Don Juan Orero (II de III)


Luis Fernández Molina

La decisión que tení­an que ponderar los jóvenes esposos Orero excedí­a sus fuerzas y conocimientos, sin embargo debí­an tomarla. No era un escenario nuevo, por el contrario esa misma disyuntiva se habí­a venido repitiendo, por millares, en los cuatro siglos anteriores. Pero no por ello dejaba de ser una decisión difí­cil, trascendente, definitiva. Por una parte dejar la tierra que los nutrió y lanzarse a lo desconocido. Y por otro lado implicaba una apuesta de vida, mudarse a un territorio nuevo, desconocido y en muchos sentidos extraño. ¿Cómo dejar de respirar el perfumado aire andaluz con su aroma morisco, sus fuentes y sus caballos? ¿Cómo dejar a la familia, a los amigos con los que se aprendió a vivir? ¿Cómo llevarse en la mente las ondulaciones del Guadalquivir? ¿Cómo encerrar en el pecho el aire salado, saturado de historia, del Mediterráneo? ¿Cómo guardar en la retina las casitas blancas y el viejo edificio de la escuela donde se aprendieron las primeras letras? ¿Cómo? Y al mismo tiempo empezar una nueva vida en un lugar donde no hay familia, salvo el tí­o Fabricio, donde no habí­a amigos ni siquiera conocidos. ¿Cómo abrirse brecha en una selva desconocida? Sin embargo la España de la posguerra no ofrecí­a aún muchas oportunidades a pesar del creciente interés de los nórdicos por las cálidas playas de la Costa del Sol que se manifestaba en el creciente desarrollo turí­stico del sur de Andalucí­a. Juan seguí­a como administrador nocturno del Hotel Santa Clara. Una posición digna y cómoda pero insuficiente para sus aspiraciones; era un trabajo que le ofrecí­a oportunidades de crecimiento horizontal pero no sin ascenso real, como le dijo un pariente: «si sigues allí­ vas a llegar a ser un gato gordo y saludable pero nunca vas a brincar a lince y menos a tigre». Después de muchas madrugadas de deliberaciones la pareja tomó la misma decisión que tomaron todos aquellos españoles que en el sorprendente transcurso de 50 años hicieron que la mitad de Las Indias, desde las Californias hasta la Patagonia –con excepción del Brasil–, hablaran el idioma de Castilla, le rezaran a Jesucristo y reconocieran como su soberano al Emperador don Carlos V. Los siglos siguientes sirvieron para consolidar ese nuevo orden. Como esos primeros aventureros los jóvenes esposos quemaban sus barcos. Claro, ya no se transportaban en barcos de madera; el avión de 4 hélices cruzó el Atlántico haciendo varias paradas por Curazao, San José y finalmente Guatemala.