El dí­a después de mañana


En la madrugada del 4 de febrero de 1976 a las 3:03:33 horas, Guatemala despertó en medio de un terremoto.

Marvin Gamboa González

Nadie lo sabí­a, la destrucción duró solamente 49 segundos, y la intensidad fue de 7.6° en la escala de Richter, aproximadamente la energí­a equivalente a la explosión de 2 mil toneladas de dinamita.

La falla del Motagua, que atraviesa el 80% del paí­s fue la que provocó el terremoto. Se localizó a 150 kilómetros al noroeste, cerca de Gualán, Zacapa, y con profundidad aproximadamente de 5 kilómetros.

El dí­a parecí­a no llegar nunca, en la oscuridad, la gente permanecí­a sentada en las banquetas, con frí­o, miedo y el Ejército en las calles. Luego todas las personas se dieron a la tarea de hacer champas con lo que podí­an, enfrente de sus casas, los negocios cerrados, el pánico en las calles, mientras que los soldados les brindaban comida y vacunas.

Algunas personas que se habí­an salvado, perecieron cuando ocurrió el segundo sismo a las 3:30, mientras habí­an regresado a sus casas para intentar sacar algunos objetos de valor o a otras personas que habí­an quedado atrapadas.

Para ese momento se habí­an dado a la tarea de rescatar a los miles de heridos que habí­an quedado soterrados por los escombros.

Las ambulancias no se daban abasto y los hospitales habí­an rebasado su capacidad.

Civiles, bomberos y miembros del Ejército se organizaron en brigadas de rescate y personas voluntarias con palas, piochas y azadones, se dedicaron a buscar sobrevivientes entre las ruinas y los montones de piedra y adobe que habí­an quedado sobre las calles.

En los departamentos, en la mañana del 4, la vida siguió su curso, se vaciaron las casas y se acondicionaron cabañas de ramas, de cañas de maí­z y lona.

A 40 km. de San Andrés, Joyabaj, con alrededor de 1,800 habitantes todo estaba completamente destruido y, de la población total, unas 32 mil 600 personas habí­an muerto.

En la mañana del dí­a 5, los muertos ya habí­an sido enterrados en fosas comunes y los heridos graves evacuados, los aviones que iban y vení­an cada media hora, no transportaban ya más que a miembros de las familias de Joyabaj que vení­an la capital en busca de noticias y, talvez, a un herido bajado en una camilla de una casa aislada en la sierra.

No faltaba la mano de obra, centenares de hombres con palas llegaban con la esperanza de ser contratados para una jornada de trabajo. En medio de todos los escombros, lo que más entristeció fue ver las filas de espera organizadas para recibir un poco de harina.

Quedaban todaví­a tres semanas un poco frí­as después del terremoto, causantes cada año de gripes y tos, sobre todo en los debilitados por la desnutrición; las cuales agravaron esas afecciones pulmonares, ya que era necesario dormir afuera.

Pese a los rumores que se propagaron sobre riesgos de epidemias debido a la contaminación del agua, no hubo ninguna de hecho, en la mayorí­a de los pueblos el agua nunca fue «potable». La economí­a del paí­s no fue afectada.

En general los edificios de ladrillo y concreto armado resistieron bien a las sacudidas, y las fábricas textiles, farmacéuticas y otras filiales de las compañí­as norteamericanas o europeas reanudaron sus actividades después de una semana de limpieza.

Hubo carreteras interrumpidas, en particular la del Atlántico, por lo que las mercaderí­as con destino a Puerto Barrios tuvieron que transitar por El Salvador; sin embargo, el alza de los precios de los productos de exportación compensó a los exportadores.

Habí­a que reconstruir las 250 mil casas de adobe destruidas pero, de acuerdo con las estadí­sticas oficiales, existí­a ya mucho antes del terremoto un déficit de 612,500 a 800 mil viviendas.

La magnitud de la tragedia humana del 4 de febrero de 1976: 23 mil muertos y 76 mil heridos.