El amante de la modernidad*


Arturo Arias

Yo soy el amante de la modernidad. De niño querí­a ser ingeniero aeronáutico. Me la pasaba diseñando modelos de aviones, compañí­as aéreas, aeropuertos. Me inventé una compañí­a de aviones imaginaria, le puse King Aviation porque siempre me sentí­ rey, y en inglés desde luego, porque la fantasí­a natural, que palabra ésa, «natural», no diré nada de momento, pero la fantasí­a natural era la de estar residiendo en los Estados Unidos pese a no estarlo, porque al fin, estaba en Guatemala, vestigio no sólo de república bananera, sino de república tout court, aunque eso sí­, con bananitos deliciosos de dulces, pero por alguna razón misteriosa que debe ser sicológica como dirí­a Nabokov, la fantasí­a natural era la de estar en los Estates. No era rebuscada, sino que me salí­a así­, nomás, y yo tení­a sólo como doce años. La fantasí­a era que viví­a en los Estados Unidos, y me inventé a la King Aviation, y diseñaba aviones. Imaginé cómo hubieran sido los Convair de haber continuado su producción luego del 990, su último jet comercial, pues no pudieron competir ni con el B-707, ni con el DC-8, y los diseñé, y les puse KA-1, KA-2, y así­ subsecuentemente. Esta fábrica quedaba en una ciudad imaginaria llamada Mazuma, ubicada en el estado de Nueva York. Si bien me gustaba Nueva York ciudad, o sea Manhattan, y me la conocí­a de memoria porque tení­a sus mapas estudiados y reestudiados, en mi mundo de fantasí­a no era suficiente vivir en Nueva York. Nueva York ya existí­a, y querí­a una ciudad inventada por mí­. Por eso inventé Mazuma. Quedaba a orillas del rí­o Hudson, cerca de Albany. La idea era que si el canal de Erie hubiera continuado en el siglo veinte y lo hubieran ampliado de manera que existiera navegación de grandes buques entre Nueva York y los grandes lagos, habrí­a un gran puerto en el punto de conjunción del rí­o Hudson con el canal. Ese punto era Mazuma, puerto fluvial al interior del estado de Nueva York. Me la diseñé toda sobre la base de un viejo mapa de Montevideo. Me encontré en algún sitio que no recuerdo y allí­ quedaba King Aviation, en sus afueras.


Allí­ estaba también la sede de Transworld Air Transport, o TAT, sus siglas, la compañí­a aérea más grande del mundo, localizada en su aeropuerto, el cual también habí­a diseñado. TAT estaba modelada en la Pan American. Cuando yo era niño, era la compañí­a aérea más grande del mundo, y yo me sentí­a medio parte de ella, porque mi papá era secretario de uno de los abogados de la compañí­a en Guatemala. Como recompensa le regalaban un calendario de la Pan American cada navidad, y vení­a con fotos muy grandes del Taj Mahal, del Hawaii y de otros sitios exóticos que desde la Guatemala de mi niñez quedaban muy distantes, pero yo estaba seguro los conocerí­a algún dí­a, pues el mundo era mí­o, la compañí­a era casi de mi papá porque a él le tocaba mecanografiar las escrituras del abogado representándola en el paí­s y quien después salí­a a emborracharse con el mentado progenitor, y yo me conocí­a su historia de memoria, el primer vuelo de Cayo Hueso a La Habana hacia fines de los veintes, las rutas exploradas por Lindbergh y que luego le concedieron a la compañí­a, las aventuras de Juan Terry Trippe, el presidente de la misma, además de parecerme muy gracioso que siendo presidente de esa gran compañí­a gringa, se llamara «Juan» y no «John» como mandaban las reglas del darwinismo social, a saber, que toda la gente poderosa tuviera nombres en inglés, razón por la cual me avergonzaba de mi propio nombre ordinario, español, los dos apellidos para colmo, hasta los cuatro si querí­a extenderlo hasta el segundo de mi padre y de mi madre, horror de los horrores, ningún alemán o yugoslavo entre nuestros ancestros, sino puro nombre español y pura cara aindiada. Hí­jole. Eso hací­a casi mí­a la Pan American, en la cual modelé la TAT, la cual sí­ era mí­a, porque yo me la inventé.

Tan mí­a era la Pan American que cuando en 1958 iba a llegar el primer avión jet al paí­s, el entonces nueví­simo, ¿o se dice «noví­simo»?, Boeing 707, el cual habí­a visto ya en las fotos del calendario del año anterior con los nuevos colores de la compañí­a que me hicieron preguntarme por qué las compañí­as cambiaban de diseño y de logo. Todaví­a no entendí­a yo de la modernidad. Era más tradicional aún. Los aviones de hélices, los DC-7, en los cuales nunca monté, decí­an «PAA» en la cola, con dos lí­neas horizontales azules arriba y abajo de la fila de ventanas. En la trompita tení­an un globito con alitas. Pero ahora los jets tení­an en la cola un mundo redondo, celeste, con las palabras «Pan Am» en blanco dentro del globo y la trompa nomás era negra, de donde se desprendí­a una gruesa lí­nea celeste cubriendo las abundantes ventanitas más chicas del nuevo Boeing 707 extendiéndose hasta la cola, con blanco por encima. Se miraba mejor que el gris de los viejos aviones. Se anunció la venida a Guatemala del 707 y yo tení­a que ir a inspeccionarlo desde luego, pues era mi compañí­a. Tení­a que verlo, y se lo dije a mi mamá.

A pasos rápidos estaban expandiendo la pista del aeropuerto La Aurora. La pista era demasiado chiquita para acomodar a los 707 y el avión tení­a que aterrizar, así­ que estaban como locos ampliándola. Nosotros viví­amos cerca de Los Arcos, razón por lo cual nos tocó ver muy de cerca las maniobras aéreas del levantamiento del 13 de noviembre del sesenta, pero de eso no quiero hablar porque es polí­tica así­ que dejémoslo. La pista llegaba casi hasta Los Arcos. Normalmente debí­ poder ya, quizás, a los ocho años, caminar desde mi casa hasta Los Arcos para ver la construcción de la pista. Eran sólo dos cuadras, y el tráfico de 1958 era risible comparado con el de ahora. Además, todaví­a no secuestraban niños. Pero mi mamá era mi mamá. Para ella el tráfico ya era tremebundo y tení­a miedo que me atropellaran, porque no sabí­a cómo se pondrí­a el tráfico después, y todaví­a estaba impactada por lo del bebé de Lindbergh, aunque eso pasó en los Estados Unidos muchí­simo antes de que yo naciera, pero ella no lo olvidaba. Además, temí­a la bulla. En el paí­s siempre habí­a bulla, y es eso de lo que no quiero hablar aquí­. Cuando habí­a bulla habí­a bochinche, y cuando habí­a bochinche lo podí­an matar a uno, aunque en esa época eso pasaba siempre en el centro y nosotros viví­amos lejos del centro, por Los Arcos. La cosa es que no pude ir a inspeccionar la construcción, pero a cambio me prometió llevarme a ver el aterrizaje del avión. Como era en tiempo de vacaciones, no habí­a problema alguno, y eso me consoló.

Llegó el dí­a. Mi mamá también estaba de vacaciones, igual que yo, pues era profesora de escuela primaria. Llevaba un vestido medio blanco, medio flojo, medio floreado, con medios vuelitos alrededor del cuello, de manga corta. En esa época las señoras de vacaciones todaví­a no se poní­an pantalones a menos que vivieran en Miami. Mi mamá era muy simpática, es, muy parlanchina, menos dura que ahora que es mandona y autoritaria. Tení­a el pelo largo y lleno de ondas, más gordita, que ahora que la moda es ser flaca y ella puede serlo aunque esté vieja. Tení­a también su vena de niña irresponsable. Eso sí­ ya no tiene ahora, salvo cuando deja perdido el celular en algún restaurante. En esa época éramos pobres hasta cierto punto, o sea, no éramos pobres pero tampoco ricos. Nunca lo hemos sido, aunque nuestros primos sí­. Alquilábamos casa, no tení­amos carro. Mi papá se iba al trabajo al centro en camioneta. Eso le pasaba por no ser abogado sino sólo secretario de abogado. Los abogados iban siempre en carro, tení­an casa propia, y sus mujeres no trabajaban. Sin embargo no éramos tan pobres tampoco. Tení­amos dos muchachas en la casa, la cocinera y la de adentro, además de abundancia de comida muy sabrosa. Oí­amos todos juntos las radionovelas y la serie mundial. Era siempre los Dodgers y los Yankees en esos años por la cabalgata deportiva Gillette con Buck Canel y Lalo Orvañanos, y tení­amos el calendario de la Pan American cada año.

El dí­a ese, dí­a muy especial, cuando Guatemala entraba a la era del jet, que era como decir, a la modernidad (postmodernidad dirán algunos ahora, pero todaví­a no habí­a televisión a colores ni otras cosas, y nosotros ni siquiera la tuvimos en negro y blanco sino hasta 1963), nos fuimos caminando por la sexta avenida de la zona nueve hasta la rotonda del reloj de flores. La verdad no me acuerdo si ya era reloj de flores en esa época o todaví­a no, pero se me hace que sí­. Nos subimos a la lomita que llevaba hasta la parte alta de Los Arcos, desde donde se veí­a la pista de aterrizaje. En esa época no habí­a guerrilla todaví­a. Se podí­a subir todaví­a y ver el aeropuerto. Después, ya todo eso lo custodiaban soldados armados hasta los dientes y uno era cadáver si tan siquiera se acercaba. Pero en ese dí­a no. Me acuerdo. Mi mamá me leyó en el periódico que no habí­an logrado terminar la pista, y quedaba un trecho de tierra sin asfaltar en la punta. La Pan American estaba preocupada y casi cancela la llegada del avión.

Nos atravesamos la Avenida Liberación y nos subimos a la lomita. No era tan empinada. Hasta mi mamá podí­a hacerlo en sus zapatos de mujer, pues era mucho antes de que se acostumbrara que las mujeres usaran tenis. El dí­a era perfecto. Era fines de noviembre, o bien principios de diciembre, pero igual en vacaciones, con dí­as despejados, en la época cuando todaví­a se veí­an muchos zopilotes en el cielo. Ya casi han desaparecido ahora a pesar de la abundancia de cadáveres. Será la polución. Los volcanes se distinguí­an ní­tidos en el horizonte, el Agua, desde luego, más perfecto aún que el Fuji japonés que veí­amos en las fotos del calendario de Pan American. El Fuji tení­a nieve y el Agua no, porque lo nuestro era puro trópico. Esa era la razón por la cual no éramos modernos, pues todo el mundo sabí­a que las civilizaciones sólo podí­an florecer en latitudes frí­as y la única excepción eran los mayas quienes como nadie les dijo nada se metieron a la selva y florecieron, pero eso fue muchos miles de años antes.

El Agua entonces, y el Fuego, y el Acatenango, los tres perfectos en el cielo azul que como todos saben, no es azul, sino es azul-azul, o era antes de la polución, cuando los cielos de diciembre se poní­an azul-azul, ese azul de intensidad tan destellante que parecí­a hervir de puro azul, y no existí­a en ninguna otra parte del mundo. Estábamos sentados sobre Los Arcos. Para gente como usted que no conoce, en realidad es un viejo acueducto colonial de ladrillos. Se parece al de Segovia pero no lo hicieron los romanos sino los segovianos, copiando el que los romanos les dejaron a ellos, pero más cortito, peor hecho, razón por lo cual se cayó en algunas partes en el poco tiempo que duró, pues ya no se usaba desde que yo nací­. Ya no se usaba desde que mi mamá nació, no sé, la gente tení­a cañerí­as, pero serví­a de decoración, dado que la ciudad es fea, no como Nueva York, la cual me conocí­a de memoria en fotos.

Me imagino que o rellenaron la zona o se desmoronó algún cerro con algún terremoto, o algo, pues el acueducto ya no estaba separado del suelo, sino que gracias a ese cerro ahora cubierto de grama, se podí­a caminar sin gran esfuerzo hasta su cima. Sólo en la avenida Hincapié, nombre que siempre me hizo gracia, donde viví­a la Cathy Rugg quien a pesar del nombre su mamá era chapina, seguí­a siendo el arco arco, y las camionetas y carros pasaban debajo. En el resto se caminaba tranquilito hasta arriba por el cerro, y si lo hací­a entre la Avenida Hincapié y La Aurora, pues del otro lado estaba la nueva pista de aterrizaje, todaví­a sin terminar de asfaltar en su punta. Era posible bajarse y caminar, no era muy alto, cosa que desde luego, ahora serí­a mortal.

No éramos los únicos. Habí­a mucha gente allí­, muchos más con la misma idea de ir a ver la llegada del avión. Era «populacho» en su mayorí­a, como decí­a mi mamá, o sea, gente del pueblo, a diferencia de nosotros. í‰ramos «gente bien» aunque no tuviéramos carro y mi papá no fuera abogado. Por una parte, mi papá siempre andaba de saco y corbata, hasta los domingos, mientras el populacho nunca se poní­a corbata, menos saco, y peor, andaban con sombrero de petate casi siempre. Además, hablaban vulgar. Decí­an palabrotas que yo tení­a prohibido decir, y no iban todos los años a la Semana del Ganadero, cosa que sí­ hací­a yo con mi papá, pues a pesar de no tener ganado, ni finca, ni propiedad de ningún tipo, los clientes del abogado para el cual él trabajaba y cuyas escrituras mecanografiaba sí­ lo tení­an. íbamos a ver cuáles de sus vacas y toros ganaban listones azules.

Como pasa siempre en Guatemala, donde se junta gente aparecen vendedores, y aparecieron, las inolvidables «Â¡paaapalinas, maaaní­as, a cinco la bolsa!» Refrescos también, los cuquitos de sabores. El sol de diciembre pega fuerte cuando no hay mucha nube y el cielo está azul-azul. Algún cuquito me comprarí­a. Vení­an en bolsas de plástico y habí­a que abrirles un hoyito con el diente para poder tomarlos. Yo siempre fui de mucha sed. Conversarí­amos de miles de cosas con mi mamá. Ella siempre es muy parlanchina, y hablarí­amos de todo y de todos, cuando en eso apareció el avión.

Vení­a de norte a sur, bajando hacia la pista. En cuanto lo vi no pude creerlo. Era idéntico a las fotos del calendario, con el nuevo logo del mundo celeste y las palabras «Pan Am» en blanco, todo él celeste y blanco con la naricita negra, ya con el tren de aterrizaje desplegado con elegancia. Me impresionó lo igualito que era a la foto, porque las fotos eran fotos, como las de Nueva York o las del calendario, otros mundos, ilusión o fantasí­a de lugares que no eran Guatemala, el único lugar del mundo, y no se parecí­a nunca en nada a ninguna de las fotos de otras partes donde sí­ habí­a modernidad, todas ellas lejos de Guatemala, aunque yo no esté «aquí­» ahora, pero siempre estuve.

Lo vi bajar, rápido y lento a la vez. No me habí­a malacostumbrado todaví­a a las cámaras lentas de la televisión pues todaví­a no tení­a, pero quizás por la atención al detalle, o por estar embelesado con la imagen, me parecí­a durar una eternidad. Verificaba la rapidez con la cual el avión descendí­a, mucho mayor que la de los aviones de hélice. Los Viscounts de la TACA eran lo más rápido que yo habí­a visto antes y eso no era nada. Ni siquiera los Mustangs de la fuerza aérea. Esto era rapidez. Me fijé también en el ángulo de descenso. Era mucho más agudo, a pesar de que a mis ocho años aún no habí­a estudiado geometrí­a, pero era tan sólo asunto de observación. Bajó y pasó sobre nosotros, encima de nuestras cabezas, mero encimita, pero todaví­a un tantito alto, aunque tuvimos aquello de instintivamente agacharnos cuando pasó, reflejo natural me imagino, porque en realidad tocó tierra como a media pista, no tan cerquita de nosotros. Vimos el humo negro que sale cuando las llantas tocan tierra, el avión alejándose hacia el otro extremo, y me sentí­ como gigante de diez metros de alto, embobado por el avión. Era como en las fotos, por su poder, por ser lo más moderno que existí­a en todo el mundo y recién empezaba a llegar a algunas partes, y estaba en Guatemala, frente a mí­, la modernidad.

Entre las risas incrédulas del populacho y más de algún comentario de mal gusto produciendo carcajadas dentro de los que menos entienden de las cosas, vimos cómo el avión se fue hasta la otra punta, un puntito él mismo, se dio vuelta en U, y comenzó a avanzar de nuevo sobre la pista, esta vez más despacio, hacia nosotros. Los cuatro motores le colgaban de las alas, la silueta era perfecta. Avanzaba lento hacia nuestra punta de la pista. Conforme lo hací­a se veí­a más grande, más claro, más resplendoroso, señorial, potente. Vino como cuando se llama al perro y éste viene, se deja venir en efecto para asombro nuestro, el perro obedece y viene, estaba lejos, emprendió la carrera y de pronto ya esta allí­ cuan largo es, frente a uno, saltándole y lamiéndole la cara y uno se hace el quite muerto de la risa sin dejar de asombrarse de lo rápido que llegó y de lo alto que saltó. Así­ estaba ya el avión mero enfrente de nosotros, y a mí­ se me caí­a la baba de sólo verlo.

Pero entonces apareció el problema. Al llegar hasta nuestra punta volvió a darse la vuelta en U. Sabí­amos por el artí­culo del periódico, y el administrador de la Pan American se lo habí­a contado a mi papá cuando se pasó por el bufete a hablar con sus abogados. El avión vení­a sin pasaje, tan sólo para probar la pista y verificar si era adecuada para iniciar el servicio regular a Miami, reduciendo el tiempo de vuelo de cuatro horas en los viejos aviones de hélice a dos horas y media, que no era nada, como ir a Panajachel. Sabí­amos también que después de aterrizar el avión estarí­a aparcado frente a la terminal, la actual vieja terminal usada por la fuerza aérea. Entonces era amarilla y no celeste pero igual, de tejas, estilo colonial, como el actual aeropuerto de Santa Bárbara. La gente importante del paí­s podrí­a entrar a visitar el avión. Yo me morí­a de celos de no poder ir, se me hací­a injusto, como se me hizo injusto también años después cuando no gané la rifa para ir a la feria mundial de Nueva York y no fui.

Lo que no sabí­amos, era que al volver a darse la vuelta en U tan cerca de nosotros, el ruidajal de los motores casi nos romperí­a el tí­mpano. Pero peor aún. Nunca habí­a estado antes tan cerca de un avión de pasajeros con los motores prendidos y no sabí­a lo fuerte que podí­a ser el viento disparado hacia atrás. Peor aún jet, con los motores más potentes del universo, aunque parezcan ratitas comparados con los usados hoy por los jumbos. Al dar su vuelta en U, nosotros encaramados en Los Arcos con el montón de gentuza, de curiosos abriendo la boca y nosotros también abriendo la boca como Vicente quien va donde va toda la gente, no nos esperábamos para nada no sólo el ruidajal, sino el golpazo del escape de los motores que tendrí­an fuerza de huracán. En serio. Un ventarrón brutal como a más de cien kilómetros por hora de fuerza justo hacia donde todos nosotros estábamos parados guanaqueando con ojos de chivo ahorcado.

Pero eso todaví­a no era lo peor. Lo peor en verdad fue que la punta de la pista no habí­a sido asfaltada todaví­a, no habí­an podido terminarla. Cuando el chorro de aire se disparó contra nosotros levantó una gigantesca y violenta nube de polvo de la punta sin asfaltar. Nosotros sentimos las dos cosas al mismo tiempo. El golpe del viento caliente brutal, como cuando se camina muy cerquita del escape de un carro con el motor prendido, pero era obvio que mil veces más fuerte. El polvo nos cubrió de inmediato. Vaya que no usaba lentes de contacto aún porque me matan los ojos. Sentimos las partí­culas de polvo literalmente bombardeándonos la piel como pequeñas balas, rasgándola, hiriéndonos, y el griterí­o de la gente cuando hay algún percance. Por puro instinto nos abrazamos mi mamá y yo, y así­ abrazados nos tiramos a la loma para ser medio protegidos por el saliente del acueducto. Nos tendimos, la cara contra la hierba, el culo al aire, los ojos pegados a los brazos, y sentí­amos como si nos quemábamos, no tanto por el calor del escape el cual no era caliente para ofender, sino por el ardor de las partí­culas de polvo, suciedad, piedritas, atacándonos como plaga de microscópicas langostas con furia de abejas por todos los poros de la piel. Contení­amos la respiración no tanto por contenerla en sí­, sino porque la misma presión del aire y del polvo nos obligaba a contenerla. Es decir, no se podí­a respirar, como cuando uno abre de manera intempestiva el horno de la estufa y le pega contra la cara el vaho caliente como manotazo que aturde y noquea. Allí­ tirados, protegiendo el cuerpo como bien podí­amos mientras la polvazón nos azotaba, nos desquiciaba, nos zangoloteaba, yo pensaba para mis adentros que el avión era un desagradecido por responderme así­ al cariño y amor dedicado a él desde mis primeros dí­as. Esto no era la ternura de la foto, la transparente ingravidez flotando al interior de un cielo azul-azul, amo del espacio cuyas lí­neas aerodinámicas, perfectas, yo mismo habí­a diseñado, no era justo que me pagara así­, no era justo. Estaba yo, aunque no lo quisiera, del lado sucio de la barrera a diferencia de los caballeros quienes visitarí­an sus adentros. Estaba con la chusma recibiendo la ira de sus gases, pedorreado por mi obsesión, separado de mis anhelos, turbado. La modernidad habí­a por fin llegado, me habí­a zurrado y me habí­a dejado envuelto en una gran nube de polvo.

* Fragmento de la novela Arias de don Giovanni, por publicarse en F&G Editores en julio del presente año.