Educar al silencio


            Hace mucho tiempo y aún hoy en algunos ambientes se insistí­a en el valor del silencio para la meditación, la reflexión o simplemente para ir al encuentro de una paz que parecí­a virtud incuestionable para la vida.  Digo «hace mucho tiempo» porque parece que el hombre posmoderno ha dejado atrás esos hábitos que parecí­an más monacales que profanos y abrió las puertas a la distracción, al ruido, las voces o simplemente la bulla.

Eduardo Blandón

            Al ciudadano de este siglo no le interesa el silencio.  Si estudia lo hace con los audí­fonos al oí­do, si trabaja quiere música de fondo y si de dormir se trata lo hace con la televisión encendida.  El enemigo a vencer es el silencio porque eso de estar a solas con uno mismo es casi la muerte.  Hay, como decí­an los antiguos, un «horror vacui», un horror al vací­o.

            Este horror al silencio nos vuelve irrespetuosos.  El vecino, por ejemplo, no siente pena de poner música a todo volumen porque «está de fiesta» y celebra un cumpleaños.  El papá no sufre de escrúpulos por el ruido que hace al llegar a las tres de la mañana.  Y los hermanos no consideran con su música al miembro de la casa que está enfermo y casi moribundo.  Lo importante es llenar la vida de bulla y tener ocupado el cerebro con algo que aleje del silencio.

            Es importante que nosotros como educadores cultivemos el valor del silencio.  Debe insistirse, en primer lugar, en el tema de la caridad y delicadeza hacia el prójimo que requiere cierta paz.  Respetar los momentos donde debe haber silencio es imprescindible: por las noches, en horas de la mañana, cuando alguien estudia y, por supuesto, cuando en la familia hay algún enfermo.  Creo que hay que recordar que el amor filial (y paterno) exige no quebrantar el sagrado silencio.

            ¿Exagero? ¿Suena muy conventual?  Quizá, pero estoy convencido que sólo en el silencio maduran las grandes ideas.  La meditación y la paz nos hacen reflexivos, sensatos e incluso sensibles al descubrimiento de errores que, sin duda, pasarí­an inadvertidos sin este valor.  No me mal interprete, no soy enemigo del jolgorio y la pólvora.  No quiero parecer aburrido.  Mi propósito sólo intenta hacer evidente una cualidad que al final se vuelve también un medio para la obtención de otros valores no menos importantes. 

            El silencio ha perdido tantos adeptos que ni en las iglesias a veces se puede encontrar ese ambiente anhelado.  En primer lugar están los feligreses que encuentran mil ocasiones para hacer comentarios y mantener ocupada la boca, luego vienen los celulares, después la música estruendosa y, finalmente, el cura gritón con un equipo de sonido imperfecto.  Desgraciadamente el resultado es una celebración en la que Dios ha huido por la algarabí­a y los gritos. 

            No quiero ser aguafiestas, pero piénselo bien y verá que muchas imperfecciones nuestras acabarí­an si encontráramos más lugares de paz y meditación.  Nos estresarí­amos menos y quizá hasta serí­amos más creativos en nuestras formas de convivencia. Inténtelo y recuerde que «el silencio es la patria de los fuertes».