Discursos presidenciales


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A pesar del terreno ganado por la economía a la política, por el consumismo a la cultura o por la guerra a la ciencia, el discurso político aún representa el medio para el convencimiento de las ideas visionarias de un mundo mejor y más humano. Hoy los líderes políticos sin embargo, compiten con otros pastores de iglesia que les han arrebatado el micrófono y que se atreven a difundir ideas para un mundo de sordos y confundidos.

Julio Donis


Tiene más cobertura mediática un millonario que se atreve a proponer inversión en educación para el desarrollo social, que el presidente del país de ese acaudalado que clama por más impuesto para la misma política pública. Se difunde antes cualquier ocurrencia de Arjona, Jolie o Madonna que las palabras del liderazgo local. Las cámaras sí les apuntan en cambio, si ellos aluden con imprudencia y torpeza la cuestión social o económica. Eso está relacionado con lo que indicaba en la primera línea, con la devaluación de la política, con la deslegitimación de la democracia, con lo efímero de sus vehículos, los partidos. Pero a pesar de todo, presidentes y jefes de Estado aún representan las voces autorizadas para difundir las directrices de la política aún pública de sus sociedades, en el concierto de las naciones. Los discursos de los líderes de Estado aún sirven de referentes en un mundo que alaba las palabras vacías y la imagen. Eso se comprueba en las Asambleas de las Naciones Unidas, a las que se dan cita anualmente los representantes de un mundo convulso. Discurren en el pódium de esa reunión que aspira a borrar las diferencias de un mundo que por donde se ve es desigual en esencia, líderes de naciones tan dispares como sus propias creencias y culturas. Es la oportunidad para ellos, de lanzar un mensaje que resuene literalmente por todo el planeta, pero especialmente para dejar clara la posición ideológica en un escenario que es dominado por el poder hegemónico. Algunos pocos son los que resuenan y otros pasan desapercibidos, unos cuantos aprovechan sus minutos y otros los desperdician. Los hay discursos dignos y certeros, finamente incisivos que no necesitan agredir para evidenciar la injusticia, esas son disertaciones imprescindibles en un mundo de palabras obedientes y uniformadas. Generalmente esos oradores se sitúan en un punto del tiempo que les permite sintetizar la historia de sus países, para contrastar el devenir del mundo. En cambio, las oraciones de los líderes insignificantes no alcanzan a ser disertaciones, son más bien emanaciones de palabras que no convencen, son letanías en el mismo tono que ruega por unos puñados de dólares, y agradece en falsa actitud. El discurso del estadista se atreve a cuestionar con altura el mismo seno que lo acoge sin temor a la crítica, porque sus ideas están asentadas sobre la coherencia de palabras con acciones. Esas personalidades no alzan la voz por gusto, la modulan con la gracia de un ruiseñor y la fuerza de un tenor. Los otros en cambio, son planos porque no son discursos, son graznidos que declaran informes de labores que resaltan con muy poca credibilidad, supuestos logros sociales y políticos que no convencen porque la realidad indica otra cosa. Seguramente los primeros toman la responsabilidad de escribirlos ellos mismos, mientras que los “informes” son escritos por tecnócratas oficiosos. El discurso del que todos hablarán luego, es del que se atreve a criticar el sistema, es el antagónico que propone sobre la práctica en su propia casa. El otro es servil y condescendiente. El primero tiene la belleza de la síntesis y el segundo aburre. La palabra dicha es como una flecha lanzada, no tiene retorno y condena para bien o para mal a su orador.