Hace setenta años, en la Universidad de Salamanca, un líder falangista lanzó la descabellada oración desiderativa: «Â¡Viva la muerte!». El eco de la consigna fascista ha permanecido en todos los matices del terrorismo político. Ahora, parecen lejanas las guerras de agresión en el Medio Oriente, pero, en esta Guatemala irredenta, la barbarie se ha institucionalizado, en gran medida, debido a los designios de la partidocracia.
El reciente atentado contra José Carlos Marroquín Pérez es un nuevo desafío para la conciencia colectiva. Como advirtió Martin Luther King, lo más grave no son las fechorías de los malvados, sino el escandaloso silencio de las buenas personas. Actualizar la idea lutheriana es no permitir que la política criolla la dirijan las fieras.
La nuestra es una sociedad de zombis. A veces son sacados de sus nichos de televisor siempre enchufado. Gritan lo que es preciso aullar en las variaciones monótonas de un único oxímoro: «Â¡Viva la muerte!» Si nos dejamos intimidar, el reino cerrado de los feudos políticos habrá mudado en el fascismo, o sea, en el placer corporativo por la muerte.
Mis palabras apelan a la fortaleza de la familia Marroquín Pérez. Talvez sin buscarlo, hoy son el ejemplo de la entereza que necesita esta nación incierta, que no puede permanecer inerme ante los que matan y se limita a culpabilizar a quienes, como José Carlos, se atreven a desafiar prácticas viciadas. Esta es la hora de la valentía de un humanismo que no consiste en decir: «esto que yo hago, ningún animal lo haría». Es más bien el tiempo para afirmar, como pedía Malraux: «rechazamos aquello que, en nosotros, quería doblegarse ante la bestia.»
La bestia está en nosotros. Su nombre es muerte. Y la libertad no consiste únicamente en no doblegarse, sino en luchar, sin tregua, contra la muerte organizada. Perseverar, ojos abiertos y serenos, con la valentía que no es cualidad exclusiva de quien enfrenta el peligro de una muerte segura, en el momento súbito y dramático del atentado.
Cuando Unamuno escuchó el necrófilo e insensato grito, «Â¡Viva la muerte!», advirtió: «Yo, que he pasado mi vida componiendo paradojas que excitaban la ira de algunos que no las comprendían, he de deciros que esta ridícula paradoja me parece repelente.» El rector universitario no podía quedarse callado al comprobar la multiplicación de los mutilados mentales a su alrededor. Los falangistas clamorearon «Â¡Abajo la inteligencia! ¡Viva la muerte!». Unamuno continuó: «Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta. Pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir. Y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón y derecho en la lucha.»
Esas palabras reclamaron a los descerebrados que no tienen más patria que el odio. Su acento indignado viene en nuestro auxilio al reflexionar sobre la situación extrema que enfrenta José Carlos, ante quien se abre la oportunidad de convertirse en un ejemplo de cómo enfrentar un drama, superarlo y a la postre convertirse en un silencioso portavoz de la concordia y el pacifismo, tan apartado del militante de ocasión.