Conocí al sacerdote jesuita Antonio Gómez a mediados de los años setenta cuando coincidimos en la Junta Directiva del Club Municipal de fútbol y desde el principio hicimos buenas migas que dieron paso a una amistad entrañable. Ofició el matrimonio de María Mercedes, mi hija, con Cristian Pemueller y durante muchos años asistíamos a sus misas en las que con absoluta claridad y firmeza predicaba como lo suelen hacer los miembros de esa orden fundada por San Ignacio de Loyola y a la que pertenece el actual Pontífice de la Iglesia Católica, el Papa Francisco.
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El padre Gómez ayudó a infinidad de familias con su Centro de Integración Familiar que se ha convertido en una institución de renombre y que ha de perdurar como homenaje a la figura de su fundador. Español de nacimiento, creo que murciano, se convirtió en un guatemalteco de corazón que gozaba y sufría con la realidad de nuestro pueblo, en donde hizo muchísimos amigos. Por muchos años en San Ignacio alternaban con el padre Manolo Velásquez, otro gran amigo que falleció recientemente, por lo que asistir a cualquiera de las misas en esa iglesia de la zona 10 era garantía de ricos y profundos mensajes de reflexión sobre los textos litúrgicos de cada día.
Mucha gente ahora se muestra gratamente sorprendida por la figura y la actitud del Papa Francisco con respecto al significado de la fe católica en la vida diaria, en el comportamiento que los cristianos debemos tener especialmente con nuestros semejantes y el respeto que nos debemos simplemente por el hecho de ser todos hijos de Dios. Cada semana hay algo nuevo que nos llega del Vaticano y a todos nos entusiasma saber que tenemos un Pontífice que entiende la vida, que le da enorme importancia a la parte espiritual, pero que entiende que tenemos que vivir en el mundo y que la salvación no es un proyecto individual.
Todo eso que ahora suena tan novedoso, que nos coloca en un plano distinto para entender la dimensión del cristianismo, era ya desde hace mucho tiempo la prédica que se podía escuchar desde el púlpito de la iglesia de San Ignacio de Loyola, donde los sacerdotes no son huraños para el mundo ni muestran ese irrespeto a la mujer que se puede observar en otras iglesias en las que los curas llegan al colmo de pedir a las mujeres que vistan a la usanza de antaño, cubiertas de pies a cabeza porque cuando alguna mujer muestra parte de su cuerpo, el sacerdote despotrica, admitiendo ante sus allegados que es porque lo ponen en “tentación”.
Antonio Gómez fue un sacerdote de calle, un sacerdote que convivió con el mundo y que asumía con normalidad la vida sin esos estúpidos aspavientos tan propios de algunas órdenes que más parecen sectas. Y sinceramente creo que fue un hombre que dictó cátedra, al punto de que quienes le escuchamos predicar no podemos sentirnos sorprendidos de la visión que ahora parece ser novedad dentro de la Iglesia y que es tan compartida por muchos religiosos que hacen realidad aquello de que no hay divorcio entre fe y vida y que tenemos que vivir nuestra fe en medio de una realidad sin actuar como el avestruz que entierra la cabeza queriendo evadir los peligros, las tentaciones o las dificultades.
La comunidad jesuita de Guatemala ha perdido a un gran sacerdote que desde hace algún tiempo venía sufriendo quebrantos de salud que lo fueron minando físicamente, pero que acentuaron su fe y entrega. Y los guatemaltecos perdemos a un amigo enérgico en la condena de la corrupción y de los políticos sinvergüenzas a los que, sin pelos en la lengua, recordaba el grave pecado moral que es robarle a un pueblo pobre y hambriento.