Don Moncho


Encontré la tumba sin nombre en medio de la selva y era muy sencilla, unas flores de papel colgadas de la cruz en el amontonamiento de tierra cubierta de hierba. Adentro estaban los restos del viejo junto a Margarita Leonardo, su fiel compañera. Al volver me propuse colocar una inscripción que dijera: Ramón Rodrí­guez Aris: Un Hombre de la Selva».

Doctor Mario Castejón
castejon1936@hotmail.com

Más tarde revisando apuntes y grabaciones de ese inolvidable personaje entresaqué esta historia de la vida real:

«Viví­amos por el rumbo del Rosario muy cerca del Pellán, ahí­ el rí­o se estrecha y corre mucho». Sigue hablando rellenando la pipa con brasas y restos de tabaco. Le da tres o cuatro chupadas, tose un poco y exhala un suspiro de gusto,» por ese rumbo del Rosario ya no le decimos

Salinas sino Chixoy, siempre es un rí­o muy correntoso y con grandes playones de arena en el verano».

«Se habí­a sembrado un tramo con caña morada para hacer guaro, de ese guaro llamado chicha. En ese tiempo era yo militar y estaba comisionado para representar al Señor Gobierno en aquel lugar, ver de ayudar en todo y poner en orden las cosas como corresponde a la autoridad. Temprano en la mañana llegó a verme el compañero que también era mi compadre, un tal Miguel; no era militar como yo, juntos sembrábamos, pescábamos y hací­amos una prosapia de cosas que casi como que éramos socios o de la familia.»

Tras unos nuevos chupones a la pipa que se encienden las brasas y brillan sus ojos expresivos en aquel rostro jovial con piel apergaminada, muy quemada por el sol, con el pelo y los bigotes ya teñidos de blanco. De mediana estatura, brazos delgados y nervudos con venas resaltadas y nada de grasa en el cuerpo, el viejo se veí­a un hombre fuerte capaz de muchas cosas.

«Ve Ramón, me dijo Miguel, vengo a decirte que ya tres dí­as que Chinto, tu compadre, no aparece en donde está guindado su pabellón, ni recogió el totoposte que encargó en la pulperí­a junto al rí­o. Parece que se fue directo al corte de la caña en aquella joya del cerro y ya no volvió, creo que eso fue el martes, hoy jueves ya pasaron casi dos dí­as, no vaya a ser que alguna desgracia le haya sucedido… lo mordió la «nahuyaca» o se accidentó desde alguna de esas grandes peñas arriba de la Serraní­a. Habrá que ir a buscarlo y para eso vine por tu? ¿qué dices, vamos?»

«Le dije que serí­a bueno», continuó el viejo, «terminé de preparar mi carabina y salimos buscando la siembra de caña. El camino no era muy largo y antes de una hora estábamos llegando a la mentada siembra. Un buen tramo habí­a sido ya cortado, por todos lados se veí­an canutos macheteados y algunos otros amontonados formando una carga junto al fogón. La jarrilla y restos de café arrimada a la par de una olla con frijoles, colgado estaba el matate con una cajetilla de «payasos» y algunos totopostes adentro. De Chinto nada? el fuego ya no humeaba, estaba frí­o con señas que le habí­a caí­do el sereno de la madrugada».

«Así­ seguimos dando vueltas y allá lejos entre las cañas se encontró mi mirada un pedazo de trapo que se moví­a como que fuera cola de barrilete y me le acerqué caminando despacito. Miguel, le dije al compañero, vení­ a ver que parece que aquél dejó allá su camisa. Lueguito llegamos pero al acercarnos más, retrocedimos del gran susto. Era la camisa de Chinto, pero estaba en pedazos y un trapo más grande colgaba de una caña a medio doblar. La tierra de los zurcos se veí­a removida, cerquita estaba tirado el machete de Chinto con otros pedazos de trapo como de pantalón y un gran sangrerí­o resecado por el sol ya cubierto de moscas. Luego un arrastradero con más sangre y cañas a medio doblar.»

«Mirá vos, le dije, como que fue el tigre el que cazó al pobre Chinto? Ve, aquí­ lo agarró la primera y luego se lo llevó jalando hasta aquellas matas, ¡Ay Dios! Pobrecito aquél, sigamos?El arrastradero tení­a unas cuatro de a veinte hasta donde principiaba la montaña, al borde habí­a más sangre y un nuevo revolcadero con más trapos, restos de carne y un zapato, como que el animal hubiera mordido o comido o quién sabe qué diablos hizo, siguió diciendo, lo que se ve es que se lo llevaba jalando para la serraní­a. Mirá me dijo Miguel, este animal es muy grande y habrá que matarlo para quitarle lo que queda de Chinto, convine con Miguel y con paso carrereado volvimos junto al rí­o.

Como presintiendo que era con ellos salieron los chuchos al encuentro y luego de preparar un foco, un tecomate con agua y unos fósforos nos despedimos espantando a la chuchada pues en ese tiempo no tení­amos ningún perro tigrero. Ya después del mediodí­a llegamos junto a un arroyito y vimos las manotas del gran animal hundidas en el lodo, Nuestro paso era bien pensado, abriendo bien las orejas y poniendo los ojos en cada rastro que iba dejando el tigre.»

«Contra lo que yo esperaba el gran tigre estaba en una parte clara parado y regañando con un medio gruñido, cerca de donde tení­a lo que quedaba el pobre Chinto. Nunca habí­a yo visto un tigre tan grande, era de los llamados «tigre real» con piel de color casi blanco con algo de amarillo cerca de la panza y manchas negras como un ternero. Calculé que pesaba más de dos quintales? estaba enseñando los colmillos y habí­a agachado un poco la cabezota como tanteando poder brincar. Tranquilo levanté mi carabina y le atiné la mira arriba de la nariz, en medio de los ojos, y pues estaba muy cerca como de a quince brazadas, casi pude sentir la brisa de su bramido al recibir el plomo. Se fue para atrás un poco, saltó hacia arriba y cayó cerca del cuerpo de Chinto, sacudiéndose mientras morí­a. Metí­ otra bala en la boca del arma y sin dejar de apuntarle a la cabeza esperé para asegurarme que estuviera bien muerto. Ya noche bajé a donde estaba Miguel y medio a oscuras subimos a preparar envuelto en hojas y amarrado con bejucos el cuerpo del compañero; el tigre esperarí­a para bajarlo al otro dí­a».

Hasta California un saludo para la familia Rizzo que dejaron sus raí­ces en El Rosario a orillas del Chixoy.