El día del juicio final


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El día había amanecido esplendoroso, azul radiante en el cielo y un sol abrazador conforme el día se consumiera. Al llegar a la plaza frente al palacio de la justicia, una manta anunciaba “No más Ríos de sangre”, una alfombra de pino con cuatro velas, cada una apuntando a un punto cardinal recibía al pie de las gradas a los visitantes que serían muchos.

Julio Donis


Un hombre recibe un volante de las manos de una activista de los derechos de las víctimas y se lo rompe sin leerlo. Cuando pasaban pocos minutos de las ocho de la mañana, la fila para ingresar a la primera sesión del primer juicio por genocidio superaba varios metros y decenas de personas; la misma era encabezada por los que evidentemente eran familiares y allegados de los dos acusados; le seguían varias personas extranjeras; seguían en la cola abogados, funcionarios de instituciones internacionales y decenas de guatemaltecos con el interés de presenciar el hecho histórico que tratará de probar la culpabilidad de dos exmilitares, responsables de masacres que tuvieron como víctimas a la población ixil de El Quiché.

 A pocos metros, Guatemala continuaba su rutina diaria; los tramitadores del Ministerio de Finanzas, los negocios de fotocopiado, las oficinas de buses urbanos llenos de miradas curiosas desde sus ventanas, taxistas a la caza de clientes, y la policía de tránsito con el reto de todos los días. Si bien la magnitud del hecho ameritaba una movilización sin precedentes, esta sociedad en su mayoría aún parece incrédula ante el hecho que se dirime. Cerca de las nueve de la mañana, a punto que se abrieran las puertas de la Corte Suprema de Justicia, el sonido de tambores retumban en el estómago de todos, la ansiedad aumenta un poco más, el grupo de activistas recibía con aplausos a un grupo de los familiares de las víctimas de las masacres que llegaban presurosos a la cita en calidad de testigos. Se abren las rejas y se inicia el ingreso hasta la sala principal que se aloja en el tercer nivel; para llegar hasta el sitio hay que pasar dos puestos de registro y subirlo a pie por gradas cuya disposición hacen inevitable el recorrido por todo el edificio.

Adentro, las gradas, los pisos y las paredes de mármol blanco evocan la supremacía de un lugar que lucha por imponer un régimen que está devaluado, el de la ley. La sala con disposición inclinada, es el escenario del debate; de un lado el equipo de los abogados representantes de las instituciones querellantes y Ministerio Público, acompañados de apoyo secretarial y logístico; del otro dos abogados contratados esa mañana en cada lado de la mesa y el exgeneral Ríos Montt al centro, atrás el otro acusado, Rodríguez Sánchez y un enfermero que resguarda una silla de ruedas. Surrealista e imposible era la composición de la primera fila del público, Zuri Ríos, Ricardo Menéndez Ruiz y Rigoberta Menchú. En el público, la mayoría a favor de las víctimas, la emoción estaba contenida. Los periodistas estaban todos, incluso de lugares lejanos como Japón, Irlanda y España, que desbordaban los pasillos laterales y el central apuntando e intercambiando sus lentes en una danza que les permitía aprovechar cualquier recoveco; el menor movimiento del exgeneral era motivo de mil disparos de las cámaras. El tribunal presidido por la jueza Jazmín Barrios y flanqueada por sus dos vocales, se disponían en un manejo impecable de aquel avasallador proceso que pondría a prueba la historia del país; daba inicio así el primer juicio por genocidio, con un tronido del martillo que aunque sordo, era golpeado con fuerza, ofreciendo esperanza para que se sepa la verdad y se haga justicia.