El Colegio de Ingenieros ante la corrupción estatal


    Una tarde de la semana anterior, estando en un centro comercial me topé de repente con Paco (para decir un nombre) a quien no veí­a desde hace muchí­simos años, cuando ambos, ya maduros de edad, estábamos por concluir nuestros estudios superiores, él en la facultad de Ingenierí­a y yo en la de Derecho, en la Universidad Mariano Gálvez.

Eduardo Villatoro

   Cuando nos divisamos, yo salí­ a su encuentro. Nos sentamos a tomarnos un café e iniciamos una breve conversación. Después de las preguntas cajoneras acerca de nuestras familias mi amigo me dijo que me habí­a seguido la huella en mi trayectoria de periodista, y yo le inquirí­ cómo lo trataba la vida. «No me puedo quejar -respondió-,  pero me irí­a mejor si no fuera por tanta corrupción en los gobiernos».

   Seguidamente se explayó. Es propietario de una pequeña empresa constructora que funciona precariamente a causa de dos factores: El primero, el Estado no le termina de pagar las deudas contraí­das con Paco por obras que construyó, y, el segundo, gradualmente ha ido incrementándose la voracidad de los funcionarios que tienen a su cargo la adjudicación de contratos. Me contó que en tiempos del presidente Portillo era común que los contratistas pagaran (?) entre un 10 y un 15% del coste de la obra; durante la administración del presidente Berger las comisiones aumentaron al 20% y en la actualidad la mordida es del 30% mí­nimo.

   Me dijo que esos actos de corrupción encarecen las obras de construcción y de mantenimiento, a la vez que disminuye la calidad de las mismas porque se emplea deficiente material. Yo le reclamé por qué se presta a esta clase de maniobras, y replicó que lo hací­a por necesidad y que si él no se sometí­a a las exigencias de funcionarios públicos, incluyendo diputados, alcaldes y sus testaferros, otras empresas constructoras se encargan de los contratos.

   Mi amigo me pidió que si iba a publicar algún artí­culo al respecto, que no lo identificara, por los perjuicios que le podrí­a ocasionar. Y si estoy escribiendo estos apuntes es porque da la causalidad que el lunes pasado el Colegio de Ingenieros de Guatemala publicó una declaración en un Campo Pagado, «ante las emergencias ocurridas a raí­z de la erupción del Volcán (sic) de Pacaya y la tormenta Aghata».

   Ese ente manifiesta su «preocupación por la vulnerabilidad puesta en evidencia en la infraestructura del paí­s… por lo que reitera la mala calidad de la obra pública». No voy a asegurar que la Junta Directiva del Colegio de Ingenieros intente lavarse las manos; pero me surge la condenada y cochina duda acerca de quiénes son los encargados de dirigir las obras, de supervisarlas y de aprobarlas una vez concluidos los trabajos. ¿Serán, acaso, médicos, pedagogos, abogados, veterinarios, dentistas, farmacéuticos o posiblemente periodistas?

    Además de lamentar que «las obras de infraestructura sean el pago de favores polí­ticos, adjudicando proyectos de ingenierí­a a empresas de dudosa reputación, y carentes de ética» ese colegio solicita que se contrate la reconstrucción de las obras «de manera transparente», pide que se realice una «exhaustiva investigación de los factores que provocaron el colapso de la infraestructura», se compromete a «ejercer una fiscalización técnica», y en el caso de que «un profesional de la Ingenierí­a se vea involucrado en una mala práctica profesional», presentará la denuncia ante el Tribunal de Honor de ese Colegio, y concluye a sus agremiados a «no prestarse a ningún tipo de acción de corrupción».

   Por mi parte, termino reiterando la gastada frase: «Para que haya corrupción es necesario que hayan corruptos y corruptores». ¿Me comprendes, Méndez?

   (El ingeniero jefe Romualdo Tishudo le dice al estudiante último año de Ingenierí­a: -Este proyecto es importantí­simo para la empresa, pero no tiene presupuesto, ni documentación y, además, es para mañana, así­ que es tu oportunidad de impresionar a todos).