Las noches rurales suelen ser, de acuerdo a nuestra proclividad por la poesía romántica, claras y serenas, o bien oscuras y tormentosas. Dejando de lado ese embelezo más bien literario, la noche rural puede ser también fuente de temores que se justifican por los peligrosos reales o imaginarios que se esconden en la oscuridad y que hacen al ser humano aún más vulnerable; o quizás por algo aún más elemental: porque coloca su irremediable soledad existencial en el centro mismo de un misterio al que obligadamente tenemos que llamar cósmico. Se trata, pues, de noches poéticas, místicas, filosóficas o simplemente supersticiosas.
Las noches urbanas, al contrario, tienen un decidido carácter prosaico, y para las buenas conciencias no hay en ellas misterio y soledad sino únicamente excesos y maldad. Claro que esta concepción de la noche también es una herencia romántica proveniente de la falsa moral burguesa que amuralla la conducta humana tras rígidos prejuicios que la protegen no de la maldad exterior sino de sus propios y oscuros deseos reprimidos.
Edgar Andaverde (Guatemala 1968) no es burgués ni romántico, sino simplemente un pintor insomne que escudriña con cierta temeridad la oscuridad física de la noche y los tenebrosos laberintos psicológicos que se distienden entre las dudosas sombras nocturnas bajo la forma de interminables conversaciones indefinidas y de largos monólogos que lindan con la locura. De esa particular forma de explorar en la luminosa oscuridad de las noches urbanas queda en sus densos lienzos de alborada un imperdible rastro de ceniceros colmados de colillas señalando el itinerario del insomne y el camino de regreso a otro día que amontona rutinarias esperanzas.
Sin embargo, el verdadero tema de su pintura no es el tedio, el hastío o el desgano matutino sino propiamente la noche y la oscuridad, que explora y expresa con inusual valentía artística. En efecto, es de la oscuridad y la noche de donde proviene la intensidad de su pintura y su agresivo realismo que no tiene nada de romántico ni de literario. En ella, la presencia humana aparece siempre como una fosforescencia fugaz y violenta que disipa levemente los bordes de la oscuridad, como una incandescencia palpitante de agresiva luminosidad o como un cuerpo que emite su propia luz quizás para proteger su vulnerable fragilidad de luciérnaga recortada con determinación de un fondo de sombras móviles e indecisas.
Es a ese escenario nocturno al que está abierta su pintura, llena ahora de imágenes que son al mismo tiempo amenazantes y provocativas y que, llevadas al nivel de lo simbólico, definen lo terrible y lo prohibido, situados a contraluz de una conciencia encandilada y aturdida que se detiene precisamente en el umbral de la oscuridad.
Pero es la fugacidad de las fosforescencia lo que marca el ritmo de una pintura que aparenta ser apresurada, hecha de brochazos, intensos, precisos y ansiosos, como un intento de aprovechar al máximo el perentorio plazo que impone la llegada de una indeseada claridad que borrará por un rato ese escenario de luces agresivas, chillanes contraste y violentos y apagadas, obligando a los actores a regresar a sus rutinas y a retomar el rastro inconfundible de los ceniceros y las colillas.
Al escribir sobre la pintura de Edgar Andaverde me quedó la duda sobre el propósito y el destino de mis comentarios. ¿Escribo acaso par aun círculo de conocedores de arte para el cual la pintura de Andaverde simplemente explota otro tema más, por inusual que sea, o me dirijo a un lector ideal y sensible y atento para quien la obra de este arista en verdad le muestra otro ángulo de la condición humana o para un lector ingenuo y sin imaginación que toma al pie de la letra lo que lee y ve y se escandaliza o se ríe o se voltea y lo ignora y lo olvida?