El chapí­n



El verdadero chapí­n (no hablo del que ha alterado su tipo extranjerizándose), ama a su patria ardientemente, entendiendo con frecuencia por patria la capital donde ha nacido; y está tan adherido a ella, como la tortuga al carapacho que la cubre. Para él, Guatemala es mejor que Parí­s; no cambiarí­a el chocolate, por el té ni por el café (en lo cual tal vez tiene razón). Le gustan más los tamales que el vol-au-vent, y prefiere un plato de pepián al más suculento roastbeef. Va siempre a los toros por diciembre, monta a caballo desde mediados de agosto hasta el fin del mes; se extasí­a viendo arder /castillos/ de pólvora; cree que los pañetes de Quezaltenango y los brichos de Totonicapán pueden competir con los mejores paños franceses y con los galones españoles; y en cuanto a música, no cambiarí­a los sonecitos de Pascua por todas las óperas de Verdi. Habla un castellano antiquí­simo: vos, habí­s, tené, andá; y su conversación está salpicada de provincialismos, algunos de ellos tan expresivos como pintorescos. Come a las dos de la tarde: se afeita jueves y domingo, a no ser que tenga catarro, que entonces no lo hace así­ le maten; ha cumplido cincuenta primaveras y le llaman todaví­a niño fulano; concurre hace quince años a una tertulia, donde tiene unos amores crónicos que durarán hasta que ella o él bajen a la sepultura. Tales son, con otros que omito, por no alargar más este bosquejo, los rasgos principales que constituyen al chapí­n legitimo; del cual, como tengo dicho, apenas quedan ya unas pocas muestras.

José Milla (Guatemala, 1822 – Guatemala, 1882)