«Un santo triste es un triste santo». Esa expresión la habré escuchado una y mil veces a lo largo de mi vida. En mis años de educación juvenil se insistía en cultivar esa sana actitud de gozo y contento. Aún escucho a san Juan Bosco diciendo a sus muchachos: «Tristeza y melancolía, fuera la casa mía». Todavía oigo la antífona en mis oídos: «Dios es alegre». Pues bien, no sé si teológicamente pueda demostrarse la alegría de lo divino, pero sí estoy convencido que debemos educar para la alegría.
No parece, sin embargo, que sea una cosa que se tome en serio. Si echamos una mirada rápida a mucha gente lo que priva son las caras desencajadas, serias, amargadas y descompuestas. Lo que se lleva las palmas son los ceños fruncidos. Somos (o parecemos) una sociedad de gente poco contenta, incapaz de reírse de sí mismo y de la vida en general. Vamos por el mundo como el caballero de la triste figura.
En todo esto, algo de culpa tiene la escuela. Esta nos ha enseñado, por ejemplo, que el trabajo es algo muy serio. Que el juego es de niños y reír puede ser contraproducente laboralmente: los subalternos podrían no respetarnos ni obedecernos. Así, ahogamos la risa y nos reprimimos para no quedar mal. Nos reímos, sí, a veces, pero muy suavecito, de manera formal, como lo tiene que hacer un gerente de alto nivel o un catedrático reputado.
Claro, tanta represión es imposible. Hemos creados lugares y estimulantes  para la risa. Los lugares son las cantinas y las vitaminas, el licor y las drogas. Ahora sí, alrededor de una botella, nos volvemos gritones, gesticulamos, nos quitamos la corbata y exageramos. Parecemos felices. Pero la alegría es artificial y la sonrisa, falsa y pasajera.  Las cantinas se han convertido en un lugar de salvación: el espacio donde reír (y también llorar) a nuestras anchas.
Es importante educar para la alegría. Enseñar a los niños que cada uno ha sido llamado para la felicidad y que la alegría es parte importante de la vida. No se trata, sin embargo, como dicen algunos, de pelar los dientes todo el tiempo, pero sí vivir en un estado celebrativo y de fiesta. Para ello es bueno educar con el ejemplo, que se nos vea contento, siempre receptivo para el buen humor y la broma. El papá (o la mamá)  que sabe educar en la alegría, sabe reírse de sus infortunios y anima a ver el mundo con optimismo.
¡Ay del padre o la madre que sólo saben reír con la botella en la mano! El niño aprenderá que alegría y licor van de la mano y que no hay más opciones. Creerá desde pequeño que la vida feliz sólo llega el fin de semana y los demás días hay que vivirlos «en serio», con el rostro arrugado y el cuerpo tenso. Esto no es educativo.
Yo no entiendo cómo Guatemala siendo un país tan religioso, que carga en Semana Santa o visita puntualmente templos evangélicos, no es un lugar más alegre y festivo. Habiendo tantos cristianos este país debería reventar de alegría, vivir en permanente fiesta y en una danza y cantos sinfín. Para mí que algo no está funcionando en quienes educan a tantos infelices.