EDITORIAL


No se puede negar que desde hace tiempo el Congreso de la República viene siendo escenario de actitudes bochornosas que lo han demeritado a ojos del público, pero tampoco es secreto que el escándalo actual es lapidario en el más exacto sentido de la palabra y que los esfuerzos que deberán hacer no sólo la junta directiva sino el pleno de los diputados serán enormes, si es que se pretende preservar la institucionalidad.


Meyer criticó a sus colegas que le destaparon el juego diciendo que serán registrados en la historia como una especie de sepultureros de la democracia y no deja de tener razón. Lo único que hay que aclararle es que los otros son los que llevan la mezcla y el ladrillo, pero quien efectivamente puso la lápida fue él mismo, por lo que en el mejor de los casos tiene que considerarse como un modelo de arrogante estupidez.

¿Puede lavarse la imagen del Congreso? La pregunta es crí­tica porque tiene mucho qué ver con las posibilidades del Estado que anda de capa caí­da en muchos aspectos fallidos y en otros a punto de fracasar. Nuestra impresión es que no existen muchas oportunidades para que el Congreso se levante luego del golpe que le asestaron sus propios miembros y que harí­a falta un cambio de 180 grados para lograrlo. Desafortunadamente, en Guatemala todos los cambios son de 360 grados, es decir, profundos pero para que todo quede exactamente igual sin que en el fondo cambie nada y no vemos cómo puede el Congreso abstraerse de esa fatí­dica tradición si sus miembros forman parte de la élite responsable del descalabro nacional.

Ni siquiera quieren aprobar una ley de acceso a la información que en el fondo no hace sino desarrollar el mandato constitucional que hace públicos todos los actos de la administración. Ni siquiera viendo el descalabro, anteponen la ética y la decencia cuando discuten temas como Petrocaribe, la reforma fiscal o la aprobación de la prórroga inmoral para las concesiones petroleras. Mientras les den pisto a los diputados y, más sofisticadamente, a los diputados de cada partido para que puedan realizar las obras tipo Pacur, los «representantes del pueblo» están dispuestos a dar cheque en blanco al Ejecutivo.

Y si para aprobar eso se recurre a esa forma sofisticada de soborno, podemos afirmar que el destino de los recursos provenientes de esas componendas será la caja chica de proyectos polí­ticos particulares y de la corrupción incontenible. Por todo ello vemos muy negro el futuro del Congreso y, por ende, de nuestra pobre democracia.