La Guerra de Independencia española contra Napoleón, cuyo bicentenario se celebra el viernes, abrió la puerta a las ansias de libertad en las colonias americanas que aprovecharon el momento de debilidad y las ideas liberales en boga para levantarse.
«La guerra de Independencia española (1808-1814) es la oportunidad» que necesitaban los independentistas americanos, explicó a la AFP el historiador español Miguel Artola, uno de los principales especialistas españoles en este periodo.
Una guerra contra los franceses que se inició con la revuelta del pueblo de Madrid el 2 de mayo de 1808 contra las tropas galas que ocupaban la capital, tras correrse la voz de que los franceses querían llevarse a los últimos miembros de la familia real que quedaban en la capital española.
El levantamiento de unos pocos centenares de madrileños, que se enfrentaron con lo que tenían a mano (cuchillos, tijeras, piedras…) a las tropas francesas, fue sofocado a sangre y fuego por los soldados del mariscal Murat, que ordenó también al día siguiente el fusilamiento de los implicados en el levantamiento en una ejecuciones plasmadas para la posteridad por Goya.
El 2 de mayo fue «una bronca que montan las gentes humildes y marginales de Madrid, que salen a la calle a pelear», afirma el escritor Arturo Pérez Reverte, autor de «Un día de cólera», en el que relata la revuelta que «fue el detonador» de la Guerra de Independencia, según Artola.
Una guerra en la que la lucha de guerrillas del pueblo español, apoyado por el ejército británico, se saldaría con la derrota del ejército de Napoleón, pero tras la cual también España regresaría al absolutismo, perdiendo la Constitución que redactaron en 1812 las Cortes reunidas en la ciudad de Cádiz (sur), lo que propició el desmoronamiento de un imperio.
«Además de ser la oportunidad, lo que los independentistas americanos tenían más próximo eran los trabajos de la Constitución de las Cortes de Cádiz, donde había una significativa representación de diputados americanos que mantenían su correspondencia con América» propagando las ideas liberales, recuerda Artola.
«Entonces empiezan a prosperar los movimientos independentistas en América», añadió.
Las élites criollas de las colonias, donde ya había descontentos en el ámbito económico, en el que las transacciones comerciales siempre beneficiaban a la metrópoli en perjuicio de las colonias, se pondrán al frente de una insurrección que detonan las revueltas de Sucre y La Paz en 1809.
El movimiento, que tiene muy presente el ejemplo de sus vecinos del norte medio siglo antes, se extendería a toda la geografía sudamericana, convirtiéndose en una guerra civil entre realistas e independentistas, mientras la metrópoli, inmersa en su propio conflicto, no podía intervenir.
Tras la guerra, el monarca absoluto Fernando VII no pensó en ningún momento en la negociación con las colonias y en 1815 envió a un ejército de 10.000 hombres y varios buques de guerra para tratar de contener a los independentistas, en contra de lo que ya advertía el escritor español Blanco White.
«Todos los que aman la unidad e integridad del imperio conocerán que el único medio de conservar las Américas unidas con España es no disponer de sus intereses sin su consentimiento», escribía el poeta, exiliado en Gran Bretaña.
La intransigencia de la colonia española afirma el deseo independentista y comienzan los recorridos de los dos libertadores: José de San Martín, que había luchado en la Guerra de Independencia española, parte desde el sur, y Simón Bolívar, que había conocido la Francia revolucionaria, inicia su periplo desde el norte.
En 1822 se reúnen los dos libertadores en Guayaquil, retirándose San Martín y dejando a Bolívar al mando de las tropas independentistas para dar el asalto al virreinato del Perú, último reducto continental fiel a España, que caería tras la batalla de Ayacucho, en 1824, marcando el ocaso del poder español en el continente.