Desde mediados de septiembre, las obreras artistas empezaban a diseñar las flores de papel. Poco a poco se integraban los miembros de la familia y algunos vecinos y de pronto la casa era un obrador activo. Las fases del trabajo se repartían y cada quien hacía lo suyo de la mejor manera. Papel, tintas, pegamentos, alambres, alicates etc., eran algunos de los materiales que se necesitaban para elaborarlas. Muchas veces eran trabajos artesanales heredados. Y las personas las hacían para guardar la tradición. Aunque muchas de ellas las hacían para ganar unos centavos que les ayudarán a los gastos del diario vivir.
Colaborador
Con las flores de papel de colores suaves como el lila y el amarillo, formaban preciosas coronas. Muchas eran encargadas por compradores de siempre. Y es que las coronas hechas con tanto mimo, lucían su encanto en la tumba del difunto.
El trabajo tenía que estar terminado en la segunda quincena de octubre, para ofrecerlas en venta dos semanas antes del 1º. de noviembre. En el Mercado Municipal había un lugar especial para la venta. Y era una estampa muy atractiva, contemplar la diversidad de coronas y el delicado trabajo manual de cada una..
Las floristerías también se preparaban con tiempo. Y manos expertas desde el amanecer del 1o. de noviembre, confeccionaban coronas y arreglos florales a cuales más artísticos. La puerta abierta dejaba escapar el aroma de las flores. Otras personas preferían las coronas de ciprés. No solo porque tardan más tiempo sino porque expelen un aroma especial de tranquilidad., propio de los cementerios y tienen el símbolo de eternidad.
Los últimos días de octubre había mucha actividad en el cementerio. Jardineros, pintores y albañiles, remozaban los nichos y los mausoleos. Y los familiares les daban el toque final cuando desde el amanecer, acudían a visitar a sus difuntos. Llevaban escaleras, cubetas, brochas, paños, sidol, flores y coronas. Iba la familia completa y ahí se juntaban otros familiares. Después de adornar, rezaban y se quedaban un tiempo frente al nicho o el mausoleo haciendo afectivos recordatorios del difunto que revivía en la memoria de los contertulios. Un suspiro se escapaba y una lágrima se deslizaba en la mejilla.
Ese día, el Cementerio era un jardín multicolor. Se confundían los aromas de los nardos con el de las rosas. El de los crisantemos con el de las azucenas. El de las estaticias con el ciprés y sus calles eran estrechas para darle paso a los visitantes. Mausoleos, nichos y tumbas en la tierra, eran adornadas con esmero. La gente sencilla formaba arcos con figuras de papel de china sobre la tumba de su difunto, encendían velas, bebían alcohol que regaban sobre la tumba y dejaban en vacijas de barro la tradicional cabecera.
El Cementerio de mi niñez, era lúgubre desde la entrada. Lo presidía una alameda de árboles de troncos viejos que al juntar sus ramas en lo alto, oscurecían el espacio. Cuando el cielo se nublaba o llovía a cántaros, ese trecho oscurecía el alma de los dolientes. En las calles del Cementerio se formaban peligrosos lodazales. De noche era una selva porque apenas se alumbraba con un foquito de escasas bujías en la puerta del cementerio. La calle era de tierra, desde la Alameda de Santa Lucía hasta la entrada al Cementerio. Al centro de la calle se formaba un ancho río y el lodazal era inmediato.
En la medida que el cortejo fúnebre avanzaba hacia el Cementerio, los acompañantes -que iban revestidos de riguroso negro, de dos en dos en largas filas- no dejaban de filosofar sobre la vida y la muerte. Lo corto de la vida y lo extenso de la eternidad y que ésta se perdía en un abrir y cerrar de ojos.
En lo alto del frontón del Cementerio, está la primera reflexión. «La Vida de los Muertos, existe en la Memoria de los Vivos» Recordar a un ser querido es volverlo a la vida. Dentro en las paredes blancas resaltaban en letras negras, mensajes estremecedores donde se explicaba que la vida era un sueño convertido en una simple cruz que el viento azota. Igual para ricos que para pobres, para poderosos y humildes. Donde la vara nos mide a todos por igual. y que -incluso- no se es dueño ni de su propia sepultura.
El sepulturero era don Daniel Paredes, se envejeció sepultando a familiares y amigos. Tenía una memoria prodigiosa. Recordaba el sitio donde reposaba una persona y a veces la fecha. í‰l sí vio cada día la vida convertida en cenizas.
«Refiere Eduardo Barrios en su novela «los nombres del hombre», que ante la fosa recién cerrada, encima de la tierra todavía suelta que cubría el cuerpo de un difunto, conversaban un filósofo, un abogado y el sepulturero. El filósofo dijo con voz sentenciosa: -la vida es un pleito que a la larga siempre se pierde-. El sepulturero confirmó las palabras del filósofo diciendo: – Esa es la realidad, me consta- mientras sostenía la mano sobre la azada como un testigo-. El abogado concluyó, de esta manera -La cuestión es ir ganando uno a uno los incidentes del largo proceso- Y refiere el autor que desde entonces, el sepulturero procedía con mucha prudencia, ya que pensaba como el filósofo, pero actuaba como el abogado.» (Miguel Limardo. Luces Encendidas, 1º de abril).
EL FIAMBRE
El plato principal del almuerzo antigí¼eño el 1º. de noviembre, es el fiambre. Es una ensalada fría de varias verduras con todas las carnes posibles y con un aliño especial que es el que le da el toque de distinción.
Sus orígenes se pierden en el tiempo. Se cuenta que una muchacha de servicio se olvidó de sus obligaciones con un sacerdote y se entretuvo más del tiempo necesario conversando con sus amigas de los chismes caseros. Apurada no le quedó otro recurso que picar y poner a cocer varias verduras y legumbres que tenía disponibles, las mezcló con sobras de diversas carnes y las aliñó con vinagre, cebolla y ajos.
Las colocó en un plato hondo sobre una cama de lechuga, lo adornó con rodajas de cebolla, queso granulado y huevo duro. , Cuando el sacerdote vio ese plato de diversos colores en su mesa y lo probó, quedó encantado y le preguntó que cuál era su nombre. Turbada la muchacha por la pregunta, apenas alcanzó a decirle que se llamaba fiambre.
Sin embargo, tengo la convicción que el fiambre nació en la ciudad de Antigua Guatemala, después del terremoto de Santa Marta. Cuando Martín de Mayorga les cortó la entrada de alimentos a los habitantes que no quisieron obedecer sus órdenes de abandonar el “proscrito sueloâ€, las amas de casa se vieron en apuros económicos y gastronómicos, pero se las ingeniaron para suplir sus necesidades y de las vísceras de las reses y cerdos, así como de los montes silvestres hicieron platos deliciosos que llegan a nuestros días. El revolcado, las hilachas, las tiras, el hígado, riñones, rabo, el quichón, el pulique, las tortitas de alfalfa, el iguashte, el macuy, los bledos, la verdolaga, el chipilín, el loroco y para no mencionar más, el ichintal, la flor de izote y la flor de ayote. Todos productos sencillos y naturales al alcance del bolsillo. No es remoto que a una de ellas se le haya ocurrido, mezclar verduras con carnes, aliñarlas con vinagre y especies y ofrecer un plato nuevo. El fiambre de mi niñez que hacía mi abuela mamá Tona, era sencillo con embutidos artesanales y carnes como la panza y la gallina que se adquirían con facilidad. La modernidad lo ha tornado en exquisitez. Mi abuela nos contaba que su receta era del tiempo de sus antepasados y ellos fueron de los que no quisieron abandonar el solar nativo.
La tradición antigí¼eña lo repite cada año. Y solo se le encuentra entre las doce y las dos de la tarde. Por ser un plato que lleva mucho trabajo prepararlo, tiene un costo alto y sus materiales son de fácil descomposición, se hace la cantidad necesaria para el grupo familiar y por encargo para la venta. Así que pasadas las dos de la tarde, no se encuentra en ninguna parte.
Eran famosos los fiambres que hacía doña Pepa Aragón de Palomo, María Navas, Doña Meches de Díaz, las hermanas Rojas y doña Piedad Castañeda de Asturias. Doña Piedad introdujo el fiambre dulce que fue una novedad.
Todas se guiaban por recetas de sus antepasados y no las daban a nadie por eran secreto de familia.
La gastronomía antigí¼eña es muy rica y variada, gracias a esas recetas bien guardadas que se transmitían familiarmente, pero también muchas se perdieron porque jamás las dieron.
Desde el día anterior muy temprano se iniciaba el largo proceso de picar la verdura. Se hacía formando figuritas. Luego el cocimiento y dejarlas enfriar. Mientras tanto se dejaba macerar el caldillo que es el secreto que le da el toque de distinción al fiambre. A la mañana siguiente se picaban las carnes y a eso de las once de la mañana empezaba el delicado y artístico trabajo de ordenar los platos, de tal manera que las verduras se mezclaran con las carnes y muy especialmente darles el toque final con los adornos de rabanitos partidos, aros de cebolla, queso granulado, rodajas de huevo duro, todo regado con aceite de oliva y de remate un chile zambo que le coronaba la digna presentación. Se usaban trastos de barro y cubiertos de madera.
Doña Bárbara Rivera era la especialista de las butifarras. Con tiempo se las encargaban porque el fiambre antigí¼eño no era bueno si no llevaba las butifarras de doña Bárbara. También ella para hacerlas seguía la receta de sus antepasados, que era como otros, tesoro de familia. Las longanizas, los chorizos rojos y negros eran preparados también con recetas antiguas, con un sazón especial que le daban un toque distintivo al fiambre antigí¼eño.
Que no llegó a tiempo a compartirlo en familia o comprarlo…pues a esperar el próximo 1º de noviembre.
LA CABECERA
La cabecera fue en principio para llevarla a los difuntos en su tumba sepultados los familiares en la tierra. Sentados a su alrededor, la compartían todos los miembros de la familia y los amigos. .Otros la dejaban en las ventanas para que cuando el difundo llegara de nuevo a su casa, pudiera disfrutarla sin molestar a su familia.
La cabecera consistía en compartir familiarmente quisquiles y elotes cocidos, jocotes y ayote en dulce y el atol de elote llamado entonces eluatol. Así que en los patios de las casas hervían cinco apastes grandes. Dos con quisquiles y elotes, dos con ayote y jocotes en dulce y uno con atol de elote.
Formaban un círculo y entre recuerdos afectivos de los difuntos se repartía la cabecera y como era suficiente quien lo deseaba podía repetir hasta la bastedad.
Mi padre nos contaba que a principios de 1900 las calles de Antigua se alumbraban con velas a diferentes distancias. Las velas se encendían al caer la noche y en la medida que se iban apagando las calles se quedaban a oscuras. Un tío de él tenía el oficio de encenderlas cada noche y la noche del 1º de noviembre al subirse en su escalera vio que en la ventana estaba fresca la cabecera. Cuando se dispuso a tomar unos pedazos de ayote, escuchó lejos el llanto de la llorona y como dicen que cuando se escucha lejos es porque está cerca, Tío Nacho –que hacia se llamaba- se le pararon los pelos de la cabeza, saltó de donde estaba, y dejando escaleras, velas y mechas, salió huyendo para su casa sin probar la cabecera.
De noche era costumbre dejar encendida una vela y un vaso de agua para que el difunto se alumbrara en su visita y se mitigara la sed. Así que la flama de la vela formaba figuras misteriosas en las paredes y había que cubrirse la cabeza para no verlas.
También era de noche el corre y corre. Apuros debidos al exceso de fiambre y cabecera. A media noche el estómago no sabía por donde escapar los gases ni las flatulencias. Como el servicio quedaba generalmente lejos de los dormitorios, había que salir al patio envuelto en una sábana y con una vela para alumbrar el camino. Se sabía que los difuntos salían esa noche de sus tumbas e iban en busca de sus familiares. Así que si a medio camino un vientecito apagaba la vela, se dejaba tirado el candelero, la sábana y con los pelos de punta se volvía al cuarto hecho un Adán. La mamá tenía que levantarse para dar sorbos de pericón o manzanilla para que se mitigaran aquellos retorcijones que no dejaban dormir. Y si al amanecer persistían los retorcijones, el purgante de sulfato resolvía la situación de inmediato.
LOS DOBLES
A las tres de la tarde, las campanas de todos los templos empezaban a doblar hasta el amanecer del día siguiente. En el profundo silencio de la noche, se escuchaban con claridad las campanas de los templos más lejanos. Era una noche lúgubre porque las casas y las calles las envolvía la oscuridad.
Personas voluntarias se ofrecían para el doble de las campanas durante toda la noche hasta el amanecer. Las buenas personas les llevaban la cabecera que se la repartían entre todos. Y entre doble y doble se comían el ayote, los elotes y los jocotes y las cáscaras se las tiraban a los transeúntes a que esa hora se atrevían a pasar frente a las iglesias. Estos se asustaban porque pensaban que era un alma en pena la que hacía eso.
La noche antigí¼eña del 1º de noviembre en Antigua era una noche tétrica, porque mientras las campanas doblaban, las abuelas referían cuentos de espantos o visitas que difuntos hicieron a sus familiares. Nosotros pensábamos que de un momento a otro iban a aparecer los abuelos y los tíos pálidos y huesudos…¡Qué alivio cuando amanecía…!
LA TUMBA
El 1º. de noviembre de 1939, asistí con mi abuela Tona a la última ceremonia religiosa que se celebraba de noche en la catedral antigí¼eña, con el nombre de Tumba.
La iglesia estaba encortinada de negro. Las personas iban vestidas de negro. El sacerdote tenía ornamentos negros, un catafalco en el centro también era negro y solo cuatro velas iluminaban la iglesia. Así que la penumbra era escasa y las naves de la Catedral estaban a oscuras.
Al entrar se daba el nombre del difunto que repetía el sacerdote en la ceremonia. Yo me aferraba a las enaguas de la abuela. Y me parecían interminables las oraciones que se invocaban en aquella noche negra. Para mi era negro sobre negro porque al salir las calles de la Antigua estaban se mi oscuras, porque la luz eléctrica era escasa y de poco voltaje. Mientras tanto las campanas no dejaban de dólar y las sombras vestidas de negro de inmediato desparecían.
LAS TRES MISAS
La tradición obligaba a escuchar el Día de Difuntos las tres misas rezadas y continuas que se oficiaban solo ese día. En la Catedral eran frente al Santo Cristo del Perdón.
Era frecuente ver las caritas de los fieles desencajadas y pálidas por la mala noche que pasaron. Unos culpaban al fiambre, otros a la cabecera y muchos a ambos platos. Eran muertos vivos después del desorden nocturno.
El sacerdote vestía ornamentos negros y el espíritu se estremecía cuando nuevamente volvía a leer una antigua oración de admonición. Era la advertencia para el Juicio Final. Para el gran Día cuando el Hacedor tomará cuentas a cada uno.
“Dies irae, dies illa / solvet saeclum in favilla / teste David cum Sibylla…â€
¡Día de ira, aquel día reducirá al mundo en pavesas!
Testigo David con la Sibila. (Oráculo de la Sibila eritrea sobre el fin del mundo)
¡Cuánto temblor ha de haber
cuando el Juez ha de venir
a examinarlo todo estrictamente.
Una trompeta esparciendo sonido maravilloso,
Por los sepulcros de las regiones congregará
A todos ante el trono.
Alrededor de un catafalco con cuatro cirios encendidos, rezaba las oraciones por los difuntos, incensaba para purificar el ambiente y esparcía agua bendita.
Años después, la imagen del Santo Cristo del Perdón fue llevada al Cementerio Municipal y ahí se celebraban las tres misas. La asistencia de fieles era mayor porque aprovechan visitar a sus difuntos. Terminada la misa, volvía en procesión la imagen a la Catedral.
Los barriletes
Su confección era una alegría familiar que se contagiaba de inmediato. Todos contribuían en su confección.
Días antes se iba al cerro de Monzón a cortar las varillas de cola de coyote. Se cortaban a la medida para hacer la armazón. Las medidas debían de ser exactas para evitar que “colerara†y todo el trabajo se perdía de inmediato. Mi papá nos ayudaba en la confección de la armazón y mi mamá nos ayudaba en el corte y pega del papel de china. La alegría estallaba cuando el barrilete tenía sus flecos, su cola y su “molote de hiloâ€
Esa tarde novembrina era muy alegre en varios sitios principalmente en los cerros a donde se subía porque había más espacio para encumbrar el barrilete. En la ciudad los alambres del alumbrado público eran un peligro.
Cuando el hilo hacía su comba era porque el barrilete se lucía de maravilla. A veces pedía más hilo y había que dárselo porque de lo contrario con la fuerza se rompía. Recuperarlo era una alegría, pero perderlo era una tristeza tan larga como la sombra de un pino.
Se hacían diversas figuras de barrilete. Aguilas, aviones etc. Mi papá nos hizo en una oportunidad un farol que llevaba su candelita encendida. De noche era espectacular. Los amigos se asombraban y preguntaban cómo se hacía. Otros elaboraban barriletes grandes y de tela. Se necesitan lazos y varias personas para encumbrarlos.
Así era el Día de los Santos y de Difuntos en la Antigua de mi niñez y juventud. Todo un acontecimiento en la tranquila vida de una ciudad especial.