El adiós a la gran leyenda de la música popular


Vivió rodeado de misterio y cautivó a mujeres y hombres de tres generaciones. Fue protagonista de los primeros años del rock argentino, conquistó América y sedujo a través de sus filmes. Sus últimos años estuvieron signados por el agravamiento de su salud.

Karina Micheletto

El paí­s entero siguió las alternativas de su trasplante, su evolución y el posterior agravamiento de su salud por cadena nacional. Sus nenas, sus clubes de fans, y también los que no pertenecí­an a ninguno de estos espacios litúrgicos, pero llegaron a incorporar su figura como la de un ser querido, familiar, rezaron durante semanas por su mejorí­a, rindieron sus últimas muestras de admiración transformada claramente en cariño profundo. No pudieron evitar lo que el mito de Sandro hací­a parecer imposible: la muerte del í­dolo. Ayer, a los 64 años, falleció quien eligió ser Roberto Sánchez sólo en la intimidad, construyendo puertas afuera de su bunker de Banfield, ladrillo a ladrillo, la figura de Sandro de América para la posteridad. El cantante habí­a sido operado ayer para controlar una afección respiratoria que, luego, derivó en una infección generalizada (ver aparte).

El pasado 20 de noviembre, Sandro habí­a recibido un doble trasplante cardiopulmonar en el Hospital Italiano de Mendoza. La forma en que reaccionó su organismo a una operación de tamaña magnitud fue anunciada en un principio como milagrosa: Sandro salió de terapia intensiva más pronto de lo esperado, también le quitaron muy rápidamente el respirador artificial, de acuerdo con las previsiones de los médicos. Los partes médicos de Sandro, transformados en conferencias de prensa y seguidos con la apetencia de la placa urgente de noticias, siempre incluí­an la descripción de un rasgo distintivo de su carácter: el eterno humor con el que llevó adelante su vida, hasta el final.

Sandro habí­a pasado años sobrellevando un enfisema pulmonar (le diagnosticaron la enfermedad en 1997), con temporadas en terapia intensiva, rodeado en la vida cotidiana de medicamentos, broncodilatadores, y más tarde tubos de oxí­geno. Y siempre cargándose a sí­ mismo, riéndose de ese mito Sandro ya crecido que sus nenas mantení­an obcecadamente no ya joven, sino eterno, sin edad, mito al fin. Y siempre, siempre, enfundado en una bata de raso brillante. «A mí­ ya no me maquillan, me restauran», decí­a, y cuando volví­a al Gran Rex, en funciones que siempre eran muchas, celebraba «el milagro de estar vivo».

En 2008 Sandro habí­a pasado a la lista de espera del Incucai para el doble trasplante cardiopulmonar que finalmente le realizaron el 20 de noviembre del año pasado, algo que en un principio no dio a conocer él mismo, sino que fue filtrado a la prensa por alguien que lucró con la noticia. «El que habló… ¡No sabe lo que hizo!», amenazó Sandro. Seguí­a pagando el precio del mito, obligado a renunciar a su derecho a la intimidad, en aquella ocasión concreta, a la privacidad de la información sobre su salud. Así­ que pronto hizo público lo del trasplante él mismo, comenzó a hablar de «compañeros» al referirse a otros enfermos que esperaban un trasplante, y sobre todo a pronunciarse públicamente, cada vez que podí­a, en contra del tabaco. Como consecuencia, tuvo que salir a explicar en público otra realidad: que era imposible que sus fanáticos le donasen uno de sus pulmones, como amenazaban también frente a los medios, que necesitaba dos, y de un donante cadavérico con caracterí­sticas muy concretas.

En 1992 habí­a aparecido la primera señal de alerta grave, en un año que luego recordarí­a como el más triste de su vida: habí­a muerto su madre, comenzó a sufrir fuertes dolores en el pecho, se le declaró un eccema que fue mal tratado con cortisona, engordó mucho. «Creí­ que no iba a cantar nunca más», recordarí­a después. «Fumaba dos atados por dí­a, y cuando no dormí­a… ¡cuatro! En ese momento tení­a apenas el 12 por ciento de mi capacidad pulmonar.» Contaba que habí­a dejado el tabaco de un dí­a para el otro, después de una crisis severa de falta de aire. «Nunca más probé un cigarrillo -contarí­a en una entrevista-. Lo olvidé. Desapareció de mi vida. Como si mi mujer me engañara con mi mejor amigo: se te cae todo y lo olvidás para siempre. Tres o cuatro dí­as después, me preguntaba: pero, ¿cómo pude fumar durante tanto tiempo? Empecé a fumar a los 10. Por eso tengo un enfisema artesanal: un producto maravilloso…»

Si algo contribuyó al mito, a la construcción del personaje de Sandro por parte de Roberto Sánchez, fue su reclusión en la famosa casona de Banfield, esa cuyo frente regalaba grandes postales a Crónica TV cada 19 de agosto, cuando las nenas se apostaban en la calle, tan entusiastas como férreas, muchas veces bajo la lluvia, para festejar un gran cumpleaños nacional y popular. Sandro le habí­a puesto a ese búnker del Gran Buenos Aires Villa Martini, en honor a su trago preferido, que tomaba siempre con las dos aceitunas reglamentarias, y seco, y mezclado, no batido.

Roberto Sánchez comenzó su transformación a los diez años, bailando rock and roll y haciendo playback sobre un disco de Elvis. El disco un dí­a se rayó, y Robertito tuvo que largarse a cantar por las suyas. Por entonces ya le decí­a a su madre que querí­a ser «estrella de cine en colores». En su primer grupo, Los de Fuego -una banda de garaje, un grupito de barrio que pasó a ser mí­tico, o «una banda de forajidos», como lo recordaba él-, comenzó con su primer sobrenombre, «el Loco». Se lo habí­a ganado en Valentí­n Alsina, gracias a los atuendos estrafalarios con los que se paseaba por el barrio. Finalmente, usó como nombre artí­stico aquel que su madre habí­a elegido para él, pero le habí­a negado el registro civil.

Un poco por casualidad, otro por mérito de su desenfado, pronto se impuso como un Elvis criollo. «Yo era el que menos mal tocaba, era la guitarra lí­der del grupo. Cantaba el bajista pero un dí­a se retobó, no quiso cantar un tema y dije: entonces canto yo», recordaba. «Los solos de guitarra los hací­a el que me habí­a enseñado, pero le daba tan duro que se le rompí­an las cuerdas que era un maravilla. Cuando nos presentamos en el Club Bomberos de Ramos Mejí­a, en el primer tema rompió una cuerda, en el segundo y el tercero rompió otras dos. Le pasé mi guitarra y me quedé sin nada. Entonces empecé a hacer todo lo que me llevó a la fama: pegar saltos, bailar, armar un quilombo. ¿Y este loco de dónde salió?, decí­an. Pero fue una explosión. Ahí­ mismo nació «Sandro y Los de Fuego», por unas cuerdas rotas».

Pronto surgió la posibilidad de debutar en televisión, nada menos que en Sábados circulares, de Pipo Mancera, que era algo así­ como el Tinelli de la época, pero con mucho, mucho más rating, y también más imaginación. Mancera lo presentó de un modo que Sandro siempre recordarí­a, agradecido, tanto en las entrevistas como desde el escenario, en sus shows: «Señoras y señores, con ustedes… alguien que en quince dí­as será un éxito». Le sugirieron que se quitara el saco, para dar más suelto en cámara, y allá salió, a revolear el spencer, y todo lo que pudo revolear. La pelvis, por ejemplo. Este particular movimiento de pelvis se convirtió en tema de debate nacional. «Â¡Se armó un despelote! Al otro dí­a todo el mundo: ¿lo viste al loquito? Era a favor o en contra, no habí­a término medio», se reí­a él al recordar aquella época. «Después vino la prohibición: que era pornográfico, que era obsceno… Pipo dijo: si sacan al pibe, yo levanto el programa. Se la jugó. No me lo olvidaré jamás», agradecí­a.

Así­ comenzó una carrera, como se dice, meteórica. Sandro fue un éxito desde el comienzo, un éxito instantáneo, definitivo. Convivió con esa realidad desde muy joven, y en esos términos modeló su vida, como í­dolo de masas, en tiempos televisados. Lo contó en varios reportajes, de diferentes maneras: «Recuerdo cuando estrené «Las manos» en Sábados circulares. El lunes la gente estaba pidiendo el tema en las disquerí­as y todaví­a no estaba grabado. El martes lo hicimos a toda velocidad y el jueves ya estaba vendiendo mil discos por hora», contó, por ejemplo. Pero también: «A los 17, 18 años, creés que Dios es tu secretario. Y sabés que estás crucificado: si sacaste un disco y vendiste 100 mil copias, más vale que del próximo vendas 105.000, porque si no te caí­ste».

Antes de batir verdaderos récords de ventas, Sandro atravesó una etapa rock y beat, bajo la influencia de la beatlemaní­a de la época. Así­ se lo escucha en su primer LP, Sandro y Los de Fuego, editado en 1965 -aunque algunos temas ya habí­an aparecido en simples el año anterior-, y que fue publicado por Página/12 en 2001, en una colección que rescataba los discos descatalogados de estos comienzos ro-ckeros. Le siguieron Al calor de Sandro y Los de Fuego, también de 1965, y El sorprendente mundo de Sandro, de 1966. Para ese entonces Los de Fuego ya se habí­an disuelto, Sandro comenzaba a transformarse en Sandro.

En 1967 ganó el Festival Buenos Aires de la Canción con «Quiero llenarme de ti», y ése fue el punto de quiebre, el hito que marcó el abandono definitivo de la etapa beat y rock, para delinear el perfil melódico que lo convertirí­a en un mito. Un perfil que quedarí­a iconizado en «Rosa Rosa», un tema que Sandro habí­a compuesto casi por casualidad, sin mucha vuelta poética. El admití­a que en el fondo mucho no le gustaba, aunque con los años habí­a terminado encontrándole una serie de connotaciones posibles. Con su simple «Mi amigo el Puma», Sandro marcó su propio record: un millón 200 mil copias vendidas. Se calcula que en toda su carrera vendió unos 22 millones de placas, y recibió once discos de oro, en tiempos muy diferentes a los actuales, cuando cada una de estas distinciones certificaba ventas reales de más de un millón de discos. También se computa su record de convocatoria: 40 teatros Gran Rex llenos, durante la temporada 98/99.

A comienzos de los setentas su actuación en el Madison Square Garden hizo suponer que el Sandro de América pasarí­a a ser Sandro del Mundo, cosa que finalmente no sucedió. Aun así­, qué duda cabe, quedó en la historia de la canción. Llegó a decirse que, como í­dolo popular de la música, estuvo apenas un escalón por debajo de Gardel.

Blanco y negro y color


Sandro es un recuerdo en blanco y negro: en los setentas, los domingos televisivos de alto rating incluí­an casi siempre alguna peli del Gitano, pelis que eran bebidas con emoción, con fruición, por madres y hermanas que morí­an por el cantante de labios gruesos y pelo en pecho. Playboy, Isidoro de carne y hueso, Sandro era cheronca, ganador, con su auto deportivo o haciendo de agente secreto. A veces las historias encerraban una extraña moralina para alguien con semejante perfil, loco despreocupado que de pronto tení­a una enfermedad mortal y descubrí­a que habí­a tenido una vida disoluta, inútil. Pero la mayorí­a de las veces jugaba el papel que más le gustaba, y le sentaba bien. Las canciones de Sandro respondí­an a un calculado salto del origen rockero a la seducción de las masas a través del romanticismo más explí­cito.

Sandro es un recuerdo en color: la discoteca familiar abundaba en vinilos del Gitano. En una época de sobres únicos, antes de sumergirse en las tapas desplegables de Sgt. Pepper o The Dark Side of the Moon, uno se encontraba con ese Espectacular en rojo brillante que se abrí­a y lo mostraba en foto gigante y pose desafiante, gesto recio y traje de cuero con el pecho abierto. No podí­a menos que reconocérsele la valentí­a. El problema eran las canciones: Sandro era un personaje ciertamente simpático, pero para los jóvenes en explosión hormonal y rockera no habí­a manera de conectar con sus jadeos. Aunque tuviera un pasado rocker, Sandro era para las chicas amantes de lo meloso.

Ayer, Sandro se convirtió en recuerdo, recuerdo a secas. La saga de estos últimos dí­as buscó contribuir a la leyenda, quiso que contra todo pronóstico, contra toda realidad médica, el Gitano iba a vencerlo todo, salir de Mendoza, protagonizar otro acto heroico. No pudo ser. Las nenas, las que iban al cine y veí­an las repeticiones en TV, las que agotaban sus discos y le tiraban bombachas en los shows, no pueden, no quieren creerlo. Sandro es blanco y negro y es color y, contra toda diferencia estilí­stica que uno pueda tener con su arte, es aquello tan claro que no se discute: uno de esos í­dolos populares cuya muerte detiene los relojes.

La misteriosa y fascinante construcción de un mito


Esta es la historia de un hombre que querí­a ser cantante de rock and roll y se tuvo que conformar con ser mito. Es también una historia que se resiste a ser fábula: aquí­ no hay moraleja, apenas misterio. Estamos hablando de una de las invenciones más minuciosas e intrigantes del espectáculo argentino. El decí­a que Roberto Sánchez inventó a Sandro. A esta altura, habrá que sospechar firmemente que Roberto Sánchez era Sandro y que finalmente ésta fue la historia de un hombre que se inventó a sí­ mismo.

Como todos saben, antes de ser «de América» Sandro fue de Valentí­n Alsina. El dato no resulta menor para la construcción eficaz de la leyenda: como Gardel o Maradona, su origen humilde y suburbano lo proveyó de una sabidurí­a extraña: con el marco inasible de su carisma y su risotada imbatibles, Sandro solí­a decir mentiras perfectas que sonaban a verdades absolutas. Como los chicos, sabí­a jugar los juegos con la seriedad que corresponde. Conocí­a sus lí­mites y los lí­mites del artificio. Todas estas caracterí­sticas no son otras que las que definen a un artista.

Sandro era un artista que además cantaba. Se consagró cuando sacudió la pelvis en Sábados Circulares de Mancera. Vení­a de frecuentar la bohemia de La Cueva, el sótano donde Litto Nebbia, Miguel Abuelo, Tanguito, Moris, Javier Martí­nez y otros fundaron el rock argentino. Con el primer dinero se compró una Moto Guzzi modelo 46 que estacionaba en el cordón de los conventillos de Alsina. Su padre Vicente trabajaba en el frigorí­fico Wilson, su madre Nina leí­a historias árabes en el palier.

El seguí­a parando en el Bar Pancho, pero ya esporádicamente. Cada vez tení­a más shows, fama y dinero. Por entonces comenzó a acuñar frases y sentencias que repetirí­a por décadas con el énfasis de quien las dice por primera vez: «De mi casa para afuera soy Sandro; de mi casa para adentro, Roberto Sánchez: yo no compro lo que vendo». «Â¿Mi secreto? No tengo: simplemente uso jeans como si fuera un smoking y smoking como si fuera jean». «Mi única obsesión es no dar lástima en el escenario». Después de cantar en el Madison Square Garden de Nueva York, el 11 de abril de 1970, en uno de los primeros eventos musicales televisados en vivo a buena parte de América, el éxito desfondó cualquier previsión.

El fenómeno de Los Beatles habí­a cambiado drásticamente los modales en relación entre fan y artista: corrí­an tiempos de fiebre, amor y locura. Sandro comenzó a filmar pelí­culas populares –que no buscaban otra cosa que cabalgar sobre el suceso musical y afirmarlo–, y a mantener una sorda competencia con otros cantantes de la época, como Palito Ortega y Leonardo Favio, en la conquista de América.

Todaví­a no era el mito indiscutible. Era, sí­, el í­dolo de una buena porción de los jóvenes. Para los que gustaban del rock nacional o, por ejemplo, de Serrat, Sandro era un cantante «complaciente» que basaba todo en su imagen. Un monigote eléctrico que hací­a canciones vací­as.

Cuando empezó a dejar de ser el remedo criollo de Elvis para –debido al paso del tiempo o por simple intuición artí­stica– ir vislumbrándose como el crooner que era, Sandro observó cómo el furor menguó. Ya no era un fenómeno discográfico, ya su búnker de Banfield se habí­a convertido en el hogar blindado que lo aislaba de las desmesuras del fervor pop y, al mismo tiempo, en la usina de rumores desopilantes.

Si a principios de los «70 tuvo que desmentir contactos «con la guerrilla», después le endilgaron hijos («a partir de hoy parece que tengo exactamente 35 hijos», ironizó en 1977), variadas inclinaciones sexuales, enfermedades y un variopinto desfile de mujeres por su cama.

Lo concreto es que la vida í­ntima parecí­a más discreta que las fantasí­as: la ocupaban simplemente algunos amores (Julia Viscani, Tita Rouss, quizá Marí­a Marta Serra Lima, después Marí­a Elena Fresta) y el cuidado de su madre Nina. Sus vicios continuaban intactos o en franco ascenso: la bebida (este orden: champagne, whisky, gin) y una cantidad de tabaco que durante dos décadas rondó los 80 cigarrillos diarios. «Nadie maltrató tanto el cuerpo como yo», dijo una vez entre el arrepentimiento y la vanagloria.

La historia de Sandro era, también, la de los valores de cierta clase media barrial. A pesar de que en él se hací­an carne muchos de los contrastes de la argentinidad (en 1982, por ejemplo, declaró que querí­a ir a las Malvinas «no a cantar para los soldados, sino para pelear»), el prototipo no llegó a degenerar en caricatura. Sandro defendí­a a la madre, a la familia y a la Patria (en sus shows ubicaba una bandera argentina en un costado).

Criticaba a los polí­ticos y detestaba a las guarderí­as infantiles y a los geriátricos. Por eso él mismo cuidó en Banfield a su madre durante su larga convalecencia. Por amor a la familia, «adoptó» a los cuatro hijos de su mujer, Marí­a Elena Fresta.

Los pormenores de la relación con Marí­a Elena fueron una de las escasas concesiones a la divulgación de su vida privada. Un trozo de misterio arrojado a la multitud. «Estoy soltero nuevamente», declaró Sandro a una radio de Lanús en marzo de 2005, confirmando su separación de Marí­a Elena, con quien estuvo en pareja 15 años. Fiel a su estilo, no develó los motivos de la ruptura. Tiempo después se supo que, en abril, comenzó una nueva pareja con Olga Garaventa, de 45 años, ex secretaria de su manager, y que lo acompañó en los últimos meses.

Marí­a Elena habí­a sido un sostén esencial durante la agoní­a de doña Nina –fallecida en 1992– y, después, durante los peores momentos de la enfermedad de Sandro, un enfisema pulmonar que pareció cobrarle cada uno de los cigarrillos que devoró desde que empezó a fumar, a los 13 años. Enfisema que él logró neutralizar –rigurosa gimnasia, cero tabaco, aunque en abril de 2008 se supo que su nombre figuraba en la lista de espera del INCUCAI para un doble trasplante de pulmón y corazón– y, de un modo intrincado, incorporar al show. Como lo sugirió en uno de sus últimos espectáculos, El hombre de la Rosa, con el que se cansó de llenar el Gran Rex. En el escenario, diseñó una red asistencial de cuatro tubos de oxí­geno, que, lejos de disimular, se encargó de describir al público.

Pareciera que siempre tuvo la cabal convicción de estar siguiendo letra por letra un guión formidable. Quizás comenzó a escribirlo hace más de 40 años en un patio de Valentí­n Alsina. Hasta ayer no se cansó de perfeccionarlo.

Sandro habí­a nacido en la Maternidad Sardá a las 3.20 del 19 de agosto de 1945.