Encontré la tumba sin nombre en medio de la selva y era muy sencilla, unas flores de papel colgadas de la cruz en el amontonamiento de tierra cubierta de hierba. Adentro estaban los restos del viejo junto a Margarita Leonardo, su fiel compañera. Al volver me propuse colocar una inscripción que dijera: Ramón Rodríguez Aris: Un Hombre de la Selva».
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Más tarde revisando apuntes y grabaciones de ese inolvidable personaje entresaqué esta historia de la vida real:
«Vivíamos por el rumbo del Rosario muy cerca del Pellán, ahí el río se estrecha y corre mucho». Sigue hablando rellenando la pipa con brasas y restos de tabaco. Le da tres o cuatro chupadas, tose un poco y exhala un suspiro de gusto,» por ese rumbo del Rosario ya no le decimos
Salinas sino Chixoy, siempre es un río muy correntoso y con grandes playones de arena en el verano».
«Se había sembrado un tramo con caña morada para hacer guaro, de ese guaro llamado chicha. En ese tiempo era yo militar y estaba comisionado para representar al Señor Gobierno en aquel lugar, ver de ayudar en todo y poner en orden las cosas como corresponde a la autoridad. Temprano en la mañana llegó a verme el compañero que también era mi compadre, un tal Miguel; no era militar como yo, juntos sembrábamos, pescábamos y hacíamos una prosapia de cosas que casi como que éramos socios o de la familia.»
Tras unos nuevos chupones a la pipa que se encienden las brasas y brillan sus ojos expresivos en aquel rostro jovial con piel apergaminada, muy quemada por el sol, con el pelo y los bigotes ya teñidos de blanco. De mediana estatura, brazos delgados y nervudos con venas resaltadas y nada de grasa en el cuerpo, el viejo se veía un hombre fuerte capaz de muchas cosas.
«Ve Ramón, me dijo Miguel, vengo a decirte que ya tres días que Chinto, tu compadre, no aparece en donde está guindado su pabellón, ni recogió el totoposte que encargó en la pulpería junto al río. Parece que se fue directo al corte de la caña en aquella joya del cerro y ya no volvió, creo que eso fue el martes, hoy jueves ya pasaron casi dos días, no vaya a ser que alguna desgracia le haya sucedido… lo mordió la «nahuyaca» o se accidentó desde alguna de esas grandes peñas arriba de la Serranía. Habrá que ir a buscarlo y para eso vine por tu? ¿qué dices, vamos?»
«Le dije que sería bueno», continuó el viejo, «terminé de preparar mi carabina y salimos buscando la siembra de caña. El camino no era muy largo y antes de una hora estábamos llegando a la mentada siembra. Un buen tramo había sido ya cortado, por todos lados se veían canutos macheteados y algunos otros amontonados formando una carga junto al fogón. La jarrilla y restos de café arrimada a la par de una olla con frijoles, colgado estaba el matate con una cajetilla de «payasos» y algunos totopostes adentro. De Chinto nada? el fuego ya no humeaba, estaba frío con señas que le había caído el sereno de la madrugada».
«Así seguimos dando vueltas y allá lejos entre las cañas se encontró mi mirada un pedazo de trapo que se movía como que fuera cola de barrilete y me le acerqué caminando despacito. Miguel, le dije al compañero, vení a ver que parece que aquél dejó allá su camisa. Lueguito llegamos pero al acercarnos más, retrocedimos del gran susto. Era la camisa de Chinto, pero estaba en pedazos y un trapo más grande colgaba de una caña a medio doblar. La tierra de los zurcos se veía removida, cerquita estaba tirado el machete de Chinto con otros pedazos de trapo como de pantalón y un gran sangrerío resecado por el sol ya cubierto de moscas. Luego un arrastradero con más sangre y cañas a medio doblar.»
«Mirá vos, le dije, como que fue el tigre el que cazó al pobre Chinto? Ve, aquí lo agarró la primera y luego se lo llevó jalando hasta aquellas matas, ¡Ay Dios! Pobrecito aquél, sigamos?El arrastradero tenía unas cuatro de a veinte hasta donde principiaba la montaña, al borde había más sangre y un nuevo revolcadero con más trapos, restos de carne y un zapato, como que el animal hubiera mordido o comido o quién sabe qué diablos hizo, siguió diciendo, lo que se ve es que se lo llevaba jalando para la serranía. Mirá me dijo Miguel, este animal es muy grande y habrá que matarlo para quitarle lo que queda de Chinto, convine con Miguel y con paso carrereado volvimos junto al río.
Como presintiendo que era con ellos salieron los chuchos al encuentro y luego de preparar un foco, un tecomate con agua y unos fósforos nos despedimos espantando a la chuchada pues en ese tiempo no teníamos ningún perro tigrero. Ya después del mediodía llegamos junto a un arroyito y vimos las manotas del gran animal hundidas en el lodo, Nuestro paso era bien pensado, abriendo bien las orejas y poniendo los ojos en cada rastro que iba dejando el tigre.»
«Contra lo que yo esperaba el gran tigre estaba en una parte clara parado y regañando con un medio gruñido, cerca de donde tenía lo que quedaba el pobre Chinto. Nunca había yo visto un tigre tan grande, era de los llamados «tigre real» con piel de color casi blanco con algo de amarillo cerca de la panza y manchas negras como un ternero. Calculé que pesaba más de dos quintales? estaba enseñando los colmillos y había agachado un poco la cabezota como tanteando poder brincar. Tranquilo levanté mi carabina y le atiné la mira arriba de la nariz, en medio de los ojos, y pues estaba muy cerca como de a quince brazadas, casi pude sentir la brisa de su bramido al recibir el plomo. Se fue para atrás un poco, saltó hacia arriba y cayó cerca del cuerpo de Chinto, sacudiéndose mientras moría. Metí otra bala en la boca del arma y sin dejar de apuntarle a la cabeza esperé para asegurarme que estuviera bien muerto. Ya noche bajé a donde estaba Miguel y medio a oscuras subimos a preparar envuelto en hojas y amarrado con bejucos el cuerpo del compañero; el tigre esperaría para bajarlo al otro día».
Hasta California un saludo para la familia Rizzo que dejaron sus raíces en El Rosario a orillas del Chixoy.