El Estado «nos quiere sacar todo»


Un empleado de la casa de cambio de Atenas, Grecia, camina por los pasillos, que se encuentran inmersos en la crisis que está poniendo en aprietos a toda Europa. FOTO LA HORA: AFP LOUISA GOULIAMAKI

«El Estado nunca nos dio nada, y ahora nos quiere sacar todo»: Despina resume de este modo el pensamiento de muchos griegos que no quieren pagar impuestos y hacen oí­dos sordos al gobierno, que pide responsabilidad para sacar al paí­s de la crisis.


Despina, de 51 años, vive en Tesalónica, el gran puerto del norte del paí­s. Su marido Giorgos fue capitán en la marina mercante. Creyendo en su buena fortuna, creó su empresa de mantenimiento y reformas, en la que a él le toca el grueso del trabajo, y a su mujer, la decoración. Sus clientes son pequeños comercios, oficinas y a veces particulares.

Sin embargo, desde hace meses, el negocio va mal. Giorgos está enfermo y espera ser operado. «Por suerte, gracias a nuestras relaciones, será bien atendido», explica su mujer. Pero, por otra parte, los clientes escasean, ví­ctimas de la recesión que se hace sentir en la economí­a.

El comercio al por menor cayó un 22,4% en el primer trimestre. Desde enero, han cerrado 16.000 comercios, privando de recursos a 60.000 personas, según Vasilis Korkidis, presidente de la Confederación Nacional del Comercio griego.

El último trabajo de Despina se remonta a diciembre. Entonces decoró la sala de espera de un pediatra, con dibujos hechos a mano, para darle un toque alegre a las paredes. «Me pagaron 450 euros, en negro, por supuesto, porque si además tuviera que darle la mitad al Estado…»

La pareja dice ganar apenas entre «10.000 y 12.000 euros» al año, por lo que no paga impuestos, al estar por debajo del umbral mí­nimo imponible de 12.000 euros. A diferencia de la mayorí­a de los griegos, que son propietarios, ellos pagan un alquiler. En esas condiciones, «no declarar todo lo que ganamos es una cuestión de supervivencia».

Para llenar las arcas de un Estado fuertemente endeudado, el gobierno ha emprendido una ofensiva contra la economí­a sumergida, que representa entre el 30 y el 40% del Producto Interior Bruto (PIB). Por ejemplo, ha comenzado a registrar, ayudándose de imágenes satelitales, las piscinas privadas, para localizar los hogares más pudientes que no obstante declaran ingresos en contradicción flagrante con su nivel de vida.

Y para que las profesiones liberales, artesanos y comerciantes dejen de cobrar dinero negro, los griegos tienen ahora incentivos para presentar, junto con su declaración de impuestos, facturas que den fe de sus gastos. El objetivo es que luego la administración fiscal cruce los datos, para detectar fraudes.

Si no presentan esas facturas, Giorgos y Despina se arriesgan a perder su exención fiscal. Teniendo en cuenta su nivel oficial de ingresos, deben dar fe de unos gastos anuales de 1.200 euros. Para un contribuyente que declare 35.000 por año, el monto sube a 9.000 euros.

Despina se pregunta: «cada vez que vaya a comprar un bote de perejil al mercado, tendré que guardar la factura. Al final del año habré reunido miles de ellas. ¿Quién va a controlar todo eso?».

En cualquier caso, Despina está segura de que a fuerza de «ponerse tan estricto», el gobierno acabará empujando a los griegos a buscar la manera de burlar la ley.

A falta de un Estado-Providencia, «la gente cierra filas», explica esta señora tesalonicense. «Y lo que más miedo me da no es que ya no quede dinero, sino que cambien las mentalidades. ¡Quieren convertirnos en alemanes!», se indigna.

EUROPA Crisis de liderazgo


Las turbulencias por las que atraviesa la zona euro hunden a Europa cada vez más en una crisis de identidad que evidencia la reactivación de reflejos nacionales, la dificultad de poner en marcha proyectos movilizadores y la invisibilidad de las nuevas instituciones de la Unión Europea (UE).

«Â¿Dónde está el presidente del Consejo Europeo? ¿Qué está haciendo el presidente de la Comisión? ¿Hay un piloto europeo para manejar la crisis griega? ¿O están esperando el hundimiento del euro?», se interrogaba el eurodiputado francés Philippe Juvin, miembro del partido UMP (derecha) del presidente Nicolas Sarkozy.

Más allá de Grecia, toda la zona euro vacila. Y con ella, el proyecto europeo más emblemático de las últimas dos décadas, en una Europa que no tiene muchos actualmente.

Pocos paí­ses quieren tomar riesgos tras la agoní­a de la reforma institucional de la UE en la última década y el continente comienza a interrogarse sobre su futuro, preocupado por una nueva amplicación hacia el este mal diseñada y por el temor a una pérdida de estátus internacional.

«Con la mundialización, la pregunta es ¿qué queda del modelo europeo, del lugar de Europa en la gobernanza mundial? Estas cuestiones me inquietan mucho», indicó la semana pasada el secretario de Estado francés para la UE, Pierre Lellouche.

Preguntas inimaginables hasta hace poco ya no son tabú: ¿Puede la Unión monetaria estallar? ¿Debe la zona euro empujar a uno de sus paí­ses miembros hacia la puerta de salida, bajo riesgo de perder la credibilidad?

La actual tormenta financiera debilita las certidumbres sobre el proyecto y vuelven a aparecer las Casandras que en su origen anunciaban que estaba condenado al fracaso.

La demora de Europa para poner en marcha un programa de rescate de Grecia «pone en peligro el porvenir del euro», advierte el eurodiputado alemán Sven Giegold.

Su jefe de filas en el Parlamento Europeo, el ecologista francés Daniel Cohn-Bendit, describió el manejo de la crisis griega como «catastrófico».

En el centro de las crí­ticas se encuentra Alemania, bajo la batuta de una nueva generación de polí­ticos nacidos en la posguerra y que sin ningún reparo ponen los intereses nacionales por encima de los europeos. Ha sido Alemania precisamente el paí­s más reacio a comprometerse con la crisis griega.

«Alemania se enrosca en sus egoí­smos nacionales», denunció Juvin. Bajo la protección del anonimato, un experto de la Comisión Europea apuntaba que «la falta de liderazgo de Alemania ha causado un gran daño a las instituciones europeas».

Los gobiernos de los 27 paí­ses miembros de la UE ocuparon el primer plano durante la crisis griega, y las nuevas instituciones comunitarias no han salido bien paradas. Esas instituciones, creadas por el Tratado de Lisboa para volver a la UE más eficiente y audible y dotarla con un presidente y un diplomático de cabecera, no han podido ayudarla a sortear la crisis.

El presidente de la Unión Europea, Herman Van Rompuy, se esfuerza por mantener un nivel mí­nimo de cohesión y convocar cumbres para intentar llegar a un acuerdo, pero las negociaciones se llevan a cabo en otros lugares. Su voluntad de mantener un perfil bajo en el cargo tampoco le ayuda a ser audible ante la opinión pública.

En medio de la tormenta, el presidente de la Comisión Europea ha tomado algunos riesgos al ejercer presión sobre el gobierno alemán, pero su ejecutivo parece ir a la zaga de los acontecimentos.

Entre tanto, la Unión Europea parece volcarse de nuevo hacia la gestión intergubernamental, entre capitales, en detrimento de Bruselas, que téoricamente defiende el interés general europeo.

«A la zona euro le hace falta liderazgo en el momento en que más lo necesita», señalaba la revista belga «European Voice», especializada en temas europeos, criticando el «vací­o de poder» existente. Para la publicación, se trata de un «fracaso colectivo».