Dios, la religión y otras niñerí­as


José Barrera G.

En algunas capitales europeas, el viajero llegado de otros continentes puede llevarse una sorpresa especial: muchas de las antiguas iglesias cristianas de factura barroca, gótica o neogótica, han sido convertidas en bares o supermercados, en tiendas o restaurantes. Nada quizá simboliza tan bien el retroceso de la religión en estas sociedades «cientí­ficas y racionalistas» como ese detalle de los templos transformados en centros de consumo y diversión mundanal.


En los últimos años, no obstante, se ha visto, sobre todo en el Viejo Continente, un resurgir del tema religioso tanto en revistas y periódicos como en libros y discusiones televisivas. La razón de este «renacimiento» bien podrí­a estar en el fanatismo musulmán, en el terrorismo islámico de los últimos tiempos. De pronto el tema religioso saltó de nuevo a la palestra estimulado por actos violentos y deplorables. Sin embargo, habrí­a que decir que la presencia de lo religioso nunca fue plenamente eclipsada en Occidente -a pesar de sus inclinaciones aconfesionales-, debido a una razón muy sencilla: la religión es una preocupación esencial del ser humano. Como el arte o la guerra el impulso religioso está presente en toda sociedad a lo ancho y largo del planeta.

Sin duda también el hallazgo de textos antiguos como el llamado «Evangelio de Judas» han contribuido recientemente al despertar del que hablamos.

Existe, en lí­nea con lo anterior, una realidad que serí­a difí­cil de negar: las tres grandes religiones monoteí­stas del mundo, que hunden sus raí­ces en Medio Oriente, presentan actualmente todos los sí­ntomas de una crisis. La religión musulmana debido, como quedó anotado, a grupos fanáticos que la han colocado en el centro de las preocupaciones de polí­ticos y autoridades; la religión católica por los escándalos sexuales que últimamente han marcado su historia, entre ellos los de pedofilia galopante en ciudades norteamericanas como Boston y otras de diferentes continentes; y, finalmente, la religión judí­a por la cuestión palestina y la actitud con frecuencia intransigente de esta Iglesia ante problemas candentes de su entorno. El budismo también vive su propia, especial y dramática crisis acosado por un régimen comunista.

Si lo anterior es verdad, habrí­a, entonces, un déficit global de fe que viene de lejos y se ha agudizado, una vací­o espiritual que -ya se ha señalado- nuevas creencias pretenden llenar de manera rápida y eficiente. Esto explicarí­a, al menos parcialmente, el nacimiento de sectas o religiones tales como la cienciologí­a, el neopaganismo, o bien el crecimiento acelerado de cultos neopentecostales en América Latina. En la historia de la humanidad es normal que las religiones nazcan, sufran mutaciones, mueran o decaigan hasta casi desaparecer. Pensemos, para dar tan sólo dos ejemplos, en el maniqueí­smo de la antigua Persia o en las religiones precolombinas.

En el resurgir religioso de los últimos años, que venimos exponiendo, destacan libros como «A history of God» (Una historia de Dios) de Karen Armstrong, o «The God delusion» (El espejismo de Dios) de R. Dawkins y varios otros. Estos libros han levantado polvaredas de discusión en varios paí­ses. En casi todos los casos se trata de ensayos que, desde una perspectiva académica, buscan exponer la historia de las religiones -al menos de las más importantes-, y su participación en el desarrollo de las ideas y la historia polí­tica de la humanidad. Más de alguno de esos libros ha provocado respuesta, o sea publicaciones que contradicen, que contraatacan el ateí­smo furibundo de, por ejemplo, un libro como El espejismo de Dios. Mal que bien, estamos como hace casi cien años cuando el pensador español Miguel de Unamuno debatí­a apasionadamente en periódicos, libros y revistas, contra textos y autores o contra todo aquello que se opusiera a su fe católica, a su fe cristiana.

Otras publicaciones que destacan en este resurgir de lo religioso son: «God» (Dios) de Alexander Waugh, asimismo «The story of God» (La historia de Dios) del biólogo judí­o británico Robert Winston, o bien el intitulado «The Dawkins delusion» (El espejismo de Dawkins) de Alister MacGrath. Estos dos últimos libros no niegan tajantemente la existencia de un creador ni atacan frontalmente desde una perspectiva atea o agnóstica a las religiones establecidas. En otras palabras, hay una discusión (directa o indirecta, velada o frontal) entre creyentes y no creyentes, entre materialistas e idealistas, entre tolerantes y menos tolerantes y, en fin, una revitalización del tema religioso que, a nuestro juicio, otorga a la sociedad un debate saludable y positivo. Donde no hay discusión, donde el dogma impera, las cosas no van bien, la fe decae. El ritual vací­o no es fe y menos aún el fanatismo.

Otro libro, siempre en el ámbito de habla inglesa, que últimamente apareció, pero sin causar el revuelo que quizá esperaban sus autores o la editorial que lo lanzó es: «The Jesus family tomb» (La tumba de la familia de Jesús) de Simcha Jacobovici y Charles Pellegrino. Al contrario de «El Código Da Vinci», novela que alcanzó ventas millonarias, el trabajo de Jacobovici y Pellegrino, el cual no es un libro de ficción sino un detalladí­simo ensayo arqueológico y periodí­stico, apenas tuvo resonancia. El libro asegura que un equipo internacional de investigadores acaba de encontrar la tumba y los restos mortales de Jesucristo y algunos de sus familiares, pero que por razones polí­ticas e intereses creados esta noticia ha sido acallada. Repetimos que se trata de un libro con todos los visos de seriedad que semejante tema requiere. Se lee con interés, pues está escrito de manera entretenida a pesar de la detallada información aparentemente cientí­fica del relato. El Vaticano – insinúan los autores- y oscuros intereses estarí­an detrás del silencio y ocultamiento de tan importante hallazgo.

Un aspecto queda claro para quien redacta este artí­culo: Dios y la religión son dos cosas distintas. El impulso natural que lleva a los individuos, al menos en algún momento de su existencia, a plantearse la posibilidad de algo divino, de un creador o creadores del universo, es lo opuesto a la doctrina oficial de cualquier religión. La teologí­a de una religión es generalmente algo petrificado e inapelable. El dogma juega un papel importante en ellas. La religión es el congelamiento de la espontánea preocupación metafí­sica del individuo. Es un cuerpo de creencias establecido, jerarquizado e impuesto a través de la educación, la tradición o coerción al colectivo sobre el que actúa. El impulso teológico de cada persona es algo distinto, es simplemente aquello que nos obliga a preguntarnos el porqué ontológico de las cosas, de su existencia y origen. Es la pregunta última buscando la respuesta última. La más radical de las preguntas es: «Â¿existe Dios?». Su respuesta positiva o negativa representa un difí­cil dictamen, es nuestra manera profunda de adaptarnos o «inadaptarnos» al ambiente. A partir de ahí­ juzgamos el mundo diferente y participamos también de manera distinta. Responder «sí­ hay Dios» o «no hay Dios» es una respuesta trascendente para cada quien. El problema es que no respondemos nunca con plena libertad: la escuela, la familia, los vecinos y a veces hasta el Estado mismo, están presentes presionándonos para ser católicos o evangélicos, musulmanes o budistas, mormones o cualquier cosa que la tradición permita y sostenga. Algunos individuos escogen la hipocresí­a y fingen tener fe. Sospechamos que la mayorí­a cree por miedo a la muerte.

En Occidente, al menos desde la Ilustración, se ha pretendido romper este cerco, este asedio al individuo y darle elementos para decidir con mayor libertad. Voltaire y Rousseau son ejemplos, cada uno a su manera, de filósofos comprometidos con la libertad de conciencia. Una innegable conquista de las sociedades democráticas es la garantí­a de libertad de culto.

Por su parte, el filósofo alemán Ludwig Feuerbach decí­a: «Ein unpersí¶nlicher Gott ist kein Gott» (Un Dios impersonal no es ningún Dios). Mucho me temo que tení­a razón. Y es en este punto, precisamente, donde se estrellan contra la realidad los sesudos y eruditos ensayos que pretenden demostrar con «objetividad» el contrasentido de las creencias religiosas. La mayorí­a de los hombres necesitan (¡urgentemente a veces!), creer en un Dios personal y subjetivo, consciente y preocupado por sus criaturas. Filósofos de todos los colores, cientí­ficos, polí­ticos marxistas o de cualquier otra tendencia, no han podido, incluso en los paí­ses desarrollados, borrar la presencia e influencia de las religiones. Estas han retrocedido pero sobreviven refugiadas en la intimidad de los individuos más que en los templos, en los hogares más que en los rituales públicos. En las grandes ciudades europeas, la religión se ha individualizado, se ha vuelto un asunto privado. «Creer o no creer es mi problema» serí­a la consigna. A veces la impresión es que hasta la manera misma de creer se vuelve, cada dí­a más, cuestión personal. Las cosmogoní­as privadas abundan.

Hace un par de meses, como para acabar de hacer patente el renacimiento de lo religioso, el escándalo surgió cuando fue redescubierta una carta del fí­sico Albert Einstein en la cual trata el tema de la fe. Einstein a lo largo de sus escritos frecuentemente muestra un concepto más o menos panteí­sta de lo divino, pero en esta carta el gran cientí­fico se muestra claramente hostil hacia las religiones cuando dice: «son una encarnación de las supersticiones más infantiles». Habla en general tirando en un mismo saco todas las sectas e Iglesias. Estas palabras fueron una revelación y los medios internacionales las repitieron hasta la saciedad.

Ahora bien, ¿son realmente las creencias religiosas tonterí­as que sólo consuelan nuestras mentes infantiles? ¿Acaso no hay en el fondo de ellas una filosofí­a implí­cita, un concepto profundo, basado en siglos de experiencias de los pueblos? Obviando la historia ambivalente de casi todas las religiones, historia de corrupción y violencia, de sacrificio y abnegación, no subyace en ellas un poco de verdad trascedente y de ética? Octavio Paz por su parte escribió: «a veces pienso que las religiones tienen razón (una razón de ser más profunda que la razón pensante)». Cada quien, entonces, ha de tener sus respuestas.

Algo es evidente para nosotros: Dios no es propiedad de ningún credo y menos de religiosos que abusan de las personas indefensas e ignorantes. Dios es una auténtica preocupación humana. Es un problema complejo y válido. El hecho mismo de que, a pesar de teologí­as delirantemente imaginativas o sofocantemente dogmáticas, la idea de lo divino subsista a lo largo del tiempo y tenga expresión en toda sociedad y geografí­a, lo convierte en un problema intelectual con contenido. Dios – ese concepto en cualquiera de sus variantes- más que un conocimiento parece ser una constante intuición de la especie. El problema teológico es para nosotros, por lo tanto, el problema por excelencia. Dios es la ecuación irresoluta. El misterio de los misterios. Su existencia o inexistencia parece estar más allá de nuestras fuerzas mentales. Racionalmente no parece posible afirmarlo ni negarlo sin incurrir en contradicción. Pero nos gustarí­a que hubiera Dios y nos gustarí­a ser parte de él. A lo mejor así­ la muerte quedarí­a finalmente vencida.