Distopí­as: Visiones de un mundo fallido


«El infierno que Dante describe es intemporal. Es el infierno que cada uno

de nosotros esconde en la parte más secreta de su alma».


Esta semana, la amenaza, que posteriormente se convirtió en psicosis, de la gripe porcina, nos presentó una visión apocalí­ptica del mundo. Un paí­s que prefirió quemar todo su ganado porcino, otra república que declaró casi una cuarentena a nivel nacional; psicosis por el simple hecho de arribar desde México, y el temor a un simple estornudo, fueron sólo algunos elementos que demuestran lo frágil que es nuestro mundo. En la literatura, y por extensión en el cine, innumerables veces se han presentado visiones fallidas de nuestro porvenir, a las cuales se les ha llamado distopí­as, antónimo de las utopí­as. En el presente ensayo, nos adentramos a conocer sobre este tipo de literatura.

Orlando Mejí­a Rivera*

«La República» de Platón es el paradójico origen simultáneo de la utopí­a y de la distopí­a. Su sociedad ideal es la respuesta a las preguntas que él se hizo a sí­ mismo en su libro de «Las Leyes»: «Â¿Cuál es el mejor modo de organización para una comunidad, y cuál es el mejor método para que una persona disponga de su vida?» El arquetipo de esta estructura platónica ha estado presente siempre en el pensamiento occidental: el sistema de castas, el rey filósofo, la eugenesia, la expulsión de los poetas y de los disidentes, el arte oficial, la sociedad cerrada como sí­mbolo de un orden perfecto que justifica el poder ilimitado de lo polí­tico.

«Desde La Utopí­a» (1516) de Tomás Moro hasta «Neuromancer» (1984) de William Gibson, la literatura utópica/distópica ha tenido al libro de Platón como su matriz intertextual y el énfasis positivo o negativo ha dependido de la manera como se ha leí­do el libro en las distintas épocas de la historia. De hecho, libros clásicos como «El mundo de los tontos» (1552) de Doni, «Cristianopolis» (1619) de Valentí­n Andrae, «La ciudad del sol» (1623) de Campanella y la famosa «Nueva Atlántida» (1627) de Francis Bacon, son variantes utópicas de «La República». Sólo un autor anterior al siglo XVII fue precursor de una lectura distópica y satí­rica de la sociedad platónica. Me refiero a Rabelais y su famosa «Abadí­a de Thelema» que aparece en el libro primero de su «Gargantua y Pantagruel» (1532). Allí­ su personaje, el hermano Juan, arremete contra el orden arquetí­pico del filósofo y defiende una sociedad donde la única ley que se debe cumplir es la siguiente: «Haz lo que quieras».

Nace así­ la tensión entre el totalitarismo colectivo y el libre albedrí­o individual. Por eso, los héroes de las futuras distopí­as son personajes que luchan por la preservación de la intimidad y el pensamiento propio, ante sistemas que buscan la uniformización de los ciudadanos.

El otro gran antecedente de la lí­nea distópica es Jonathan Swift y el tercer viaje de su héroe Lemuel Gulliver a la isla de Laputa (1726). La importancia contemporánea de este texto es que corresponde a la primera crí­tica directa a una utopí­a cientí­fica, mediante la satirización de «La casa de Salomón» del libro de Bacon. En «La Nueva Atlántida» el pensador inglés defiende la sabidurí­a, la responsabilidad y la prudencia de los cientí­ficos y, por ello, le parece obvio que su sociedad se someta a sus directrices. Sin embargo, Swift al crear La gran academia de Lagado muestra la otra cara de los cientí­ficos: son vanidosos, tontos, sin sentido común y pueden llevar a la sociedad a la perdición total.

No obstante, la visión cientí­fica optimista y esperanzadora, en parte del siglo XVIII y en el siglo XIX, condujo al predominio de la utopí­a de base cientí­fica en la mayorí­a de obras literarias. La obra descomunal de Julio Verne es un ejemplo del utopismo cientí­fico del siglo XIX y sus nexos con la sociedad capitalista. Pero también otros libros como «Mirando hacia atrás» (1888) de Edward Bellamy y «Noticias de ninguna parte» (1890) de William Morris son utopí­as cientí­ficas asociadas a la ideologí­a socialista. Bellamy sitúa su héroe en el año dos mil, donde se ha logrado la prosperidad material y psicológica de todos los ciudadanos, gracias a la combinación de un socialismo polí­tico y un gran desarrollo tecnológico que libera del trabajo pesado a los hombres. En la utopí­a de Morris las máquinas están al servicio de las necesidades humanas porque el socialismo tiene claridad de la prioridad de las personas sobre la esfera económica. Esta tendencia optimista se cierra con el Wells tardí­o de «Una utopí­a moderna» (1905).

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El siglo XX abandona el utopismo cientí­fico y la utopí­a polí­tica. Leemos y reescribimos el texto de Platón en una sola clave: la distópica. Si la utopí­a fue, de acuerdo con el neologismo de Moro, «un buen lugar que no existe», la distopí­a en el siglo XX ya no es sólo la definición decimonónica de Stuart Mill: «un mal lugar que no existe»; si no algo más radical y paradójico: Un no lugar que siempre existirá. Me explico: El antropólogo Marc Augé en su libro Los no lugares, espacios del anonimato (1992) los definió así­: «si un lugar puede definirse como lugar de identidad, relacional e histórico, un espacio que no puede definirse ni como espacio de identidad ni como relacional ni como histórico, definirá un no lugar».

Es decir, en este contexto las distopí­as del siglo XX son espacios congelados y repetidos, vací­os de sí­mbolos y de tradiciones históricas, donde los individuos sin memoria habitan arquitecturas sin memoria. La imagen arquetí­pica de este «No lugar» universal es el centro comercial de cadena, idéntico en todas las regiones de la tierra, que desplaza los colores locales de los individuos, que transforma en consumidores a los ciudadanos, que uniformiza la mente y el cuerpo de acuerdo con el estrato socioeconómico.

En esta postal universal, en que se ha convertido el mundo, todo está lleno de luminosidad y de vidrios transparentes. Es el nuevo panóptico del higiénico mercado infinito, donde la gente sólo aspira a consumir los productos de sus estantes, desde el nacimiento hasta la muerte, y huye de las sombras, de las ruinas, de la suciedad. Desde la ciudad burbuja de edificios de cristal en «Nosotros» (1922) de Zamyatin, hasta las calles de Chiba City, en el «Neuromancer» de Gibson, donde las luces de neón brillan las veinticuatro horas.

Las arquitecturas, de buena parte de las distopí­as literarias del siglo XX, representan los no lugares de una sociedad humana que ha llegado a la última escena de la pelí­cula de la especie: en un «zoom» perpetuo se repiten las imágenes televisivas del Gran Hermano del «1984» (1948) de Orwell y su lema «la guerra es la paz»; del blanco Centro de incubación y condicionamiento del Londres del «Mundo Feliz» (1932) de Huxley y su personaje Forster diciendo: «í‰ste es el secreto de la felicidad y la virtud: amar lo que uno tiene que hacer. Todo condicionamiento tiende a esto: a lograr que la gente ame su inevitable destino social»; de las vitrinas abarrotadas de cosas inútiles de «Mercaderes del espacio» (1953) de Pohl y Kornbluth, donde los individuos sólo se pueden realizar como personas a través del consumo.

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Sin embargo, esta definición espacial de distopí­a no agota otros matices de su interpretación literaria en el siglo XX. La utopí­a cientí­fica está unida al concepto de progreso, es decir, a la esperanza en un futuro mejor. Pero la llamada crisis de la modernidad tiene una relación estrecha con el cuestionamiento de la idea de progreso y, a su vez, el escepticismo ante el progreso se interconecta con la problemática de la racionalidad, la historia y las consecuencias sociales y polí­ticas del proyecto moderno de la ilustración.

Mientras los siglos XVIII Y XIX fueron las épocas donde la idea de progreso de la humanidad alcanzó su máxima expresión de credibilidad, esta idea fue criticada de manera reiterada a lo largo del siglo XX, tanto por las élites intelectuales y cientí­ficas, como también por la población en general. Entonces, ¿Cuál han sido las razones o situaciones para que la civilización occidental esté dudando del principio filosófico del progreso? Las respuestas son numerosas e intentaré una enumeración de las mismas.

1- La idea del progreso de la humanidad como necesidad tiene su origen en los fundamentos de la religión judeo-cristiana, a partir, sobre todo, de San Agustí­n, el cual asoció la concepción del tiempo como proceso lineal e irreversible, con la idea de una progresiva evolución material y espiritual de la humanidad. El futuro siempre serí­a mejor porque Dios habí­a creado en el hombre la potencialidad de la perfección y ésta incluí­a el mejoramiento del entendimiento y el dominio de las fuerzas de la naturaleza, además del desarrollo espiritual. Nisbet en su «Historia de la idea del progreso» (1996) ha mostrado que esta concepción de San Agustí­n fue fundamental para la posterior idea de progreso comprendida como desarrollo de la racionalidad, que llevarí­a luego a la construcción de la idea de progreso cientí­fico.

Lo importante de este hecho es que la idea de progreso tiene su origen y una profunda relación en su desarrollo con la religión judeo-cristiana y, explica hoy, en parte, como la crisis religiosa del cristianismo tiene nexos con la crisis de la idea de progreso como necesidad, así­ ésta concepción haya sido secularizada, más en su superficie que en el fondo, por los intelectuales de los siglos XVII, XVIII Y XIX.

2- La asociación entre racionalidad, desarrollo cientí­fico-tecnológico y mejorí­a moral y social de la humanidad se estableció con pensadores como Saint Pierre, Diderot y Comte, entre otros. Ellos recibieron la influencia de las utopí­as del Renacimiento (en especial «La Utopí­a» de Moro y «La Nueva Atlántida» de Bacon) unida a la concepción de las etapas del progreso de la humanidad del pensador medieval Joaquí­n de Fiore, y todas estas creencias se transformaron en un nuevo ideal de progreso, donde la ciencia y la tecnologí­a eran la posibilidad indiscutible y necesaria para alcanzar la sociedad utópica de la humanidad en la propia tierra. Los grandes sistemas metafí­sicos del siglo XIX, como la filosofí­a de Hegel, afirmaron la idea de un progreso necesario y de una evolución de la razón humana, y teorí­as polí­ticas como el marxismo tienen otra lectura, cuando se comprende cómo Marx creí­a que la historia necesariamente progresarí­a hasta la victoria de la sociedad comunista, luego de pasar obligatoriamente por las etapas previas de la sociedad feudal y del capitalismo.

Lo fundamental de este punto es enfatizar que la idea de progreso comprendida como desarrollo cientí­fico y técnico mediante la expansión de la racionalidad, escondí­a, en el fondo, una creencia de «necesidad» del progreso que se expresó en la ciencia y la filosofí­a como una teleologí­a del progreso cientí­fico, unida a la idea de una mayor verdad del conocimiento de la realidad, hasta llegar a la meta del descubrimiento de la verdad «definitiva» del mundo. Por supuesto, parte de la crisis contemporánea de esta noción «teleológica» del progreso cientí­fico, radica en el cuestionamiento a la racionalidad como la ví­a posible para fundar una sociedad humana justa, libre y moral. El desencanto en el progreso asimilado al desarrollo racional, surge del incumplimiento del ideal de la ilustración, en el cual progreso cientí­fico y racional era sinónimo de progreso moral y justicia social.

De allí­ que la crí­tica al progreso por parte de filósofos como Weber, Adorno, Lyotard, entre otros, se basa en cuestionar el «incumplimiento» de la racionalidad con respecto a la aparición de una sociedad utópica auténticamente humana: la acusación de Weber del predominio de una «razón instrumental» que convertirí­a, en el futuro, a la cultura occidental en una «jaula de hierro»; Adorno y Horkheimer quienes en su Dialéctica del iluminismo (1947) denuncian que la razón cientí­fica es totalitaria y ha conducido a la humanidad a una nueva barbarie regida por la alienación tecnológica; Lyotard y su comentario en «La condición posmoderna» (1979) de que se ha perdido la credibilidad en los grandes metarrelatos incluido el metarrelato del progreso de la ciencia; e, incluso, la perdida total de confianza en la racionalidad ha llevado a Vattimo en su í‰tica de la interpretación (1992) a postular que hoy nos encontramos ante: «el descubrimiento de que justo en la medida en que va cumpliendo cada vez de modo más perfecto su programa, y por lo tanto no por error, accidente o distracción casual, la racionalización del mundo se vuelve contra la razón y contra sus fines de perfeccionamiento y emancipación».

Es decir, se ha pasado a pensar, en unas pocas décadas, que la racionalidad no sólo ha incumplido sus promesas de emancipación humana, sino que ella lo único que puede producir, en su í­ntima naturaleza, son «monstruos» de la razón. Claro está, que otros pensadores, como Habermas, siguen defendiendo el proyecto ilustrado de la racionalidad humana unido a la construcción de una sociedad democrática regida por los valores de la ciencia moderna.

3- Socavada en sus raí­ces la idea de progreso como necesidad y desarrollo de la racionalidad expresado en un adelanto acumulativo de la ciencia y la tecnologí­a, se han generado distintas posiciones ante el problema, pero predomina la tendencia de los que renuncian, de manera definitiva, a cualquier concepción de progreso y retoman el aforismo de Nietzsche: «el progreso no es más que una idea moderna, es decir una idea falsa». La mayorí­a de los denominados filósofos de la posmodernidad (Lyotard, Vattimo, Baudrillard, etcétera.) han tomado esta postura.

Los escritores de ciencia ficción han recibido el doble legado de los pensadores posmodernos de no creer ni en el progreso cientí­fico, ni en la racionalidad instrumental ejercida por los cientí­ficos. El resultado ha sido la creación de distopí­as donde la tecnologí­a está al servicio de la alienación y la destrucción humana por medio de la guerra. Como ejemplo de esta relación está, entre otras, «Limbo» (1952) de Bernard Wolfe, quien fue guardaespaldas de León Trotsky. Esta es una de las novelas distópicas más brillantes y descarnadas en donde queda explí­cito el ví­nculo entre la guerra y la tecnologí­a. En un futuro orwelliano la guerra es un estado permanente donde todos los adolescentes están obligados a participar. El desespero y la opresión llega a tal punto que algunos se amputan sus extremidades de manera voluntaria, para evitar ser reclutados por el ejército. Pero la cibernética se orienta a reconstruirlos para que recuperen su capacidad de guerreros letales.

De otro lado, las distopí­as del subgénero del ciberpunk desarrollan una relación ambigua entre cibertecnologí­a y naturaleza humana. William Gibson, Bruce Sterling, G.A. Effinger, Neal Stephenson (precursor del tema de la nanotecnologí­a en la ciencia ficción contemporánea con su novela «La era del diamante, manual ilustrado para jovencitas» (1995)) han construido atmósferas del futuro cercano que se pueden sintetizar así­: dominio neofeudal de las megacorporaciones, contaminación ambiental del mundo real, disolución del cuerpo humano a expensas de su virtualización simbólica y mental, invasión y penetración de la realidad digital en la realidad material.

Case, el antihéroe de «Neuromancer» de Gibson, es un «vaquero» de «inteligencias artificiales» que trabaja para la mafia japonesa obligado a «hakear» dentro de la red. Es en esta novela donde por primera se menciona el ciberespacio como: «Una alucinación consensual experimentada diariamente por billones de legí­timos operadores, en todas las naciones, por niños a quienes se enseña altos conceptos matemáticos… una representación gráfica de la información abstraí­da de los bancos de todos los ordenadores del sistema humano». En esta atmósfera ya no hay un por qué ni un para qué, ni proyectos, ni destino, sólo confusión y alienación. Para Case no existe el triunfo, ni la derrota, sólo sobrevivir y maldecir su «vieja carne» en la que se siente «prisionero». Ni futuro, ni pasado, más bien un eterno presente virtual, un infierno digital de luces y sonidos que embotan su cerebro.

La desconfianza en el uso del poder tecnológico lleva también a las distopí­as ecológicas, ocasionadas de manera directa o indirecta por la soberbia y la prepotencia de las grandes potencias tecnocráticas. En «Todos sobre Zanzibar» (1968) de John Brunner la contaminación y la superpoblación es tan asfixiante que las personas pagan por estar solas unos pocos minutos. En «Hagan sitio, Hagan sitio» (1966) de Harry Harrison la superpoblación mundial y el desequilibrio alimenticio conduce a grandes hambrunas y a que la humanidad termine utilizando la tecnologí­a para reciclar en forma de alimento los propios cadáveres humanos. La versión cinematográfica de este libro fue la pelí­cula «Soylent Green» (1973) del director Richard Fleischer, con un Charlton Heston inolvidable para mí­, por encima de su papel en el «Planeta de los simios».

Pero la distopí­a ecológica paradigmática del siglo XX es la trilogí­a de J. Ballard «Mundo sumergido» (1962), «La sequí­a» (1964) y «Mundo de cristal» (1966). Con su cruda narrativa habitual él aborda las catástrofes derivadas del abuso tecnológico manejado con estupidez y ceguera ambiental: la contaminación por el agujero de la capa de ozono, la polución del agua dulce, la aniquilación de las especies vegetales y animales, la llegada a un punto de desequilibrio donde la especie humana ha generado su propia destrucción. La contemporaneidad de esas novelas en este siglo XXI es asombrosa e inquietante.

* Orlando Mejí­a Rivera es escritor y profesor titular de la Universidad de Caldas, Colombia. El presente trabajo es un fragmento del ensayo «Las distopí­as de Thomas Disch», publicado originalmente en la Revista Axxon de Argentina.

DISTOPíAS EN LA LITERATURA


La máquina del tiempo, de H. G. Wells (1895)

Un mundo feliz, de Aldous Huxley (1932)

Rebelión en la granja, de George Orwell (1945)

1984, de George Orwell (1949)

Fahrenheit 451, de Ray Bradbury (1953)

El señor de las moscas, de William Golding (1954)

Soy Leyenda, de Richard Matheson (1954)

La naranja mecánica, de Anthony Burgess (1962)

El planeta de los simios de Pierre Boulle (1963)

La exhibición de atrocidades, de J. G. Ballard (1970)

Rascacielos, de J.G. Ballard (1975)

La danza de la muerte, de Stephen King (1978) (expandida y publicada más tarde bajo el nombre de Apocalipsis)

V de Vendetta, novela gráfica de Alan Moore y David Lloyd (1981 – 1988)

Mañana, las ratas, de José B. Adolph (1984)

Watchmen, novela gráfica de Alan Moore y Dave Gibbons (1986 – 1987)

DISTOPíAS EN EL CINE

Fahrenheit 451, de Franí§ois Truffaut (1966), basada en la novela homónima, de Ray Bradbury

El planeta de los simios (1968), pelí­cula estadounidense dirigida por Franklin Schaffner

Invasion, de Hugo Santiago (1969)

La naranja mecánica (A Clockwork Orange), de Stanley Kubrick (1971) (basada en la novela homónima, de Anthony Burgess)

THX 1138, de George Lucas (1971)

El dormilón, de Woody Allen (1973)

Mad Max, de George Miller (1979)

Blade Runner, de Ridley Scott (1982) (basada en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?)

1984 (Nineteen Eighty-Four), de Michael Radford, basada en 1984 de George Orwell (1984)

Terminator, de James Cameron (1984)

Brazil, de Terry Gilliam (1985)

El Señor de las Moscas, de William Golding (1990)

Doce monos (Twelve Monkeys), de Terry Gilliam (1995) (basada en La jetée)

Waterworld, de Kevin Reynolds (1995)

Gattaca, de Andrew Niccol (1997)

The Postman de Kevin Costner (1997) basado en la novela «El cartero» de David Brin

Dark City, de Alex Proyas (1998)

The Matrix, de los Hermanos Wachowski (1999) (inspirada en parte en Ghost in the Shell)

Inteligencia Artificial, de Steven Spielberg (2001)

Minority Report, de Steven Spielberg (2002)

Yo, Robot, de Alex Proyas (2004)

V de Vendetta (V de Venganza), de James McTeigue (2006). Basada en el comic V de Vendetta publicado en el año 1988 con Alan Moore como guionista y David Lloyd como dibujante

Soy Leyenda, de Francis Lawrence, basada en la novela de Richard Matheson (2007)

WALL·E, de Andrew Stanton (2008)