El arte polí­tico


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“El arte de la polí­tica”.  Así­ le llaman algunos a la actividad que realizan los llamados “animales polí­ticos” en el que como si fueran estetas de una práctica digna de contemplación estampan en el lienzo del imaginario social cada una de sus actuaciones.  Así­, si nos tomáramos en serio semejante ficción tendrí­amos que reconocer que nuestros partidos polí­ticos pintan y componen sinfoní­as a los que no tendrí­amos sino que rendirnos por la belleza que sus obras destellan.

Eduardo Blandón

 


Desafortunadamente, como ya he dejado entrever, en Guatemala nuestros polí­ticos no conocen el arte.  Y no lo disimulan. Si la polí­tica es la forma diplomática y humana para no agarrarse a trompadas y declararse la guerra para matarse sin piedad, aquí­, en nuestro paí­s, las cosas no siguen esa lógica poética.  La polí­tica más bien es el arte de la guerra disimulada, escondida y a veces (a menudo) bastante declarada.  Eso se puede ver a diario.

Los muertos de San José Pinula, los candidatos a alcaldes asesinados, demuestran con una didáctica sin igual, que el discurso que prevalece no es el diálogo sino la violencia.  Lo patente es que más que la pluma y/o la oratoria, lo que sabemos usar con maestrí­a son las balas y el puñal, la traición, la amenaza y la paleta de la muerte.  De artista nada, de estetas cero.  Nuestra “Summa cum laude” es en tanatofilia y no hablo de los ciudadanos trabajadores y honrados, sino la de los polí­ticos que saben usar con pericia el timo y los golpes bajos.

Por esta razón, nuestros polí­ticos no pueden aspirar a que los veneremos ni sintamos respetos por ellos.  Más bien asustan porque uno los imagina capos, ratas de alcantarillas que se conducen en un submundo siempre tenebroso y oscuro.  Son los amos de las conspiraciones y de ellos se puede esperar cualquier cosa: tráfico, corruptelas, nepotismos y un etcétera al que los guatemaltecos estamos habituados.  Su sonrisa es siempre (y aquí­ no hay excepción que confirme la regla) falsa.

No podemos aspirar, al menos en lo que se refleja en el medio hoy, alguien que haga la diferencia.  Ni los expastores, ni los exmilitares (menos aún), ni los abogados, ni los “académicos”, ni los Premios Nobel hacen la diferencia.  Todos nuestros polí­ticos (y aquí­ creo que vale la generalización) carecen de sensibilidad estética que harí­an de la polí­tica un arte que suscite el asombro y la maravilla.  Su hacer refleja más bien la indecencia y la capacidad infinita de volver apestoso lo que tocan.
 
Con todos esos antecedentes, ¿cómo se atreven todaví­a a invitarnos a votar?  Eso nos harí­a cómplices de su mal gusto, compartirí­amos con ellos su sentido de lo ordinario.  Si en ellos todo es execrable, digno de vituperio, burla y rechazo, lo mejor es, como dirí­a san Pablo, ni siquiera sentarse a la mesa y compartir ya no el pan, sino el voto.  Y no es que desde este lado nos sintamos impolutos (como dirí­a aquel candidato de infeliz memoria: los buenos somos más), sin manchas y puros, pero, vamos que no llegamos a los niveles de submundo de los polí­ticos.

Concluyamos, pues, que el arte polí­tico es todaví­a asignatura pendiente en nuestro medio y que mucho tendrán que aplicarse nuestra “animales polí­ticos” para pasar de lo rupestre al arte aunque sea medieval.  Hay que salir de las cavernas y reinventar un arte digno del siglo XXI.