El camaleón que finalmente no sabí­a de qué color ponerse


Tito Monterroso*

En un paí­s muy remoto, en plena selva, se presentó hace muchos años un tiempo malo en que el Camaleón, a quien le habí­a dado por la polí­tica, entró en un estado de total desconcierto, pues los otros animales, asesorados por la Zorra, se habí­an enterado de sus artimañas y empezaron a contrarrestarlas llevando dí­a y noche en los bolsillos juegos de diversos vidrios de colores para combatir su ambigí¼edad e hipocresí­a, de manera que cuando él estaba morado y por cualquier circunstancia del momento necesitaba volverse, digamos, azul, sacaba rápidamente un cristal rojo a través del cual lo veí­an, y para ellos continuaba siendo el mismo Camaleón morado, aunque se condujera como Camaleón azul; y cuando estaba rojo y por motivaciones especiales se volví­a anaranjado, usaban el cristal correspondiente y lo seguí­an viendo tal cual.


Esto sólo en cuanto a los colores primarios, pues el método se generalizó tanto que con el tiempo no habí­a ya quien no llevara consigo un equipo completo de cristales para aquellos casos en que el mañoso se tornaba simplemente grisáceo, o verdeazul, o de cualquier color más o menos indefinido, para el cual eran necesarias tres, cuatro o cinco superposiciones de cristales.

Pero lo bueno fue que el Camaleón, considerando que todos eran de su condición, adoptó también el sistema.

Entonces era cosa de verlos a todos en las calles sacando y alternando cristales a medida que cambiaban de colores, según el clima polí­tico o las opiniones polí­ticas prevalecientes ese dí­a de la semana o a esa hora del dí­a o de la noche.

Como es fácil comprender, esto se convirtió en una especie de peligrosa confusión de las lenguas; pero pronto los más listos se dieron cuenta de que aquello serí­a la ruina general si no se reglamentaba de alguna manera, a menos que todos estuvieran dispuestos a ser cegados y perdidos definitivamente por los dioses, y restablecieron el orden.

Además de lo estatuido por el Reglamento que se redactó con ese fin, el derecho consuetudinario fijó por su parte reglas de refinada urbanidad, según las cuales, si alguno carecí­a de un vidrio de determinado color urgente para disfrazarse o para descubrir el verdadero color de alguien, podí­a recurrir, inclusive, a sus propios enemigos para que se lo prestaran, de acuerdo con su necesidad del momento, como sucedí­a entre las naciones más civilizadas.

Sólo el León que por entonces era el Presidente de la Selva se reí­a de unos y otros, aunque a veces socarronamente jugaba también un poco lo suyo por divertirse.

De esa época viene el dicho de que todo Camaleón es según el color del cristal con que se mira.

* Tomado de «La Oveja Negra y demás fábulas». Obsérvese que la crí­tica no está enfocada al Camaleón polí­tico que se adapta al ambiente ni al León poderoso, sino contra el pueblo, que sigue el juego que proyectan los polí­ticos.