Los recorridos que hacía en la antigua Grecia el sabio Diógenes, portando a plena luz del día una lámpara encendida para que le ayudara a encontrar a un hombre honesto, forman parte de la historia por mucho que en su tiempo el sabio fuera motivo de burlas. Hoy, cuando nuestro país está en una encrucijada por los procesos de selección de magistrados, fiscal y contralor, hay gente que nos recuerda que buscar al hombre honesto, al profesional honorable, sigue siendo un compromiso y una obligación, por difícil que pueda parecer la tarea en un mundo en el que el prestigio y los éxitos se miden de acuerdo a patrones que nada tienen que ver con esos méritos que antaño llegaron a ser el motivo de orgullo del ciudadano digno.
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Se puede decir que desde Diógenes, en la humanidad no ha cesado la búsqueda del hombre honesto y de reconocida honorabilidad. De hecho, nuestros constituyentes no creyeron que fuera imposible evaluar la honorabilidad de los aspirantes a cargos públicos, especialmente en la administración de justicia, y pusieron que ese mérito tenía que ser el más importante y destacado a la hora de calificar a los aspirantes. La Constitución no dice que debe el aspirante tener una honorabilidad aceptable o supuesta; dice que tienen que tener reconocida honorabilidad y eso significa una vida sin tacha ni vericuetos en los que se escondan maniobras turbias y acciones deleznables que son motivo de vergüenza.
Ayer comentaba yo la tenaz insistencia que ha tenido el abogado Alfonso Carrillo al cuestionar el proceder de las postuladoras. Se tiene que recordar que fue una acción suya la que dejó en evidencia que la postuladora para elegir al Fiscal General no había tomado en cuenta la clara, categórica exigencia, de que los propuestos tuvieran reconocida honorabilidad y la falla de la comisión dio lugar a que fuera anulado todo el proceso de postulación.
Hablar de honorabilidad puede sonar a una viejada inaplicable en estos tiempos modernos en los que a los nuevos profesionales no se les insiste tanto en comportamientos éticos como en comportamientos rentables. Y ya sabemos que el éxito se mide en términos de rentabilidad y no por la forma de comportarse en cuanto al respeto de las normas de moralidad, urbanidad y honradez. Esos conceptos han ido cayendo en desuso junto al de la solidaridad porque el egoísmo de la ambición desmedida por amasar fortuna sustituye cualquier consideración a la hora de valorar la actitud de las personas.
Pero en el fondo, cuando los postuladores de la Comisión para el Tribunal Supremo Electoral bajaban la mirada cada vez que les tocaba la cuestión de la honorabilidad es un reflejo de lo que nos pasa porque en el fondo todos sabemos si alguien es o no honorable, si sus acciones de vida han sido rectas y si califica seriamente para el desempeño de un cargo en el que además de idoneidad y capacidad, se reclama una actitud intachable.
Ya no somos un simple pueblón en el que todos nos conocemos, con los vicios y virtudes; pero las mañas se siguen sabiendo y no podemos evadir nuestra obligación a la hora de calificar la honorabilidad.