Chiquimulilla es un pueblo de gente fiestera; es decir, por el menor motivo arma parrandas que cada día se han vuelto complicadas por el licor, las riñas y los balazos. Cuando yo empecé a “pelechar”, me ardían los pies porque me permitieran entrar al “baile social” que la Municipalidad organizaba para despedir el año que se iba, pues para pasar por la puerta en donde un policía municipal pedía las invitaciones, no dejaba entrar a quien no llevara su tarjeta.
Y a los patojos, en eso, no nos tiraban pelota, aunque ya pasáramos de los 14 años. Otra cosa eran las “entradas”, porque si usted tenía fondos para pagar el “guante”, podía bailar desde la “Calle 12”, con la que la marimba Alma Tropical abría la parranda, hasta el son que sigue identificando el programa Chapinlandia de la TGW. Pero un baile social era diferente: las damas con vestido largo de velo o terciopelo y los caballeros con pantalón, saco y corbatín. Y sólo porque se trataba del mes de diciembre, los tales caballeros no se derretían por el calor de la costa. En la feria de mayo sí se dispensaba ese protocolo, porque el verano lo exigía. En el baile social, cuando terminaba la tanda, las parejas, en fila, daban vuelta a todo lo largo y ancho del salón, fraguando amoríos y pretensiones de toda especie, incluyendo las posibles fugas que evitaban pasar por el matrimonio. Al siguiente día, es decir el 1 de enero del nuevo año, la pregunta sabida era “¿Y a quién se hueviaron anoche?”. Todos esos convencionalismos fueron desapareciendo. Hoy, ya no se estila el baile social; las mujeres van en pantalones y blusas, enseñando el ombligo, con una perla postiza adornándole la orilla; y los hombres con el pelo parado a puro moco de gorila o engrudo de talabartería si no encuentra el tal moco. Y usted ya no necesita saber bailar; nada de llevar el ritmo; sólo brinquitos y todo arreglado. El baile de Año Nuevo de entonces, era distinto. Recuerdo que en el último minuto de la hora 24 del 31 de diciembre, había orden municipal de apagar la luz y que reventaran los cuetes, permitiendo que las parejas se trenzaran en prolongados besos y demás caricias propias de la oscuridad, aunque la oportunidad sólo fuera de segundos. Después del apagón, como gracias a Dios el período del gobierno municipal sólo era de dos años y no existía ese vicio de las reelecciones, previa diana que tocaba la marimba y repicar del redoblante de la marimba, se venía el acto de lo que se llamaba “Cambio de Varas”: El secretario municipal leía un documento sin que nadie pusiera atención; anunciaba que tomarían posesión las nuevas autoridades; y luego del juramento mano en alto, se le daba posesión a la nueva corporación, recibiendo cada miembro su respectiva vara, barnizada y con un moño de lustrina roja. Entonces, el alcalde, dadivoso porque no era con su pisto, invitaba a un tamal que fabricaba don Lencho Colindres y a beber una copa de vino marañón, que es el champagne de la costa sur. A esa altura del baile, un río de “miados” ya era perceptible y cruzaba el recinto hasta la reposadera de en medio del salón, porque los mingitorios quedaban al final del corredor municipal; entonces los bailadores se arremolinaban en el sector poniente del salón, para no manchar los vestidos y empaparse los zapatos con los reductos de los riñones rellenos de cerveza. Lo bueno del cambio de varas era que Goyo Chuga, el policía que pedía las invitaciones en la entrada principal, a esa hora ya estaba dormido, y como el cambio de autoridad tenía que ser un acto de participación popular, todos los aspirantes a jóvenes entrábamos en bloque al salón de baile social y pasaba a ser zarabanda popular. Después, me vine del pueblo y solo de oídas me entero cómo son los bailes de ahora, aunque el nombre actual es “chonguengue”. Es más, creo que eso del baile social solo es, como diría el recordado doctor Arévalo, una memoria de aldea.