El dilema de la subalternidad «otrificada»


Se sabe que, en el subalterno, el anhelo de la representatividad equivale al anhelo de abandonar la condición de subalternidad. Aquí­ es donde el problema formal se politiza. Hay que señalar que la subalternidad y sus dirigencias no plantean, hoy por hoy, la toma total del poder sino su compartimiento. El caso que mejor ilustra esto es el del movimiento zapatista en México.

Mario Roberto Morales

El discurso sobre la subalternidad, que ha propuesto «leer al revés» el discurso dominante para dar cuenta de la especificidad y la intencionalidad otra de los subalternos y sus luchas no solamente ha identificado esa «otredad» atribuida al subalterno como una forma más de exclusión central, sino ha advertido acerca de los riesgos del estrategismo subalterno cuando el discurso de la subalternidad adopta «las mismas armas del enemigo» para construir «al revés» su propio sujeto, pues puede caer así­, inevitablemente, en esencialismos puristas de la más inequí­voca raigambre «occidental,» central y dominante. El peligro de esencializar la condición subalterna incluso al estrategizar esa esencialización, implica -si se convierte el estrategismo en «teorí­a»-, el peligro práctico de demagogizar su lucha, y la experiencia de la izquierda en este sentido resulta suficiente como para no desear volver a andar los pasos perdidos en esa manera de realizar la utopí­a del bienestar colectivo posible, cuando de lo que se tratarí­a es de construir otra que, por ser en lo estratégico muy parecida a la anterior, debe cuidar la precisión de sus componentes.


Justamente porque ni el debate ni mucho menos el problema concreto que implica la marginalidad e inaccesibilidad del código subalterno frente al canon cultural central ni la necesidad estructural del código subalterno de expresarse en el código central han sido resueltos, yo quisiera situar mi discusión justamente en este intersticio incierto porque me parece el espacio más fecundo para tratar de articular no tanto respuestas cuanto formulaciones interrogativas, tanto académicas como polí­ticas, para buscarle un cauce más fluido al conflicto de la interetnicidad y la interculturalidad, sobre todo en paí­ses en los que éstas acusan rasgos ideológicamente violentos (por binarios y «esenciales») como es el caso de la Guatemala de posguerra, en donde el etnicismo indí­gena y ladino y las acusaciones de «racista» que se hacen uno y el otro bando todaví­a no cede a nociones más relativizadas sobre la etnicidad y el racismo.

Si admitiéramos que el subalterno no puede hablar ni representarse a sí­ mismo en tanto permanezca siendo subalterno, puesto que su mudez es caracterí­stica fundamental de la condición de subalternidad, debemos admitir (además de una concepción reduccionista de la subalternidad, remitida a sus estamentos ultramarginales) también que los códigos de la dominación son, de suyo, inadecuados para que los intelectuales orgánicos de los subalternos representen (mimética y polí­ticamente) a esos subalternos. Y si de esto inferimos que los letrados (vengan o no de la subalternidad), no deben porque no pueden (dada la inadecuación de su código) hablar de (o por) los subalternos, nos enfrentamos inevitablemente a la mudez completa, a un silencio suicida.

Esta disyuntiva formalista puede encontrar salida si, una vez más, salimos de los ámbitos racionalizadores de la academia y nos insertamos en la problemática polí­tica concreta de la subalternidad y sus luchas, así­ como en los espacios intersticiales de interacción polí­tica y cultural en los que la subalternidad y la centralidad se encuentran y se hibridizan, ya no vistos exclusivamente como espacios letrados sino, sobre todo, como espacios masivos de articulación de intereses polí­ticos compartidos, de articulación conflictiva de diferencias e identidades transculturadas, mestizadas e hí­bridas. Estos espacios se crean no sólo por medio de la lucha reivindicativa de los «nuevos movimientos sociales,» financiados casi siempre por la cooperación internacional (occidental, central, dominante) y, por ello, circunscritos a una lucha por insertarse en la centralidad mediante cuotas de poder, sino también por medio de la producción y el consumo mercantilizado de objetos de cultura popular, así­ como por medio del consumo y resignificación de bienes simbólicos globalizados, por parte de la subalternidad.

Sin embargo, estoy conciente de que el mero hecho de remitir la problemática al espacio del consumo y de los medios masivos de comunicación como articuladores de identidades colectivas hí­bridas, y de sacarla de los ámbitos de la adecuación o inadecuación letrada de representatividad subalterna, solamente (y eso ya es bastante pero no suficiente) nos abre una posibilidad de repensar el problema de la representación y la representatividad de la subalternidad en una dimensión más amplia, pero no necesariamente nos brinda (como creo que debiera ocurrir) una posibilidad solucionadora (aunque sea en teorí­a) de la problemática de la acción subalterna, su representación y representatividad. Para eso hace falta proponer estas formas de repensar las articulaciones hí­bridas de las identidades colectivas, como formas de reencauzar el debate polí­tico en un análisis concreto de una situación concreta y mediante categorí­as relativizadas y no binariamente opuestas. Y eso nos hace volver al espacio letrado. Me refiero a la dinámica discursiva en la que en la actualidad se desarrolla no sólo el debate sino la lucha polí­tica de los grupos «mayas» de Guatemala, en su afán por integrar la nación en condiciones de igualdad cultural y polí­tica, y de compartimiento del poder.

Se sabe que, en el subalterno, el anhelo de la representatividad equivale al anhelo de abandonar la condición de subalternidad. Aquí­ es donde el problema formal se politiza. Hay que señalar que la subalternidad y sus dirigencias no plantean, hoy por hoy, la toma total del poder sino su compartimiento. El caso que mejor ilustra esto es el del movimiento zapatista en México. Los «mayas» de Guatemala plantean lo mismo y, claro, para ello reivindican su derecho a ejercer la «diferencia cultural.» Se trata de postular una especie de alteridad perenne, sólo que, ahora, igualitaria. La pregunta se impone: ¿si la diferencia llegara a ser igualitaria, serí­a alteridad? ¿O serí­a un mero elemento de una hibridación en marcha?