El Congreso como lugar teológico


Si el Congreso de la República es el espejo en el que nos reflejamos los guatemaltecos francamente estamos fritos. Nuestra situación moral y humana estarí­a, ahora sí­, de muerte. Pero, francamente, me cuesta creer que estemos en semejante situación. El Congreso me suena más bien a ese lugar tenebroso y oscuro al que podemos llegar si vivimos vidas inauténticas, consagradas solamente a vivir según nuestros propios intereses y a permitirnos una existencia permisiva y sin lí­mites.

Eduardo Blandón

Los diputados se convierten, ahora sí­, en el espejo de lo que podrí­amos llegar a ser si nos descuidamos como personas. Y son buenos modelos para imaginar lo desgraciada que puede ser nuestra vida. Digamos que una existencia así­ se volverí­a abominable no sólo por la mezquindad propia, el inescrúpulo, la hipocresí­a, la mentira y la ambición ilimitada, sino también por el daño que se puede hacer a los demás por una carencia vital de humanidad.

Los diputados, entonces, serí­an más que un espejo, una escuela. Un í­cono, un modelo que representa aquello que debemos evitar ser, la imagen viva de lo espantoso y abominable. El fantasma capaz de atemorizar a las buenas conciencias (por la ví­a negativa) para no ser como ellos. Así­, Dios estarí­a usando el ejemplo de los diputados para advertir a la humanidad de lo bajo a lo que se puede llegar cuando se vive una vida así­ de fea.

El Congreso, otra vez, más que un espejo serí­a una escuela de vida. Ese lugar se convertirí­a en el hoyo negro al que ninguna persona desearí­a llegar. Digo, existencialmente el Congreso de la República se volverí­a en algo así­ como «el infierno tan temido» de Santa Teresa de Jesús. No infernal en cuanto que los diputados estén en sufrimiento constante: está visto que viajan mucho y se dan la gran vida. Hablamos de la miseria humana en la que la existencia puede caer.

¿Qué tan desgraciada puede ser la persona (humanamente hablando)? En el Congreso estarí­a la respuesta. Evidentemente, no todos en el Congreso son iguales (de hecho no todos roban gasolina, se van a Parí­s con invitaciones falsas ni se alojan en hoteles cinco estrellas en Antigua con gastos del erario público), pero hay una generalidad en la que Dios mismo estarí­a sin duda dispuesto a hacer llover agua y fuego. Hay excepciones, admitámoslo por simple acto de justicia.

Por lo visto, Dios sabe escribir recto en renglones torcidos. O sea, sabe tomar ventaja de las inmundicias humanas para hacer brillar la rectitud, la bondad y la belleza. Lo cual no quiere decir que debemos agradecerle la existencia del Congreso. í‰ste es más bien un mal tolerado por í‰l, para, de forma pedagógica, señalarle a las personas por dónde no deben conducir su existencia, cómo no deben ser. Al final, los diputados se convierten también en instrumentos en las manos de Dios, pero no por sus méritos, sino por sus desgracias.

El que sabe interpretar las cosas, la persona inteligente, el creyente, debe ver el Congreso como un lugar teológico, la revelación, el anuncio de un mensaje que Dios quiere darle a la persona de fe. Por eso, el creyente deberí­a santiguarse al pasar junto al Congreso (como se hace en el caso de las iglesias), elevar los ojos al cielo y pedir la conversión de esas ánimas benditas. Aunque (de una vez le advierto) eso serí­a casi como pedir por la conversión del mismo Satanás. Misión imposible.