Lo que si es cierto es que entonces el mundo no era el mismo. Inestable, convulso, contrariado por el desequilibrio de las fuerzas; por un lado una Norteamérica que se debatía en un clima político y diplomático fuertemente influenciado por la dinámica de la Guerra Fría, por otro, una Cuba desafiante que vio en su revolución (1959) la posibilidad de salirse del margen marcado por el imperio.
Sí, era el escenario perfecto. Sólo así se hacía posible que la palabra onomatopéyica (del inglés) -que hace referencia directa al estallido –el boom, nos remitiera más que a la destrucción causada por la explosión a esa onda potente que dio rienda suelta al brío de la creación. La posibilidad de pintar sobre blanco, de empezar una nueva etapa.
El boom sonó; lo hizo fuerte y claro. Así, tan original, como cualquier valiente –de esos que ya no suelen verse . Valiente porque se salió de sus casillas y se dedicó a lo suyo, a darse forma a sí mismo, a vivir por placer y, con esto, a experimentar la libertad que solo da la autenticidad.
Era la década de los sesenta
y la América Latina acostumbrada a agachar la cabeza ante el imperio norteamericano –una mala costumbre que nos quedó de la macabra conquista española -, esta vez se puso en pie, plantó cara y alzó su voz, o por lo menos su letra.
«El boom sirvió para que el mundo supiera que América Latina no solo producía dictadores y revolucionarios, el mambo o la guaracha, sino también buena literatura», dijo el Premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa.
Es imposible de ubicar cronológicamente. No hay un antes y un después de este fenómeno literario. Como las particularidades que se esconden en lo más profundo de la identidad de una persona, esas que salen al aire en un chispazo de inconsciencia, así mismo, de manera casi esquizoide, salió a flote una imaginación desbordante que hacía que la propia realidad latinoamericana se desdoblase.
Atrás quedaron las novelas pastoriles y costumbristas, atrás quedaron las novelas con narraciones rurales. Llegaron esos primeros susurros de modernismo de autores como Jorge Luis Borges, Miguel Ángel Asturias, Alejo Carpentier, Juan Carlos Onetti o Juan Rulfo. Se daban, en definitiva, los primeros pasos a la innovación.
Muchos sitúan el comienzo del boom con la publicación de la novela ‘La ciudad y los perros’ (1963) de Mario Vargas Llosa, otros (como Alfred McAdam) lo referencian con ‘Rayuela’, de Julio Cortázar; imposible resulta no pensar en ‘Cien años de Soledad’ (1967) de Gabriel García Márquez.
Injusto es pensar el boom como un antes y un después, como si pudiera tener fecha de caducidad. Arbitrario es limitar ese fenómeno que robustamente se denominó boom porque, inevitablemente, colinda con el abismo que existe entre los rótulos y las obras.
“El Boom es un modelo para armar; se pueden añadir o quitar nombres. Yo creo que el boom era una cosa abierta que permitía añadir jóvenes nombres; nadie lo creó, se fue creando solo y eso le dio flexibilidad y libertad”, afirmó el Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa.
Las fronteras suelen ser frágiles. Cabe preguntarse: ¿Qué tiene que ver Lezama con Onetti? ¿Por qué García Márquez y Vargas Llosa sí, mientras Puig no? ¿Por qué no figuran poetas? ¿Por qué no hay mujeres en tan viriles listas referentes al boom?
En términos cronológicos la cosa también es complicada. Algunos intelectuales sitúan al boom entre las décadas del sesenta y setenta, y pare de contar… ¿Tanto les importa a los nuevos escritores que los identifiquen con esos grandes nombres de antaño?
“El Boom fue un fenómeno más editorial que generacional”, afirma el escritor mexicano Julián Herbert.
Bajo esos términos estaríamos hablando de un fin del boom, un cadáver que ¿aún pesa en los jóvenes escritores?
Parece que la necesidad de enterrarlo – por lo menos dejarlo atrás – es una necesidad, incluso ética: “El Boom hizo de la figura del autor un fetiche; transformó a los escritores en superhéroes. Les dio acceso al poder e hizo que estuvieran demasiado cerca de este”, comentó el chileno Alberto Fuguet, un desencantado más.
Y… ¿la magia del realismo?
Subrayar al realismo mágico como uno de los elementos más representativos del boom latinoamericano no es una torpeza. Su importancia en el momento literario se hace innegable. Es como tratar de tapar el sol con un dedo. Pero sin exagerar; ni todo fue tan mágico ni tan perfecto, fue como la realidad misma.
“No”, asegura Héctor Abad Faciolince: “Ni siquiera todo Gabriel García Márquez es realismo mágico”. Para él, como para el mismo Mario Vargas Llosa, el realismo mágico es solo una parte del boom, no por eso menos relevante, si no pensemos en que Gabriel García Márquez fue el primer escritor del boom en ganar el Premio Nobel de Literatura.
Pero no fue solo el ingenio el que hizo posible el boom. Varios acontecimientos estaban en la órbita. Resaltan los desquiciantes (como suelen serlo) acontecimientos políticos. Los golpes de Estado en Cuba en 1959 y en Chile en 1973, la caída del general Perón en Argentina, la lucha violenta y prolongada de la guerrilla urbana, brutalmente reprimidas en Argentina y Uruguay, y la violencia sin fin en Colombia; todos estos repercutieron en la prosa que manaba de la necesidad de contar a un subcontinente multiforme.
Pero, por entonces, las buenas letras no lo serían sin la industria. Barcelona fue la clave porque allí Carlos Barral y su editorial, Seix Barral, dio impulso al boom publicando ‘La ciudad y los perros’, siguiendo órdenes de la muy persuasiva Carmen Balcells, la agente literaria del colombiano Gabriel García Márquez.
¿Con qué se queda y qué rechaza del Boom?
“Con el derecho a la contaminación. Me refiero al destierro de todo nacionalismo literario, al choque voluntario de la provinciana y castiza novela latinoamericana con otras lenguas y otras tradiciones: otras voces, otros ámbitos. Borges y Onetti habían entreabierto las ventanas de nuestra literatura para que por ellas entraran los otros, de Kipling y Stevenson a Faulkner y Céline”, comenta Alberto Fuguet.
Cansancio. Otros sienten cansancio de andar con el cadáver del boom a cuestas. Para el colombiano Héctor Abad Faciolince el boom ya es pasado, “es una vaca ordeñada, no se puede seguir en un camino que ya se recorrió”.
Otros dudan de la “hermandad” con la que se suele pensar el boom. “Me gusta escribir porque es una forma socialmente aceptada de estar a solas; la idea de escritores en grupo me parece contradictoria pero era otra época”, comentó el escritor argentino Rodrigo Fresán.
Sí que lo era. Las formas eran otras. Ahora Internet ha dado libertad de llegar al público, las fronteras se hicieron transparentes y la gente termina por leer lo que le dé la gana.
Pero resultaría caricaturesco no rendirle culto al boom. Nos ha dejado huella, es un referente -se quiera o no reconocer- así sea para concebir una idea opuesta de lo que ya fue.
Mario Vargas Llosa tiene el “angustioso” privilegio de ser uno de los pocos sobrevivientes del movimiento, por eso, tiene la autoridad para pensar en el futuro:
¿Tendremos los jóvenes latinoamericanos un nuevo Boom? (le pregunto)
Vargas Llosa sonríe, luego se pone pensativo y aclara: “Yo creo que los jóvenes ya están haciendo su propio boom”.
No sé si está o no por ahí, en todo caso, sería bonito leerlo.