El centro mí­tico de Guatemala


Cultural4y5_3

Este ensayo de interpretación del complejo arquitectónico del Centro Cultural Miguel íngel Asturias, denominado aquí­ Centro Mí­tico de Guatemala, parte del hecho de que la obras de arte dicen más que lo que el autor se propuso deliberadamente decir con ellas y de lo que racional y conscientemente pueda explicar una vez concluidas.

Por Juan B. Juárez*

En el contexto que abre la interpretación de una obra arquitectónica de significativa presencia en el paisaje urbano de la ciudad de Guatemala y de marcada influencia en la vida cultural del paí­s, ese decir más de la obra equivale a mostrar más, a señalar más, a dejar ver más, a evocar más y, en fin, a significar más.  En otras palabras, la intención interpretativa que guí­a a este trabajo considera a la compleja obra arquitectónica no sólo en su función expresa de teatro nacional sino sobre todo en su función de signo y manifestación de la vitalidad y originalidad cultural de Guatemala entendida como creación permanente, renovadora y fundamental, fiel al pasado mí­tico e histórico, convocadora y unificadora de las potencialidades constructivas e imaginativas de los individuos y las colectividades, consecuente con las circunstancias crí­ticas de la actualidad y visionaria de un futuro que se cumple como destino y liberación.

Dado ese elevado concepto de la función fundamental de la actividad artí­stica y cultural en el seno de una sociedad en trance de definir su esencia, la arquitectura del Teatro Nacional no sólo señala a la actividad teatral y musical que acoge en su destino funcional propiamente dicho sino que además involucra (integra, para usar un término que se usaba en el medio arquitectónico en la época en que fue construido) en su modo de significar a las artes plásticas y a la literatura para constituirse en el signo de una convocatoria, en el llamado profundo del ser guatemalteco que reclama en todas las ví­as una expresión legí­tima y auténtica.

Lo que sea ese plus de significado que irradia del Teatro Nacional, lo que dice de más, lo que señala de más y deja ver incluso más allá de las intenciones del artista, únicamente se puede visualizar y comprender —es decir, aparecer en la consciencia— viendo hacia y desde el horizonte al que el Teatro Nacional, en tanto signo, señala, y saliendo al encuentro de lo que convoca en la evocación. 

El análisis y la discusión de sus formas desde el punto de vista de la funcionalidad está aquí­ demás, porque el concepto que orienta su construcción conlleva en sí­ mismo la crí­tica y la superación del funcionalismo arquitectónico internacional que rige, por ejemplo, en las construcciones y el urbanismo del centro cí­vico que le sirven no sólo de contexto sino propiamente de interlocutoras en un diálogo sobre el ser de la arquitectura y de la cultura nacionales. Es precisamente en el contexto de ese diálogo que las formas arquitectónicas del Teatro Nacional se articulan conforme a un decir extra arquitectónico que termina predominando sobre la intención meramente funcional y constructiva.

El predominio de la intención de significar algo más allá que su función expresa de teatro nacional es fácilmente verificable, pues la imponente edificación se ofrece desde cualquier ángulo que se le vea como objeto de contemplación, cuya forma, por sí­ misma, independientemente de su función, asombra, intriga y admira al mismo tiempo.  Este carácter de admirable, asombroso, imponente e intrigante que posee el Gran Teatro Nacional y el complejo arquitectónico del Centro Cultural Miguel íngel Asturias era ya visible durante su construcción, como lo pudo percibir el poeta Manuel José Arce en 1975 cuando, ante la enorme fábrica, se preguntaba “Qué estará haciendo allí­ el maestro Efraí­n Recinos.”

El ofrecerse como obra ad-mirable, como objeto de contemplación estética conlleva, sin embargo, la instauración de una distancia y unos lí­mites que son propios del admirar pero que el espectador, o mejor dicho el lector que quiera dejar el plano del espectáculo debe franquear no sin cierto esfuerzo para poder acceder a lo que del teatro intriga y asombra, a su misterio y a los enigmas que plantea, esto es para comprender lo que en verdad la obra le quiere decir.  Porque el decir del Teatro Nacional como obra de arquitectura guatemalteca tiene un destinatario determinado, un espectador ideal —el guatemalteco— al que el esfuerzo por comprender ese decir lo ayuda a constituirse como sujeto en el que se cumple el obrar de la obra.

Queda claro, entonces, que la comprensión de una obra arquitectónica no se reduce a un simple mirarla, a la mera contemplación absorta de sus formas y a un admirar desde la distancia pues esas actitudes propias del diletante se quedan en la superficie, mantienen a la obra en la lejaní­a del espectáculo y no deparan una experiencia de la obra en sentido propio.  Esta actitud “estética” equivale al acto pasar la mirada sobre un texto escrito en un idioma desconocido para extasiarse con la tipografí­a o admirar la diagramación sin preocuparse por comprenderlo, sin esforzarse por penetrarlo y saber qué dice.  Así­, la lectura de una obra arquitectónica implica la esforzada anulación de la distancia y del alejamiento que  impone la contemplación estética mediante acercamientos diversos y adecuados, reiterados recorridos en todas las direcciones y tiempos posibles que deparen una enorme variedad de perspectivas, acompañados de observaciones pertinentes y crí­ticas del contexto fí­sico, cultural e histórico en que surge la obra y de las nociones previas, así­ sean elementales, de las orientaciones arquitectónicas a las cuales responde, como tradición o ruptura, esa obra en particular.  Solo procediendo de esta manera es que la lectura se vuelve interpretación y la interpretación, experiencia y ejecución (en el sentido en que se ejecuta una partitura para actualizar la música cifrada en notas); interpretación y ejecución que realmente abran a la obra y penetren en su modo de decir para, de esta manera, dejar que la obra hable y diga lo que dice.  De allí­ se desprende que tanto la interpretación de una obra de arte como la lectura de un texto no consisten en agregarle algo de nuestra subjetividad a la obra o al texto sino, al contrario, significa abrir nuestra subjetividad al decir objetivo de la obra: la lectura descubre lo que dice el texto en la medida en que las palabras del texto señalan a ese decir.

De cierta manera se pueda afirmar que el Teatro como signo se dirige a nosotros en la extrañeza de un lenguaje arquitectónico y literario que no estamos acostumbrados a leer ni a pronunciar pero que de alguna manera comprendemos así­ sea vaga y fragmentariamente, ya sea porque sabemos de lo que habla —nos reconocemos en su tema—o bien porque intuimos el sentido de sus sí­mbolos aunque desconozcamos la gramática que los articula en la unidad de un discurso elocuente y conmovedor.

 Lo que ha de lograrse con la interpretación del Teatro Nacional y del centro cultural Miguel íngel Asturias, es decir el Centro Mí­tico de Guatemala, es obviamente la comprensión de su significado profundo en el contexto de la cultura y la sociedad guatemaltecas.  Comprender en este caso significa actualizar, es decir dejar que actúen en el presente actual —en los individuos y en la sociedad de hoy— las fuerzas del ser guatemalteco que la forma del teatro invoca y convoca.

EL TEATRO: EL OTRO ESPACIO

No solo por las peculiaridades del terreno ni por las sugerencias que planteaba la antigua fortaleza militar de San José de Buena Vista sino por una necesidad propia de su idea constructiva y de la concepción simbólica de su arquitectura, el Teatro Nacional delimitó desde su construcción un espacio aparte, separado estilí­sticamente, es decir espiritualmente, de la modernidad del Centro Cí­vico, en el que pudiera desarrollarse bajo su propio impulso como reflexión sobre la cultura nacional.

Tal espacio no existí­a: fue instaurado por la intención simbólica de la arquitectura del Teatro.    No se trata, en efecto, de un espacio vací­o y abstracto que se pueda medir geométricamente y utilizar  indistintamente para este u otro fin, un teatro, por ejemplo, sino propiamente un lugar concreto y esencial en el que acontece —tiene lugar— la reflexión sobre el ser de la cultura guatemalteca: el lugar por excelencia donde se hace presente, donde actúa ese ser que en su actividad incesante define a lo guatemalteco.  En ese sentido, la arquitectura del Teatro es ella misma esa reflexión que se abre como ámbito que acoge al ser sobre el que reflexiona.

De ahí­ la necesidad í­ntima de definir su sentido como espacio separado y distinto que se instaura como lugar y como ámbito; un ámbito diferente en el que las cosas significan otra cosa.  Y también la consecuente necesidad de una arquitectura cerrada sobre sí­ misma que resguarde lo que en ese ámbito se significa.

El carácter de separado de ese ámbito y el carácter de cerrado de esa arquitectura surgen no sólo como consecuencia de la concepción del ser de la cultura como intimidad sino también de la percepción de la vulnerabilidad de ese ser, por ejemplo, frente a la arquitectura internacional moderna que allí­, a un lado del Teatro, se erige como cí­vica y nacional.   Pues se trata ahora, en efecto, del espacio de la intimidad, de la mismidad y de la esencialidad del ser guatemalteco, que como tal intimidad exige ser resguardada, que como tal mismidad necesita ser mantenida imperturbable en su ser y que como tal esencialidad necesita mantenerse encendida y palpitante para iluminar y dar sentido a toda creación artí­stica que se haga en su nombre.

Por eso mismo el aprovechamiento de la colina y de la  antigua fortaleza militar   para delimitar un espacio y significar que en tal espacio, separado de lo cotidiano se instala el Teatro como arquitectura y se impone como imagen, como aparición y como signo que parece brotar abruptamente de la tierra para, en el tiempo simultáneo de la arquitectura, reposar sobre la cima de la colina.  Se trata ahora de un señalado lugar, separado fí­sica (la colina) y espiritualmente (el estilo) de lo que sucede y permanece a su alrededor, ahora ya no sólo del Centro Cí­vico como arquitectura sino también de la vida cotidiana de la ciudad que se extiende a sus pies.

En efecto, vista desde la distancia y desde todos los puntos de la ciudad, la imagen exterior del Teatro impone sus formas rotundas y extrañas de pirámide precolombina, de silueta de jaguar o de esfinge, y sus colores azul y blanco, muy por encima de todo lo que es cotidianamente conocido, para señalar justamente su extrañeza y su otredad frente a un mundo que se define por la cotidianidad de sus afanes.  Es precisamente frente a esa cotidianeidad que la arquitectura del Teatro se constituye como signo que se destaca entre todos los lugares para señalar a ese lugar en particular, que es distinto en su forma y en su destino, para centrar en él (en el lugar y en el signo) la mirada extrañada de su entorno, y para convocar a la población, incluso a la más lejana, en torno al ser de la cultura guatemalteca que se hace presente en ese espacio que, precisamente por eso, es significativamente distinto.

Es precisamente por el carácter de otro que en ese espacio instaurado por la arquitectura del Teatro las cosas significan otra cosa y que en él se pueda dar algo así­ como una reflexión arquitectónica que efectivamente convoque y haga presente al ser de la cultura guatemalteca. 

No estamos hablando aquí­ de fantasiosas metáforas cí­vicas ni de evanescentes elucubraciones estéticas sino de las funciones más originales y primigenias de la creación artí­stica, que se funda y adquiere su sentido en la pretensión de hacer presente en la obras de arte el ser que las inspira. De ahí­ el elevado rango ontológico, de acercamiento al ser, de modo de conocimiento y de verdad que desde siempre le ha reconocido la filosofí­a al arte, desde Platón hasta Heidegger, pasando por  Kant y Hegel.

Es únicamente en el ámbito de las reflexiones más pragmáticas de la modernidad que las obras de arte aparecen desvinculadas del sentido primigenio de presencia y de convocatoria del ser y de la comunidad en torno a ese ser. Sin embargo, aún persisten fragmentos de esta manera de comprender el arte en los conceptos de “expresión”, “comunicación”, “reconocimiento en la obra”, etc., con los que algunos teóricos y artistas tratan de explicar, sin éxito,  el ámbito que abre cada obra y en el cual alcanza todo su sentido y se cumple como comunicación en el seno de una comunidad que se reconoce en ellas.

Habrí­a que pensar si la ocultación de ese ví­nculo de las obras de arte con el ser que las inspira en un ambiente en el que predomina la razón práctica no es la causa de que la arquitectura moderna se inspire únicamente en la eficiencia del uso racional del espacio y ahogue en la racionalidad de ese espacio uniforme las necesidades de expresión de unos individuos y unas sociedades que precisamente se afirman en su singularidad histórica y cultural.

Por otro lado, todaví­a nos es posible, pese a nuestro moderno escepticismo, experimentar la arquitectura como vinculada al ser que la inspira sobre todo en los templos cristianos tradicionales en los que, para las personas formadas en esa fe, Dios está presente, convocado por la forma arquitectónica y las invocaciones de los fieles, presencia que la arquitectura de los templos modernos, construidos racionalmente para albergar cómodamente a un grupo de personas, ya no convoca.

CAMINANDO POR LA ALEGORíA

En este punto se impone un nuevo recorrido por ese Centro Mí­tico que poco a poco hemos venido desvelando.  Sin embargo ¿por dónde hemos de acceder a ese espacio otro que instaura la arquitectura del Teatro? ¿Por el graderí­o que lo conecta al Centro Cí­vico? ¿Por esa especie de vereda serpenteante que conduce primero a la Escuela Nacional de Artes Plásticas y que sigue ascendiendo por atrás de la pirámide? ¿O rodeamos la colina y, pasando frente al vetusto muro musgoso del Castillo de San José, entramos por la desolada playa de estacionamiento público, o por la entrada de la 24 calle, que es supuestamente la de los artistas, trabajadores y proveedores? 

La decisión que tomemos no es irrelevante, pues las impresiones emotivas son diferentes según la perspectiva en la que se nos aparezca la desmesurada construcción.  Desde el graderí­o que conecta el Teatro con el Centro Cí­vico la ascensión tiene algo de ceremonial y solemne y por allí­ se va descubriendo paso a paso la imagen espectacular y majestuosa de la enorme nave que reposa imperturbable en la cima de la colina, entre gigantescas olas — ¿o velas?— blancas que parecen, sin embargo, mecerla — ¿o conducirla?— suavemente, con el alto puente azul confundido en el azul del cielo. Basta moverse un poco para distinguir la pirámide azul y el gran jaguar que la resguarda y que es el sí­mbolo que nos atrajo desde la lejaní­a; y otro poco para descubrir en el borde de la pirámide el perfil de un mapa; un poco más cerca y descubrimos el recurso óptico del azul que no es azul, al mismo tiempo que nos abrumamos por la altitud de montaña, de abismo, de los muros blancos.

Pero si el lugar de acceso no es indiferente, tampoco lo es la hora del dí­a y la época del año, pues el Teatro cambia de aspecto de acuerdo a la dirección y la intensidad de la luz. Y como este recorrido tiene como objetivo no sólo hacer un inventario de los elementos figurativos que se integran en la alegorí­a que es el Teatro, sino también registrar las emociones que produce en el espectador sensible la integración de tales elementos en la unidad cambiante de la arquitectura, la tarea se vuelve infinita.

Por ejemplo, temprano en la mañana, con el sol de frente, el aspecto de esta parte del Teatro que hemos descrito es de una deslumbrante claridad, exactamente como la de una aparición total y de conjunto.  A medida que transcurre el dí­a, las sombras van dando contorno y volumen a los elementos que antes se fundí­an en una imagen total y sin fisuras.  Los pequeños ventanales cuadrados prolongan su sombra y se convierten en misteriosos personajes con penacho; las olas —¿las velas?— gigantescas se acentúan y empiezan a estabilizarse en formas frágiles y su suave ritmo permite adivinar la presencia del viento y la fuerza con que se apegan y envuelven al azul de la pirámide.

Si nuestra decisión nos llevó a rodear el Teatro y, pasando frente al vetusto muro del Castillo de San José y el bullicio del mercado de La Placita, entramos por la 20 calle, la desierta playa de estacionamiento puede parecer desalentadora, sobre todo si es un mediodí­a de verano y la grama que cubre las ondulaciones de la colina tiene el aspecto requemado de la vegetación del desierto.  La gran masa azul y blanco del Teatro se nos hace más extraña y más lejana.  Encaminados por la vereda, sentimos en las plantas de los pies la dura y escamosa sensación de piedras pequeñas: la acera, hecha de piedra de rí­o, tiene un curioso diseño de cabeza de serpiente que, al mismo tiempo, recuerda el perfil del Teatro y a algunos personajes que hemos visto  en las pinturas de Efraí­n Recinos, el arquitecto del Teatro.  Al subir el graderí­o, la gran masa blanca parece desprenderse del azul y avanzar hacia nosotros, como un alud de nieve cegadora y resplandeciente: pero entre el alud y nosotros se abre una plaza de piso de serpiente y, en medio, una fuente de volcanes, con agua transparente y extrañas bancas miradoras, ofrece, como un oasis, un descanso sin sombra sobre todo a la mirada deslumbrada por la luz reflejada en ese declive cegador e hiriente del techo del Teatro. 

Se trata ahora ya no de una imagen estática que despierta reverencia por su majestuosidad y hieratismo, como la que ofrece el lateral oriental, sino de una imagen agresiva, arrolladora, amenazante.  Desde la fuente de los volcanes nos sentimos intimidados por la gran masa que nos sobrepasa, y observados por las miradas inquisidoras que adivinamos en los ventanales del frente: pertenecen, nos decimos, a guerreros con máscaras terribles de aristas cortantes, que nos cierran el paso, tensos, alertados por nuestra intrusión profana.  Ahora ya no es sólo la gran masa arrolladora la que nos amenaza sino que con la presencia de los guerreros en la base, a la vanguardia del avance, el conjunto del Teatro se ha convertido en una espantable máquina de guerra que nos mantiene en guardia. A medida que nuestro ánimo se asienta y la luz del sol acentúa las sombras, el declive del techo se curva y atenúa la velocidad de su caí­da, y en el azul de la cúspide se detiene el cielo, el hiriente blanco se ablanda con grises azulados, las guerreros pierden su fiereza y se vuelven amables, y los cascos guerreros y máscaras agresivas e intimidantes se alinean diseñando con sus huecos y salientes una marimba primera, la ideal, la que, por así­ decirlo, corresponde a la idea, que señala propiamente el ingreso al interior del Teatro.

“Subir” al Teatro en una tarde gris y ventosa por la vereda que pasa por la Escuela Nacional de Artes Plásticas impone un ánimo aventurero.  Desde la pequeña plaza de la Escuela la enorme construcción se impone como una escarpada montaña que invita a ser conquistada.  La mirada va desde un ángulo de la base en el que las rocas propias del terreno se funden con los cimientos de cemento armado del edificio.  Es tan pródiga la naturaleza que con los años incluso el cemento se ha cubierto de vegetación y actualmente algunas ramas obstaculizan la visión del abrupto ascenso de esa masa que se pierde en el azul.  Es tan pronunciado el ángulo que exige dar la cara al cielo para seguir esa violenta irrupción de la tierra en el cielo.

Invitados por esa promesa, seguimos la vereda cuyo piso tiene el mismo diseño de cabeza de serpiente y de perfil del teatro.  Sin embargo, la vereda desemboca en otra playa de estacionamiento, desde la cual vemos el prodigioso muro que ahora desciende del azul al verde, en una inclinación que, al igual que el muro musgoso del castillo de San José, cierra y vuelve inexpugnable el espacio del Teatro.

De esta playa de estacionamiento accedemos al camino de los artistas y proveedores del Teatro.  Por este lado no hay suficiente espacio para una visión de conjunto del gran edificio y por eso destacan más los detalles.  En ángulo cerrado ya no es la masa arquitectónica que se ofrece como un todo uniforme sino que, desde aquí­, es la lí­nea y el dibujo los que conducen la mirada: otra vez el blanco, ahora con fragmentos de azul y textura y movimiento de bandera arremolinada por el viento; las escalinatas de castillo misterioso y los personajes vigilantes con cuerpo de torre; el paisaje colorido del teatro de cámara cuyos colores í­gneos le vienen de adentro, reflejan la actividad interior.

En sentido estricto, en la forma exterior del Teatro no hay simetrí­a y nada se puede dar por supuesto de antemano. Uno y cambiante, su serena imponencia en el paisaje urbano de la ciudad, que a su vez se funde en el paisaje fí­sico del paí­s, depara a cada paso sorpresivos hallazgos de formas y significados a través de los cuales la simple curiosidad profana se transforma en un respetuoso y emotivo reconocimiento Todos los recorridos posibles no agotan sus formas y sus significados que, sin embargo, están allí­ presentes, mostrándose a cada quien según su sensibilidad y sus propósitos: el Teatro como arquitectura es un surtidor inagotable de signos de entrañables significados para los guatemaltecos.

CONCLUSIONES

La reflexión sobre la cultura guatemalteca —sobre el ser guatemalteco—tiene en el Teatro Nacional, más que la forma de una indagación, el carácter de una afirmación rotunda. Su diseño arquitectónico, que integra elementos simbólico-figurativos de hondas resonancias histórico-culturales, va más allá de una intención alegórica; es decir el Teatro como forma no es algo que nos haga pensar intelectualmente en el ser guatemalteco sino que propiamente se impone como una manifestación concreta —arquitectónica— de ese ser.  Si retomamos la idea del diálogo arquitectónico del que hablamos anteriormente entre la arquitectura internacional moderna que rigió en la construcción en el Centro Cí­vico y la idea constructiva que rigió en la construcción del Teatro Nacional, podemos comprender mejor el carácter de respuesta que tiene la arquitectura de éste último.

Al margen de ese diálogo, la rotundidad que tiene el Teatro como respuesta va, por supuesto, más allá de lo meramente estilí­stico, pues la cuestión que trata de dirimir —el ser guatemalteco—es más profunda que las meras diferencias de estilo: es el fundamento de la identidad cultural que nos constituye como guatemaltecos, identidad que, por razones históricas, económicas, sociales, étnicas, religiosas y polí­ticas que no podemos discutir en este espacio, siempre se plantea como problemática a la hora de definirla conceptualmente y como conflictiva en las pretensiones vitales de autoafirmación de los individuos y de los grupos históricamente antagónicos que conforman la sociedad guatemalteca. Es precisamente en el núcleo del conflicto histórico y social sobre la identidad cultural guatemalteca (conflicto que no es sólo teórico sino sobre todo social, económico y polí­tico) donde el Teatro Nacional descubre su verdadero carácter de afirmación y respuesta y también su pretensión de dirimir definitivamente esa cuestión fundamental.

Naturalmente, la respuesta a esa cuestión fundamental que da el Teatro Nacional como manifestación y encarnación concreta de ese ser guatemalteco, en la que consecuentemente no se plantea la cuestión de la identidad, no es una respuesta intelectualmente razonada, producto de concepciones históricas, sociales y antropológicas, sino propiamente una respuesta mí­tica que se adelanta a todas las interrogantes y dudas que puedan caber sobre el problema del ser y la identidad de la cultura guatemalteca.  El Teatro Nacional, como la obra simbólica-arquitectónica que es, es un acto de fe.

* Nota: La muerte de Efraí­n Recinos, no por esperada menos dolorosa, es razón suficiente para publicar fragmentos inéditos de una “lectura” de su Gran Teatro, iniciada en 1987, como una manera de expresar no sólo mi permanente admiración hacia su obra y a su persona, sino para señalar el papel fundamental que están llamadas a cumplir en la definición dinámica de la identidad cultural guatemalteca. (JBJ)