otra mejilla, no acumular tesoros sobre la tierra y saber perdonar al adversario, esas palabras de Jesucristo le llevaban al Bhagabad Gita el Libro Sagrado de los Hindúes centrado en Krishna, el Yogi del Karma perfecto, aquel que no envidia a nadie, que es fuente de piedad, que no siente egoí­smo, que recibe igual el frí­o y el calor, la felicidad y el dolor, que siempre perdona y cuyas decisiones son firmes, que no crea temor ni teme a los demás, que está libre de la exaltación, que es puro, que no se hincha con el elogio y que no se deprime cuando la gente habla mal de él.

Gandhi regresó a Rajkot en 1891 como Consejero del trono. Las intrigas palaciegas lo asquearon sumándose a esto que cuando denunció una injusticia fue sacado a empellones de la oficina de un comisionado británico. Aceptó ir a Sudáfrica como abogado de una firma local y al poco tiempo tení­a una exitosa práctica privada. Las injusticias volvieron a presentarse ante sus ojos cuando viajando en Maritzburg Natal, fue sacado del compartimiento de los europeos y al protestar fue echado del tren.

Organizó una Asamblea de hindúes en Pretoria en donde constantemente hablaba de la discriminación hacia el resto de la población y se opuso tenazmente a esa discriminación al encabezar la marcha del Transvaal enfrentando pací­ficamente al Gobierno Boer y estando en prisión tantas veces por esa y otras acciones durante más de 10 años en defensa de los desposeí­dos que llamó la atención de las autoridades británicas de la India, particularmente después de una de sus entrevistas con el Primer Ministro, el general boer Christian Smuts, con quien se reunió vistiendo el traje de prisionero y obtuvo una victoria. La libertad de movilización para los indios, el cobro abusivo de impuestos, la libertad religiosa y la discriminación en general ocuparon su tiempo más de diez años en Sudáfrica, ahí­ aprendió que su religión lo hací­a polí­tico y que su polí­tica era religiosa y por eso nunca pensó en aislarse sino en estar en contacto con la multitudes Para lograr sus propósitos concibió lo que llamó la Satyagraha que impulsaba una interacción con los adversarios en vistas a la reconciliación eliminando la violencia y los insultos, algo que el definí­a como» la fuerza del alma». (Continuará)