La crisis que se ha generado en Honduras y que nadie parece prever cómo terminará, puede regresarnos a un pasado que ya creíamos superado. Me refiero a esa etapa de golpes de Estado, represión, estados de sitio y toques de queda. Honduras nos recuerda que la democracia en nuestros países está pegada con saliva, que no nos caracteriza precisamente ese espíritu de tolerancia y respeto a las diferencias que parecen ser condición indispensable para vivir bajo ese sistema.
Nos recuerda también que los poderes de facto siguen vivos, y que, cuando las cosas convienen a oligarcas y ejércitos se comprenden muy bien. Todo, por supuesto, con la aprobación de unos operadores políticos, siempre, eternamente amañados y corruptos. La situación hondureña nos hace despertar, si es que fantaseábamos ilusamente con una realidad distinta, y darnos cuenta de que aún estamos en pañales en cuanto a madurez política y tolerancia se refiere.
Evidentemente si lo de Honduras lo vemos con buenos ojos podríamos decir que un evento así es «comprensible», que los pueblos, como las personas, caen en tentaciones, se equivocan y tienden a deshacer el camino y volver la vista atrás. Que esta situación no hará sino madurar al país y cimentar más sobre roca el sistema democrático. Pero mentimos en que una consideración así es tremendamente optimista, fantasiosa y falsa.
Lo que sucede en Honduras es lo mismo que sucede en los demás países centroamericanos: una inmadurez política de campeonato conjugada con ambiciones desmedidas. Nada extraordinario si consideramos la evolución de las naciones. Quiero decir, que parece que desde el nacimiento de esta República, nada ha cambiado en la manera de hacer política de los protagonistas de los partidos. Una revisión rápida a la historia confirmaría mi conjetura. Seguimos con el mismo esquema mental de buscar el beneficio de unos pocos en detrimento de una gran mayoría que no importa nada.
Como seguimos así, como somos tercos, obsesionados y con cabeza dura, no es difícil adivinar, que nos costará mucho salir de nuestras complicaciones económicas.
Tendremos pobreza para rato. Con el «plus» de la inestabilidad política de la que casi nos habíamos olvidado; como diría Monterroso: el dinosaurio sigue todavía en su lugar. Estos países parecen condenados a la inmovilidad y a la eterna permanencia. Somos los países de la secular repetición, los de siempre lo mismo.
Lo verdaderamente grato y sorprendente sería que los políticos hondureños rectificaran, acepten que se precipitaron y que expresen arrepentimiento por tanta ambición. Pero ya ve que eso es como soñar un viaje al espacio. Lo más seguro es que persistan en el error, busquen el apoyo de los Estados Unidos (siempre dispuestos sus políticos a la marrullería y a la búsqueda de sus propios intereses) y a intentar consolidar el golpe de Estado. Estando así las cosas, se sienta un mal precedente para los demás países del istmo.
Atentos porque con un modelo así, el próximo presidente que puede ser expulsado puede ser el nuestro. Y mire que no quiero dármelas de agorero.