El escribiente


Ren-Arturo-Villegas-Lara

Ahora todo se ha complicado, al menos para quienes ya llevamos la carga pesada de los años. Mire usted el recurso de las computadoras: es un mundo inimaginable de cosas que se pueden obtener de ella, pero es una posibilidad a la que sólo llegan las nuevas generaciones. Las antiguas, nos conformamos con grabar nuestros artículos, mandar un correo, recibirlos y obtener informaciones valiosas sobre diversos temas. Y vea usted las calculadoras: uno obtenía un logaritmo o un cologaritmo usando la Tabla de Copetti y para obtener el peso atómico, pues allí estaba la Tabla Periódica.

René Arturo Villegas Lara


Ahora no, usted apacha un botón y allí aparece el logaritmo, sin mayor esfuerzo mental o técnico. Espero no estar equivocado en bien del adelanto tecnológico, pues creo que la capacidad de pensar se ha ido perdiendo. ¿Y qué tiene que ver esto con un escribiente? Resulta que en mi infancia, nunca llegamos ni siquiera a máquina de escribir, fuera Royal o Remington;  La única que conocíamos era una que tenían en la Municipalidad, pero sólo la usaba el secretario municipal para redactar los bandos en que se ordenaba vacunar a los chuchos, encerrar a los coches, deshierbar el frente de las casas y pintarlas cuando llegaba la feria. Deshierbar las calles a los patojos no caía como maná del cielo, pues nos pagaban dos centavos por cajón y la única inversión era tener un cuto. Por eso ninguno de mi generación aprendimos mecanografía. Los telegramas, por ejemplo, se redactaban a mano y los telegrafistas tenías una bonita letra, como si los hubiera aleccionado don Prudencio Dávila o F. Sánchez. Y escribían con canutero. Y allí, en la Municipalidad, el noble de don Manuelito Paniagua, eterno oficial mayor hasta que se vino a la capital, asentaba partidas de nacimiento, extendía cédulas de vecindad o redactaba cartas de venta, a pura mano, con una letra tan preciosa como no se estila en  esta era del conocimiento. De repente, desde la aldea xinca, Sinacantán,  llegaba un señor alto, espigado, de piel negra y barbilampiño, que nunca usó zapatos, y se instalaba en la secretaría a asentar todas las partidas de nacimiento ocurrida durante un mes en Sinacantán. La gente lo conocía como don Chico Macho, y era amigo de toda la ralea política y administrativa del pueblo. Pocas personas he conocido que tuviera una letra tan clara, tan hermosa, con tanto estilo, como la que tenía don Chico Macho, creo que se llamaba Chico Marroquín. ¿Quién en el pueblo no conoció a don Chico Macho? Cuando se daba una vacante en el personal de la municipalidad, nada más oportuno que mandar un alguacil a Sinacantán,  para que requiriera la presencia de Chico Macho y que ordenara todos los asuntos municipales. Hasta se sabía todas las leyes que se aplicaban en la municipalidad cuando funcionaba como tribunal de paz y por eso también redactaba escritos tribunalicios,  que cualquier intendente o alcalde tenía que entender por la letra con que estaban redactados. Y también chupaba con las autoridades mayores, aunque al cruzar la pierna se le vieran las rajaduras de los calcañales de tanto recorrer el camino de herradura que conectaba la aldea con el pueblo. Y ¿cómo no recordad a don Efraín Zambrano, llevando el control y pago de los impuestos municipales y del gobierno, en tarjetas anotada a mano? Todos los empleados, pues, tenían que ser buenos escribientes. Hoy, los ejercicios de comprobación que uno les deja a los alumnos debe redactarlos a mano, porque hay letras y son casi la totalidad, que no se entienden. Parecen jeroglíficos. Por eso pienso que todo es bueno con el adelanto de la civilización, aunque con menos sacrificios que tenían que hacer los escribientes, sobre todo los que se encargaban de redactar documentos públicos, como el caso de los notarios de antaño.