El proceso contra la Infanta Cristina de Borbón por disfrutar del dinero producto de los actos de corrupción que al amparo de la corona española realizó su esposo, Iñaki Urdangarin, y la ejemplar actitud de la Casa del Rey al simplemente comentar que no van a interferir con el proceso de la justicia, es un ejemplo edificante porque evidencia la posibilidad de que se pueda aplicar la justicia sin intromisiones ni interferencias que promuevan la impunidad. Lástima que eso ocurre tan lejos, pero lo ilustrativo del caso obliga a que sea tomado en cuenta.
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En efecto, el sistema judicial español no vaciló en investigar al yerno del anterior Rey de España ni a su esposa, hermana del actual monarca. Eso sería impensable en un país como el nuestro donde el sistema de justicia tiene pinzas especiales para tratar ciertos casos y donde a quien tiene el poder se le perdona y permite cualquier cosa, por burda y descarada que sea. Y me refiero no sólo al poder político, sino a todos los poderes fácticos que existen y se colusionan en nuestro país para mantener control sobre el sistema de justicia.
Aquí el hijo de un gobernante no tendrá que enfrentar nunca un proceso legal por burdo que haya sido su comportamiento, porque simplemente el aparato y la sociedad, todo lo toleran y lo aguantan. En España están probados los abusos de Urdangarin y existe tal condena social que la misma Casa del Rey se vio obligada a apartarlo de cualquier figuración pública, en lo que constituye un castigo moral muy severo que se traduce en repudio de la sociedad al comportamiento corrupto de quien aprovechó su posición especial para realizar sucios trinquetes y robar dinero público mediante contratos que tenían la única intención de levantarse la plata,
Como en cualquier país civilizado del mundo, en España puede ser que se condene a un inocente y que se perdone a un culpable, pero cuando eso pasa son los errores que ocurren aun en los más depurados sistemas. En cambio, en países como Guatemala es al revés, porque por norma no se juzga siquiera a ningún poderoso y por excepción resulta que se dan casos como el de Alfonso Portillo.
Yo veo dos diferencias notables en la comparación que se puede hacer entre Guatemala y España a la luz de este caso. La primera es el respeto y sometimiento a la ley que demuestran hasta los más poderosos como ocurre ahora con el Rey Felipe al no inmiscuirse para librar a su hermana y su cuñado de las consecuencias de sus actos. Pero la otra, acaso más significativa, es el comportamiento de la sociedad española que no vacila a la hora de repudiar esa actitud indecente de quienes, por su posición, estaban llamados a ser ejemplo de servicio y probidad.
En Guatemala, en cambio, el sistema de justicia está sometido a un constante manoseo, pero lo peor de todo es que el ciudadano no se inmuta ante la corrupción y recibe de buen grado al nuevo millonario que gracias a la corrupción engorda su chequera y se abre puertas hasta los más selectos grupos de la sociedad.