Juan B. Juárez
La pintura de Edgar Andaverde pone en entredicho aquel lugar común que dice que una imagen vale más que mil palabras. Sus imágenes, en efecto, lejos de pretender sustituir o hacer superfluas a las palabras, más bien las suscitan, las atraen y las exigen para precisar su sentido inminente. Y es que, a diferencia de las publicitarias, las imágenes de Andaverde no conducen a otros mundos ni son el tránsito a paraísos de ilusorias satisfacciones sino que, más esenciales, concentran la atención sobre ellas mismas y sobre el mundo del cual inevitablemente surgen. Es más, metáforas de conversaciones apagadas, de interlocutores ausentes y de soliloquios delirantes, sus imágenes extrañan las palabras.
Realizada desde la desencantada nostalgia de una plenitud deseada, al margen de las palabras que fueron o pudieron ser, la pintura de Andaverde más que la irremediable soledad del ser humano señala un estado de abandono y una ausencia de sentido -un abandono del sentido?: ceniceros que refulgen con los resplandores de palabras incendiadas, personajes inermes sobre cuya piel la vida ha grabado sus violencias, ansiosas sillas recién desocupadas, recuerdos vacíos de sustancia, presto todo a fundirse en un fondo de rosas mustias: poesía pura exigiendo ser pronunciada.
En la génesis del conocimiento, dice Herbert Read, las imágenes surgen antes que las palabras: sólo después de que la imaginación acota una porción de la realidad informe puede pensarse en ella con palabras. Las imágenes de Edgar Andaverde aluden a realidades que aún no han sido nombradas, que quizás son innombrables, que quizás han sido olvidadas. De allí que no sean simplemente descriptivas sino que, asumidas existencialmente por el artista, lleven implícita cierta impaciencia en su expresión y cierta violencia en su afán de concentrar la atención sobre la realidad que simbolizan de esa forma tan poética. Obviamente, las palabras que exige su pintura no son las descriptivas y las clasificatorias, esas que imponen una distancia entre el que las pronuncia y el objeto al que se refieren, sino palabras nuevas que, asumidas vitalmente, instauren el vínculo entre el ser y la conciencia, que agreguen a la realidad y a la conciencia esas dimensiones innombrables de la vida.
Pero la obra de Andaverde, aunque lo exige, no habla explícitamente de ello. Su obra se ha venido construyendo sobre penosas intuiciones que le han apremiado no sólo por desarrollos técnicos e imaginativos sino también por valentía y fidelidad a sus originales hallazgos temáticos, tan alejados del repertorio de la tradición. Valentía y fidelidad que lo han recompensado con un universo inexplorado y con un lenguaje plástico correspondientemente apropiado e igualmente inédito.