Hace poco caminaba por la Avenida Independencia. Observando las arboledas escuché un hermoso coro de grillos y recordé esta «Urna del tiempo» que dice así: «Cuando en noches invernales un grillo canta desde una ventana o en la planta de una maceta, mi alma se colma de regocijo. Tiene el grillo al tocarnos «la única cuerda de su violín» tanto de umbría, de selva, de humedad, de paraje agreste de hierba. Además, si uno se ha adentrado en la cultura de los tiempos se asiste a la persistente y monótona armonía de ese canto que arrancó desde las épocas geológicas. Quizá ya estaba en el génesis, quizá adormeció los furores de los dinosaurios, quizá se escondió de los pterodáctilos en los helechos, quizá también saltó entre los hierbazales ante el paso del mamut. Y fue el primer canto verdadero selvático, del hombre primitivo. Es un insecto amigo, de los bienvenidos, y no en vano Carlos Dickens lo hizo tema en su obra «El grillo del hogar». Desde antaño, los chinos de cultura sensitiva y antiquísima los han enjaulado de modo especial a modo de oír su monocorde, así como lo hacemos con los pájaros cantores, como el canario, para escuchar sus trinos. No sé que resplandor azul tiene para mí el monorritmo del grillo. Cuando lo veo caminar sobre la pared, alargado, con su aspecto de breve saltamontes, me siento como quien toma un tranquilizante. Este insecto, juntamente como la verde esperanza siempre son como buenos ómenes. Sólo gente torpe e inculta puede perseguirlos. Porque estos animalitos tienen enemigos hasta dentro del propio hogar, como son los niños poco advertidos y sobre todo los gatos. No soy de los que se espantan cuando veo reptar una larga oruga. Cualquier contacto de mis pies que pueda hacerle daño lo aparto. Estoy viendo cómo esa envoltura peluda se irá convirtiendo en crisálida, y de ella volará el mágico lepidóptero. La poesía es inmanente en la naturaleza, y repetiríamos con Bécquer en este tiempo de tanta seudo-poesía comprometida y árida, que «puede no haber poetas, pero siempre habrá poesía». ¿Quién es capaz de componer unos versos que puedan igualar los pétalos y los matices de una rosa recién abierta? A veces llego a la conclusión de que se pueden establecer nexos simpáticos no sólo con los mamíferos sino con los insectos. Me acuerdo de cierta araña que tejió su área urdimbre en un rincón de la ventana. La miraba con ternura en su trabajo delicado. Y mi respeto hacia su preciosa labor me la compensaba, cuando al abrir la ventana hacía oscilarme los colores del iris, o cubrirse de diamantes su red en las claras auroras. Ocurrió cierto amanecer. Al entrar al cuarto de baño, en el momento de afeitarme, observé cómo bajaba un grillo y se detuvo a un lado mío como atento a mis movimientos. Me alegró su compañía aún cuando no cantase, pues generalmente lo hacen de noche. Una vez terminé se alejó y ascendió hacia el techo. Me metí al baño y ya no lo vi. Creí había salido por una alta ventanilla. Al terminar, salí de la tina y empecé con la fricción de la toalla. El grillo bajaba por uno de los canales de metal del baño. Grillito, le dije, creí que te habías ido. Se detuvo moviendo sus largas antenas y mirándome con sus ojillos como puntitos. Alargué un dedo y le acaricié lentamente en una de las cerradas alas. Se quedó quieto. ¿Qué me quería decir? ¿Qué mensaje me conducía el grillo? Me envolví en la bata y le dije: hasta mañana Grillo. Entonces volvió a subir y no le vi más. Al día siguiente entré al cuarto de baño con la esperanza de hallarlo. Ya no apareció y esto me desilusionó. Sin duda era como un espíritu cariñoso de buen augurio… Había tanta simpatía, cordialidad en su misterio; anhelaba la aparición del grillo, a quien deseaba volver a ver para descifrar su alado mensaje.»