Diéguez: exilio y melancolí­a


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He aquí­ mi eterno canto de tristeza
Suave, expresión de mi dolor impí­o:
Lirio de Chiapas, perla de belleza,
Yo con mi canto el corazón te enví­o:
En premio sí­ de mi infeliz terneza,
Yo te pido tan sólo dueño mí­o,
Un suspiro de amor, una mirada
Al cielo de tu tierra abandonada.

/Juan Diéguez Olaverri -Canto del Ausente

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Por Jaime Barrios Carrillo

La aparatosa caí­da del régimen liberal en Guatemala en 1838, marcó el desarrollo polí­tico y desde luego cultural del paí­s. Durante 40 años el Partido Conservador, aliado a la Iglesia católica y la llamada “nobleza” local, simbolizada en familias como los Aycinena, los Pavón y los Echeverrí­as, gobernaron el paí­s con mano de hierro, sobre la base de una articulación institucionalizada de la Iglesia y El Estado. Los liberales se habí­an dividido durante el gobierno de Mariano Gálvez, creándose facciones tan antagónicas entre ellos que podrí­a afirmarse que fueron más antí­podas ente sí­ que con las fuerzas conservadoras que acabaron derrotándolos y alejándolos del poder. Rafael Carrera llamado por los conservadores El Caudillo Adorado de los Pueblos y Racaraca el analfabeto por los liberales, impuso un gobernó autoritario, teocratizante y opuesto a los cambios radicales y modernizantes que Mariano Gálvez habí­a intentado.

Los hermanos Diéguez Olaverri, Juan (1813-1866) y Manuel (1821-1861), eran liberales de pura cepa, hijos de lo que se conocí­a en la época como un letrado jurisconsulto, Don José Domingo Diéguez. Juan habí­a heredado de su padre el perfil de la jurisprudencia y ambos hermanos continuaron con la tradición literaria e intelectual de la familia. Don José Domingo habí­a sido catedrático de su hijo Juan en la Academia de Estudios, institución que habí­a reemplazado a la antigua Universidad. La casa de la familia Diéguez fue centro de reuniones literarias y de discusiones “cientí­ficas y polí­ticas”, llamadas tertulias, las cuales cumplieron el papel de ser espacios para el debate y también para la presentación de las “piezas literarias”, que consistí­a en recitales de poesí­a y lecturas de textos originales por sus autores, sobre todo ensayos y fábulas. Habí­a en la casa, desde luego, una magní­fica biblioteca, que aunque especializada en temas jurí­dicos tení­a una vasta colección de clásicos de la literatura, autores españoles del siglo de Oro y los franceses de la Ilustración ( Rousseau, D´Alambert, Diderot), los emblemáticos tomos de la enciclopedia francesa importados por Don José Domingo y las obras de la Economí­a polí­tica inglesa de Adam Smith y Ricardo.

La lectura de los románticos franceses se hizo en el idioma original. Don José Domingo se ocupó de que sus hijos, como él lo habí­a hecho, aprendieran la lengua de Hugo como solí­a decirse en esa época. Años después ambos hermanos traducirí­an al español poemas de Ví­ctor Hugo, Lamartine y Chernier.

Los clásicos grecolatinos tuvieron un lugar prominente en aquella magní­fica biblioteca. Hesiodo, Catulo, Lucio Apuleyo, Ovidio, Homero, Quinto Cursio Rufo, Tácito y sobre todos Virgilio, autor que se convirtió en el preferido de Juan Diéguez. El neoclasicismo en que se formó Don J. Domingo Diéguez fue transmitido en forma directa a sus hijos e impregnó de forma substancial, sobre todo en la forma, el corpus poético de los hermanos Diéguez.

Con semejante tradición intelectual, enraizada profundamente en la Ilustración francesa y en el liberalismo inglés, no podí­an nunca aceptar los Diéguez el perfil de un gobierno teocratizante y conservador como el de Rafael Carrera. A pesar de que Juan habí­a sido nombrado juez en Sacatepéquez y luego en la Capital, no se asimiló al régimen y junto a hermano Manuel y un buen grupo de jóvenes liberales, comenzó a conspirar. Relata el decimonónico polí­grafo Salvador Falla que “era el deseo de esa juventud rebelde el convocar una constitución y dar al poder militar una organización regularizada”. Pero agrega Falla: “Sin hombres, sin armas, sin recursos, sin un plan práctico de realización, todo aquello carecí­a de consistencia y viabilidad.”

La conspiración resulta abortada y los hermanos Diéguez emprenden una huí­da desesperada. Todo empieza el 26 de junio de 1846 cuando tiene lugar el sepelio del arzobispo Ramón Casaus en la Catedral, el prelado habí­a fallecido en Cuba y el cadáver habí­a sido llevado a Guatemala. Serí­a una muestra del poder omní­modo, religión y polí­tica mezcladas gobernando, y asistirí­a la plana mayor del régimen con el General Rafael Carrera a la cabeza. Carrera tení­a cuatro pasiones: las grandes ceremonias, las espadas, la música y  los uniformes militares de gala. Las exequias del arzobispo se prestaban cabalmente a satisfacer estas preferencias del caudillo. Los espí­as de Carrera se enteran de que los conspiradores estarán con armas cortas y ocultas en la Catedral con propósito de asesinar a Carrera y a los miembros de su gabinete. El grupo se mueve sin coordinación, no todos llegan y ante el desplazamiento de numerosa tropa avisada el plan se suspende a última hora. El gobierno conoce los nombres de los conspiradores y comienza una atroz persecución. Los hermanos Diéguez huyen primero a Salamá donde son escondidos por el padre Ocaña, un viejo amigo de la familia. Son perseguidos por un cruel esbirro llamado Ruperto Montoya a quien apodan Chupina, conocido por su exacerbada brutalidad. Al fin resultan capturados en otra finca, La Merced, propiedad de un amigo, el abogado Francisco Alburez. Rafael Carrera enví­a al general Gregorio Solares desde Chimaltenango con orden de fusilar a los hermanos. Solares no desea cumplir las órdenes del caudillo pues conoce a la familia Diéguez, mas no se atreve tampoco a desobedecer y recurre a la estrategia de enviar un mensaje a Carrera proponiendo que se lleve a los reos a la capital para procesarlos, ya que tienen información valiosa. Carrera accede y los Diéguez son traslados a las ergástulas del Castillo de San José donde se les abre proceso. Juan enferma y, según la tradición, sufren duramente la prisión y alguno de los dos (cuál) escribe en un muro de la celda donde están confinados:

“Celeste esperanza
Que alientas el alma,
Derrama la clama
En mi corazón.”

Confiesan y ambos hermanos se atribuyen el liderazgo de la conspiración. Manuel atrevidamente escribe una estrofa dirigida al general Rafael Carrera, Presidente Vitalicio de Guatemala:

“ Señor, la férrea cadena,
Astada al pie por Vuecencia
La he llevado con paciencia,
Resignándome a la pena;
Más ahora me condena
A tan cruel padecimiento,
Que si oyera mi lamento
Vuecencia, ya no querí­a
Prolongar ni un sólo dí­a
Tan terrible sufrimiento…”

Una noche llega el mismo Carrera, refiere Salvador Falla, a la cárcel y anuncia que no fusilará a nadie. Los hermanos Diéguez son declarados poco después culpables mas la pena de muerte se les conmuta por la del destierro.

Los Diéguez emigran a Chiapas. Manuel se moverá después a El Salvador, donde morirá a los 40 años en 1861 a causa de “ataque de locura”. Su poesí­a no será publicada en libro sino hasta 1885 con el tí­tulo de Poesí­as Escogidas. Los poemas de Manuel tienen un tono marcadamente amoroso y fueron escritos en el exilio. Prevalecen los rasgos románticos y no falta el tema de “la noche” (misterio de todos los poetas como afirmaba Antonio Machado) y desde luego el de la muerte. Pero Manuel es un poeta menos afectado y angustiado que su hermano Juan y no deja de buscar lo que se entiende epicúreamente como “la dicha”. En una brillante y lúcida estrofa pareada, de versos endecasí­labos con rima asonante, expresa:

“ Y pues feliz, soñando solo he sido
Quién pudiera vivir siempre dormido!”

Mas Manuel Diéguez no deja de resaltar, como buen romántico, el “destino” trágico de los poetas:

“Por no llorar la suerte del Poeta
Voy á cantar en malhada historia
Para que sirva su infeliz memoria
De triste ejemplo al que á versar se meta.”

Juan por su parte tendrá un sobresaliente papel como abogado en Chiapas, donde permanecerá hasta 1860 cuando vuelve a Guatemala y se radica en La Antigua. Se casará con una mujer mexicana y hará de Chiapas su segunda patria. Pero como ha dicho el poeta Luis Cardoza y Aragón: “no hay patrias segundas”. Desde la frontera Juan Diéguez habí­a durante años observado su paí­s perdido. Canta a los Cuchumatanes con una intensidad que pocas veces se logra en la poesí­a. Sus poemas (54 en total se han encontrado y nunca publicó libro en vida) mantienen formas neoclásicas y también abordan temas bucólicos. Como liberal canta a la libertad. Pero Juan Diéguez se expresa también como un poeta romántico, alcanzando con frecuencia una dimensión sentimental e intimista. Dos rasgos de los románticos resaltan en la obra de Juan Diéguez: el énfasis del yo lí­rico y la llamada “vuelta a la naturaleza”, proclamada por el filósofo Rousseau. En un poema largo define así­ su posición romántica:

“oh,siempre yo te amé Naturaleza,
Y á tu divino en ti yo adoro,
Abre á mi corazón todo el tesoro
De poesí­a, amor y de belleza”

/Juan Diéguez- El amante de la Naturaleza

La poesí­a de los hermanos Diéguez está llena de nostalgia y de una reiteración por lo perdido, una referencia constante a los “adioses” y a las separaciones. Una melancolí­a existencial expresada sobre todo en la obra de Juan que llega a niveles de gran intensidad emocional y perfección formal. José Martí­ escribirí­a años más tarde, cuando ya estaban muertos los dos Diéguez y el poeta y prócer cubano viví­a en Guatemala:

“Quién no sabe en Centroamérica algo de ellos, los tiernos Diéguez…Juan y Manuel, tan apretadamente unidos que lo del uno parece lo del otro. Patria ausente, montañas queridas, flores de la tierra, ilusiones…penas de amor, de vida, y de destierro; todo esto tiene en esos laúdes gemelos los tonos de un sentimiento, no prestado, común, ni preconcebido, sino sincero, suave y blando,…y sus sueños son posible y consuelan. Yo los llamo poetas de la fe.”

Juan Diéguez vuelve a Guatemala. Era un hombre psicológicamente golpeado. En 1861 muere su hermano Manuel y en ese año escribe lo que se cree fue su último poema que intitula Canto a mi gallo, que es una oda dedicada paradójicamente a la alegrí­a y a la esperanza, cuando el poeta se desgarraba en vida, sumido en una depresión severa. No obstante que habí­a obtenido un cargo de juez no encontraba más satisfacción en el oficio de jurista.”No soy para esto, las leyes han matado mi musa”, solí­a decir cuando le preguntaban por su poesí­a, la que en forma manuscrita o en hojas volantes se pasaba de mano en mano y se leí­a en las tertulias. No fue sino hasta 20 años después de su muerte que se publican 24 poemas en forma de libro, reeditándose de nuevo en 1957 cuando se publican 47 poemas (casi la totalidad) con el tí­tulo de Poesí­as de Juan Diéguez Olaverri, antecedidos por del peculiar ensayo de Salvador Falla escrito en 1889.

Fallece en la pobreza absoluta, al grado que la familia no tiene dinero para el entierro. Tiene 53 años al morir pero parece un anciano circunspecto, de pelo caí­do, introvertido, metido en la burbuja de su melancolí­a profunda. Juan Diéguez Olaverri el cantor del exilio guatemalteco en el siglo XIX, como lo habí­a sido Rafael Landí­var en el dieciecho. El poeta de la tristeza y el dolor de la ausencia, también el jurista, el liberal y en definitiva el sensible desterrado:

¡Oh cielo de mi Patria!
¡Oh caros horizontes!
¡Oh ya dormidos montes
la noche ya os cubrió!:
adiós, oh mis amigos,
dormid, dormid en calma,
que las brumas en la alma,
¡ay, ay! las llevo yo.

/Juan Diéguez-A los Cuchumatanes