Pienso en el hombre prehistórico y lo veo preocupado en busca de un lugar seguro. Ha decido comenzar un hogar y con su pareja urge un sitio cálido, confortable, capaz de conciliarlo con la tranquilidad a la que aspira. Sabe que no encontrarlo es impensable y no es una utopía inalcanzable, por ello se dispone a habitar uno.
Quizá esto exprese uno de los anhelos más primitivos del género humano, la búsqueda de seguridad, el ánimo de bienestar. Durante el día trabaja sin descanso, suda, se abruma en conseguir lo suficiente para sobrevivir y más allá. Al atardecer busca consuelo, le irrita la cháchara y desea otras fuentes de placer.
Se hunde el salvaje en cavilaciones. Sopesa el día, piensa si lo ha hecho bien. Proyecta el futuro. Al mismo tiempo busca el amor de su pareja, quiere ser acariciado en sus heridas. Da amor y espera retribución. Ahora muestra su lado más sentimental, muy lejos del bravo guerrero que lucha por doblegar la naturaleza.
Veo ahora al hombre del siglo XXI. No es muy diferente del Pitecántropo o el Neandertal. Miles de años no han sido suficiente para hacerlo distinto. Se alista temprano, se perfuma y parte de cacería. Durante más de ocho horas agotará sus fuerzas para llevar alimento a casa. Pero hoy no está solo, también ella alistada en el ejército laboral vuelve cansada para los dos encontrarse entre las sábanas. Exhaustos, humillados por la vida, pero con ganas aún de un poco de amor.
Solo que ahora, quizá como antes, ha encontrado opciones que lo alejan de la tranquilidad de la caverna. Para el efecto enciende su iPod, toma los auriculares y alejado, en un rincón de la casa, divaga. Piensa desordenadamente. En su mente pasan imágenes en forma de flash: tareas no completadas, mujeres (u hombres) vistas sin querer o queriendo, la preocupación del dinero que no llega puntual, la necesidad de culpar a la vida de sus desgracias.
Como el prehistórico se siente solo. Hundido en los brazos de su pareja encuentra un bálsamo contra el dolor, pero se sabe con soledad infinita. Ni él mismo se entiende. Reconoce el misterio, siente pavor, por momentos, en actitud existencial, abomina todo: su condición social, las instituciones encargadas de robar (los bancos en primer lugar), los gobiernos, los jefes.
Mientras eso sucede, cae en un sopor que no puede ser sino bendito. Entregado en los brazos de Morfeo sueña. Reconstruye el mundo y lo hace a su manera. Ahora toma venganza de todos: abraza un nuevo proyecto sentimental y cansado del trabajo, ficciona en otros países, sin hijos, exitoso, pleno, sin remordimientos de conciencia. Su pareja que no puede dormir lo deja. Reconoce en su descanso el acceso a la felicidad. Siente envidia y pide a Dios una experiencia semejante a la del salvaje posmoderno.