En estos tiempos en donde lo que priva son los deseos desenfrenados y la ambición y el hedonismo de baja catadura quizá resulte extraño hablar hoy de educación a la sobriedad.  Incluso la misma palabra «sobriedad» no goza de gran popularidad en nuestro vocabulario y con suerte quizá algo sepamos de su significado. No vivimos, hay que reconocerlo, en la era de las grandes virtudes.Â
El diccionario define a la persona «sobria» como aquella que es moderada y templada, «quien carece de adornos superfluos» o, como dice más adelante el buen libro: «Dicho de una persona: Que no está borracha».  La práctica de la sobriedad, diría yo, tiene que ver con el equilibrio, la justa medida y el hábito de no irse a los extremos.
Nunca como hoy ha sido tan fundamental educar a las nuevas generaciones a ser moderados.  Se trata de iniciar a los niños en el arte de la medida: a comer bien sin hartarse y quedar embotados, a comprender la importancia del juego sin vivir eternamente en la calle ni desvelarse con los artilugios electrónicos, a ver televisión sin echar raíces en la cama o en un rincón de la casa. La idea, me parece, es alcanzar la comprensión del equilibrio a través del ejercicio de lo racional y lo sensato.
En esto los padres tienen mucho que enseñar. Los papás (y mamás) tienen que ser sobrios en su vida. Comedidos en el vestir, en el gasto del hogar, en el beber, en el trabajo, en el estudio, las salidas con los amigos y hasta en el tiempo utilizado para ver televisión y estar con los niños. Todo debe tener medida. Ya se sabe, es bueno trabajar, sin llegar a ser trabajólico. Descansar sin volverse holgazán. Y distraerse y jugar sin convertirse en ludópata. En las actividades debe reinar el buen juicio y el equilibrio.
A nada de esto invita la sociedad de hoy. El hedonismo nos impulsa a «ser borrachos»: compramos sin control, no tenemos cuidado con el manejo de nuestros impulsos y vivimos esclavizados por las drogas (todo tipo de drogas). Así, el resultado es una vida desequilibrada y llena de problemas. No somos grandes paradigmas para nuestros hijos en eso de «la sobriedad». Vivimos lejos de esa expresión atribuida a San Francisco de Asís: «Deseo poco y lo poco que deseo, lo deseo poco». Lo nuestro es la ambición en un barril sin fondo.
Tan angustiados vivimos con el deseo de tener y las posesiones materiales que nos desvela saber si tendremos empleo mañana, si habrá dinero para pagar la deuda de casa o si los pequeños podrán continuar en el colegio. No somos nada moderados. Somos la antítesis de la oración cristiana que invita a «pedir el pan nuestro de cada día».  A vivir el hoy confiados en que hay un Dios que se preocupa por nosotros.
Educar a la sobriedad quizá nos conduzca a confiar más en Dios. A vivir con menos ansiedad y relajados, sin pretender comerse el mundo de un solo bocado, ya, ahora, de inmediato, como si no hubiese tiempo para un después. Educar a la virtud de la moderación es una gran cosa. Un hijo educado así tiene garantía de ser feliz en todo momento: con dinero o sin dinero, en la guerra y en la paz, en la alegría y en la tristeza. Buena cosa hacemos si comenzamos hoy en esa ardua labor.