Dos poetas catalanes


Alfredo Cárdenas Cruz

En la Edad Media, los cátaros abarcaron territorios de la Francia occitana y se extendieron hasta el norte de Catalunya. Ellos creí­an que el hombre era carne y espí­ritu, un dualismo. Para ellos, nuestro mundo era el infierno y el cielo un mundo ideal y distante. Lo más probable es que no haya algún camino al cielo, pero si los cátaros hubiesen tenido algo de razón, podrí­amos afirmar que los sonidos de un mundo celeste nos llegan con las melodí­as de Canon en do mayor de Johannes Pachelbel o la interpretación de El canto de las aves de Pau Casals, porque contienen un trozo pequeño de alma. También la poesí­a lo tiene, porque todo arte es una aproximación sensual a la eternidad, y en ella coexisten el testimonio y el sueño de la conciencia colectiva, que cautiva e intenta perpetuarse. La literatura catalana reverdece como una floresta que no ceja de conservar su propia luz. Su arte nos explica en su lengua la condición humana y nos trae a la memoria un coro de voces que de algún lugar nos llama con belleza.


Cuando llegué a Catalunya, uno de los primeros poetas que pude encontrar, sólo en libros, entre tanta humareda editorial, fue Salvador Espriu (Barcelona, 1913-1985). Su libro Les caní§ons d»Ariadna (1949) nos atrapa desde los primeros versos: «Señores, en el laberinto/ Ariadna guí­a cautos/ pasos vacilantes. Cautivo/ de mí­ mismo, soy pesadilla/ desvelada dentro de la oscuridad/ en atisbo, de los ojos abiertos. /Me aprisiono todo entero/ en este extremo peligro…» Al poeta percibimos traspasar esa puerta personal entre el hombre y su mundo interior; esos pasadizos y escalinatas con una pequeña lumbre de su conciencia que nos guí­a en extraños territorios, no del mito, sino de la dermis intangible y sin piel de la vida: «He de pagar mi viejo precio, la muerte, /y hoy se me cansan los ojos de la luz. /Bajando irrespetuosamente todos los escalones, /me introducen por el dominio de la noche. (…)/ Pasan el viento, el triunfo, el reposo, /por hileras de altas flamas y arqueros. /Prisionero de mis muertos y de mi nombre, / me convierto en muro, yo he caminado por mí­. //Y me pierdo y estoy, sin mensaje, solo, / más allá del canto, en medio de los olvidados/ caí­dos con miedo, apenas un sueño oscuro/ de quien sale de los palacios de la luz.»(El caminante y el muro).

El escritor Josep Romeu i Figueras nos ofrece un acercamiento a la literatura catalana actual en «De Salvador Espriu a Joves Poetes» (Barcelona, 2003). En América, pocos conocen la tradición histórica y literaria de este paí­s, aunque para Europa significa un papel imprescindible para explicar su historia. Catalunya perdió la guerra de sucesión de la casa de Austria contra la de los Borbón. Los intereses españoles, ingleses, franceses y Paí­ses Bajos arrastraron a Catalunya. En 1714, Catalunya cedió ante un prolongado sitio a Barcelona, ante más de 40 mil franceses y españoles. Los catalanes causaron la admiración internacional, pero la guerra desmembró sus pueblos y su independencia: Baleares, Valencia y Aragón, que significó una prolongada desgracia colectiva de servilismo y vasallaje, que hasta ahora perdura. El poeta Espriu escribió sobre el episodio de 1714: «Al menos nos han dejado/ el honor de caer solos. /En la desesperanza, aceptemos la oscuridad. /Mañana regresaremos al trabajo, al esfuerzo. /Levantados cavaremos/ los surcos del miedo.»

El poeta Salvador Espriu es un poeta universal. í‰l significa una voz esencial de este rincón del Mediterráneo europeo, y puede columbrarse a la intensidad verbal poética de Federico Garcí­a Lorca, César Vallejo o Pablo Neruda. Al poeta Espriu le negaron en vida, el premio Nobel, tal vez por escribir en catalán. Poeta, dramaturgo, novelista y ensayista. Su edad cronológica conjuga la generación del desastre de la guerra civil española (1936-39) y las dos guerras mundiales con la dictadura de Francisco Franco en la que su lengua fue proscrita y prohibida, por cuarenta años, una lengua que ha mantenido mil años de historia y posee el fondo y reducto de su nación. Pueblo laborioso y artí­stico a los ojos de Rubén Darí­o y los modernistas posee los ingredientes del arte con «artistas de primer orden» que nos han aproximado de manera primorosa a su vida espiritual y colectiva desde el sabio Ramon Llull o Joanot Martorell, autor de Tirant lo Blanch. Un elemento externo recurrente que encontramos en muchos poetas catalanes es la imagen del muro. Espriu lo describe en «El caminant i el mur» (1954). También, otros como Gemma Gorga o Jep Gouzy, poeta francés que escribe en lengua catalana.

Espriu nos transmite en sus versos, de estructura sintáctica encabalgada, los rasgos de su conciencia, la ruta inevitable del cuerpo pasajero, que desvela también la imagen y sensación del hombre frente al destino; él desnuda esa visión de caducidad humana y consciente ante la vida, como frágil realidad, efí­mera, pero que la palabra poética redime como protesta vigente:

«Detrás de esta puerta vivo, /pero no sé/ si puedo decir vida. /Cuando vuelvo al atardecer, / de mi diario odio contra el pan/ ( ¿no sabí­as que tengo /la inmensa suerte de venderme/ a trozos por una moneda/ que llega a valer/ ya mucho menos que nada?) / Me quito un viejo abrigo, la esperanza, / y me adentro por los caminos de mis ojos/ por el vací­o de espanto donde siento, / más allá a mi Dios, /siempre allá, más allá de falsos/ profetas y de raras culpas/ y del viejo necio enfermizo de versos/ disciplinados, como estos de ahora, con pistas/ de oscuras marcas que el aliento de crí­ticos/ un dí­a aclararán para mi vergí¼enza.» Espriu transitó por esa Barcelona sometida al oprobio de la dictadura fascista. El poeta no pisó durante décadas la Universidad de Barcelona, donde se aposentaron leguleyos, burócratas y seudo-intelectuales que hasta ahora perduran como producto del «enchufismo» y corrupción de la época. Dicen que la poesí­a de Espriu es satí­rica, elegí­aca, civil y patriótica. Pero su poesí­a sobre todo es la orfandad del artista que rompe el cristal personal y nos acerca al vací­o solemne de nuestros atávicos miedos: la precariedad fí­sica y la muerte, pero sin dejar en la lucha espiritual y material la arremetida final de tocar con los dedos el sueño de nuestras visiones: su poesí­a. Tampoco el poeta cae en la desesperanza: «He dejado atrás el arenal y la barca,/ Y la mar gruñí­a muy apagadamente a mi espalda, /alejado perro loco de un antiguo mal sueño./ (…) Siento allá un rumor que se acerca, /un libre galope de caballos en los prados altos/ que veo verdear pasados los lí­mites del último bosque. / Porque ya es de dí­a. / Me llega de golpe la claridad de un nuevo dí­a/ que se convertirá plenitud de mi sueño feliz.» Final del laberinto (1955).

Actualmente, en Catalunya hay una generación de numerosas mujeres poetas que ha dado esta tierra las últimas décadas, desde Sussana Rafart (1962), Gemma Gorga (1968), hasta la más reciente í€ngels Gregori (1985), que destacan entre una pujante consolidación colectiva de lirismo. La poeta Gemma Gorga ha publicado Ocellania (1997), El desordre de les mans (2003), Instruments í²ptics (2005), El llibre dels minuts (2007). En Gemma destaca el amor y la nostalgia. Los elementos de su mundo se fijan en los sentidos como sentimientos paralelos y contrarios: el afecto y la imposibilidad. Los elementos externos, el ambiente, los describe como anclaje a la realidad: los árboles plataneros que adornan su ciudad, plazas, las cerillas, un bocadillo abandonado. Y la conciencia del viaje veloz y arbitrario de nuestras vidas. El amor huido o ausente con la imagen de nocturnidad nos presenta una visión, entre la vigilia y lo oní­rico, que persigue lo perdido y deseado: «Como el último visitante a un museo a punto de cerrar, /me paseo por los salones sin sueño de la noche./¿Quién quisiera la salida? si pudiese contemplarte/ como yo te contemplo/ dormido bajo (…) /siete párpados estoy tan cerca de traspasar el lí­mite/ del agua, Si bajo las pestañas, sonará la alarma y me traerás delante del odio.» (El desorden de las manos)

El amante descansa bajo la imagen de ternura de esta poeta que explora el silencio y la soledad, ante el abrupto final de las horas, de las historias, del tiempo que descompone lo que un dí­a construimos o soñamos, y sólo se sostiene para nuestra conciencia en rescoldos, sabores y recuerdos, pues sabemos que nada perdura, que todo se pierde. Salvo la pureza de la imagen delineada en el arte que pervive en la memoria.

Gemma recoge en sus lí­neas la sensación de los ojos que recorren los rincones mundanos, un pueblo de la Cerdanya o Harvard, Berlí­n, Venecia. El rumbo rutinario de los turistas o la merienda olvidada, a punto de perderse, como vestigios de un instante. Pero es, también, los sonidos que acompañan a sus textos, en su lengua original: vocales neutras o abiertas, sibilantes palatales y alveolares, sonoras y sordas, laterales alveolares velarizadas que el español no posee como producto de su simplicidad. Sus composiciones son arpegios que llevan la imaginación y las sensaciones con compases de romanza, allegro o staccato, momentos, amores inacabados y unos frutos recogidos con nostalgia: la vida que se vive o persigue y las emociones que perduran en las esencias de la realidad donde se recoge la verdadera alegrí­a y el desencanto, que Gemma Gorga anhela y poetiza.